domingo, 14 de junio de 2015

En las fronteras de la reflexión filosófica y aún más allá este libro intenta explicar la relación de lo humano con lo divino. Pero no es un libro de teología sino de la transcendencia humana  concerniente al universo material. Define al ser humano, no como animal racional, sino como animal transcendente. Desde el punto de vista de la tradición cristiana, se ocupa solo del Evangelio de Jesús, pues nos habla del transcendente reino de Dios y del contexto moral para acceder a éste.    


Patricio Valdés Marín


Registro de propiedad intelectual Nº 169.033, Chile



Prefacio a la colección El universo, sus cosas y el ser humano



El formidable desarrollo que ha experimentado la tecnología relacionada con la computación, la informática y la comunicación electrónicas ha permitido el acceso a un inmenso número de individuos de la cada vez más gigantesca información. Por otra parte, existe bastante irresponsabilidad en parte de esta información sobre su veracidad por parte de algunos de quienes la emiten, tergiversando los hechos. Además, mucha de la información produce alarmas y temores, pues aquella gira en torno a intrigas, conspiraciones, crisis y amenazas. Habría que preguntarse ¿hasta qué punto esta información refleja la compleja realidad? ¿Cuánta de toda esa información es verdadera? ¿En qué nos afecta? Como resultado hemos entrado en una era de desconfianza, relativismo y escepticismo. Sin embargo la raíz de ello debe buscarse más profundamente.

Vivimos en un periodo histórico ya denominado posmodernismo, que se caracteriza por el derrumbe de los dogmas religiosos y sistemas filosóficos tradicionales a consecuencia del enorme progreso que ha tenido la ciencia moderna y su método empírico, contra cuyo descubrimiento de la realidad no pudieron sostenerse. Sin embargo, la antigua sabiduría respondía de alguna manera a las preguntas más vitales de los seres humanos: su existencia, su sentido, el cosmos, el tiempo, el espacio, la vida y la muerte, Dios, la verdad, el pensamiento, el conocimiento, la ética, etc., pero la ciencia, que ocupó su puesto, no ha podido responderlas, ya que no son esas preguntas su objeto de conocimiento. Por la ciencia entramos en una época de enorme conocimiento y certeza, pero si no se es fiel a la verdad que devela, es fácil caer en el  relativismo: ahora todo es opinable y no se respeta ninguna autoridad, en cambio se pide respetar a cualquiera por cualquier sonsera que esté diciendo; existe poca o ninguna crítica; aparecen gurúes, charlatanes y falsos profetas por doquier, mientras la gente permanece desorientada y escéptica; se divulga falsedades por negocio, fama o intereses espurios.

No se trata de revivir los antiguos dogmas religiosos y sistemas filosóficos, sin embargo, 1º las preguntas que responden al ¿qué es? filosófico, más que el ¿cómo es? científico, que éstos intentaban responder están tan plenamente vigentes hoy, ya que sin aquellas nuestra vida sería vacía y que la filosofía emergió como un esfuerzo racional y abstracto para conferir unidad y racionalidad al mundo, y 2º, la ciencia sigue con firmeza develando esta tan misteriosa realidad, puesto que no fue hasta el desarrollo de aquella que el mundo comenzó a ser entendido como sujeto a leyes naturales y universales de relaciones causales. En consecuencia, esta obra requerirá llegar a los grados de abstracción que demanda la filosofía y a partir de justamente la ciencia intentará responder a las preguntas más vitales. El criterio de verdad que la guiará son las ideas universales y necesarias de ‘energía’ para lo cosmológico y la complementariedad ‘estructura-fuerza’ para el universo material.

Nuestras ideas son representaciones subjetivas y abstractas de una realidad objetiva y concreta, pero la realidad es profundamente misteriosa y nuestro intelecto es bastante limitado para aprehenderla. De este modo se intentará  reflexionar en forma sistemática y unificada sobre los temas más trascendentales de la realidad. En este discurrir, deberemos mantenernos críticos, en el sentido de análisis y juicio referido a la realidad, pues dichas ideas no son “claras y distintas”, como supuso Descartes. El filosofar que podemos emprender debe intentar entender tanto el sentido último del universo, sus cosas y los seres humanos como servirles de fundamento racional. Replanteándolo todo hasta querer bosquejar un nuevo sistema filosófico, un nombre apropiado para esta obra de diez libros podría ser simplemente El universo, sus cosas y el ser humano.


EL CONTEXTO CÓSMICO DE LA OBRA

Parafraseando el inicio del Evangelio de s. Juan (Jn. 1, 1), afirmaremos, “En el principio, estaba la infinita energía”. La energía, que no se crea ni se destruye, solo se transforma —según reza el primer principio de la termodinámica—, que no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni tiempo ni espacio, que su efectividad está relacionada con su discreta intensidad, que es tanto principio como fundamento de la materia, no puede existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia. Y Dios la causó y liberó en un instante, hace unos 13 mil setecientos millones de años atrás, la codificó y la dotó de su infinito poder, creando el universo entero. La cosmología llama “Big Bang” a esta ‘explosión’ y se puede definir como un traspaso instantáneo, irreversible y definitivo de energía infinita a nuestro material universo en el mismo instante de su nacimiento. La energía que este agente suministró al universo, tal como si fuera un sistema, no termina en desorden, sino sirve para generar y estructurar la materia. El Big Bang, que sería el soplo divino, es también el instante del punto del comienzo de la creación y es igualmente el manto que, desde nuestro punto de vista, envuelve todo el universo. En el mismo grado que el objeto que se aleja cercano a la velocidad de la luz del observador, que de acuerdo con la contracción de FitzGerald se acorta en el eje común entre objeto y observador, aseveramos que, con el fin de mantener la simetría, el plano transversal del objeto a este eje se agranda recíprocamente hasta identificarse con la periferia de nuestro universo. Inversamente, la teoría especial diría que para un observador situado justo en el Big Bang, Dios en este caso, el tiempo habría sido tan grande que ni una fracción infinitesimal de segundo habría transcurrido. Una vez más, para este observador la distancia se habría reducido a cero, como si el Big Bang fuese la base de un tronco que sostiene la inmensidad del universo, dándole unidad a través de una inmensa relación causa-efecto. Dado que todo el universo tuvo un origen único y común, entonces las mismas leyes naturales gobiernan todas las relaciones de causa-efecto entre sus cosas. Para la causa del universo entronizada en el Big Bang, a pesar de estar a alrededor de 13,7 mil millones de años de distancia en el pasado, cada parte del universo estaría en su propio tiempo presente, mientras que la manifestación de causalidad estaría recíprocamente presente en todo el universo.

El universo conforma una unidad en la energía que no admite dualismos espíritu-materia, como los postulados por Platón, Aristóteles o Descartes. Así, el universo, en toda su diversidad, está hecho de energía y nada de lo que allí pueda existir puede no estar hecho de energía. Tales de Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, postuló al “agua” y sus tres estados como clave para incluir la diversidad del universo; después de él otros sugirieron diversos entes como fundamento de la cosas; tiempo después Parménides inventó el concepto de “ser” para darle unidad a la realidad, concepto que hechizó a toda la filosofía posterior; ahora proponemos la idea de “energía” para este mismo efecto metafísico. Si desde Heráclito la filosofía comenzó a especular sobre el cambio que ocurre en la naturaleza, la ciencia observó por doquier a conjuntos relacionados causalmente como sistemas que se transforman de modo determinista según las leyes naturales que los rigen y ella los reconoció, más que cambios, como procesos. El tiempo y el espacio del universo están relacionados con el proceso. Ambos no son categorías kantianas a priori que residen en nuestra mente. El tiempo proviene de la duración que tiene un proceso y el espacio procede de su extensión. La infinidad de interacciones originadas en el Big Bang constituyen el espacio-tiempo del universo, donde cada ser u observador existe en su tiempo presente y todo lo demás está entre su próximo y lejano pasado, estando el Big Bang a la máxima distancia y siendo lo más joven del universo. La velocidad máxima de las interacciones es la de la luz. La fuerza gravitacional es el producto de la masa que se aleja con energía infinita de su origen en el Big Bang a dicha velocidad y que forzadamente se va separando angularmente del resto de la masa del universo, por lo cual el universo es una enorme máquina que, por causa de su expansión radial (no como un queque en el horno), genera la fuerza de gravedad, teniendo como consecuencia su pérdida asintótica de densidad. Y esta fuerza más el electromagnetismo y las otras dos que ellas causan dentro de la estructura atómica producen la incesante estructuración y decaimiento de las cosas.

Algunos científicos creen observar un completo indeterminismo en el origen del universo, pudiendo éste haber evolucionado indistintamente y al azar en cualquier sentido. No consideran que el universo haya seguido la dirección impresa desde su origen según las propiedades de la energía primordial y la relativa estabilidad de lo que se estructura. De modo que la energía primigenia se convirtió en el universo y fue desarrollándose y evolucionando, auto-regulado por lo posible en cada posible escala estructural. La energía comprende los códigos de la estructuración de las partículas fundamentales de la materia. Estas partículas poseen máxima funcionalidad, ya que adquirieron entonces energía infinita, lo que las llevó a viajar a la máxima velocidad posible (la de la luz) desde el Big Bang. El universo que percibimos es estructuración de energía en materia en dos formas básicas, como masa según la famosa ecuación E = m·c² y como carga eléctrica (positiva y negativa). La conversión en carga eléctrica requirió también mucha energía. La fuerza para vencer la resistencia entre dos cargas eléctricas del mismo signo es enorme. Se calcula que solamente 100.000 cargas (electrones) unipolares reunidas en un punto ejercerían la misma fuerza que la fuerza de gravedad de toda la masa existente de la Tierra. Infinitos y funcionales puntos o centros atemporales y adimensionales de energía generan el espacio-tiempo del universo al interactuar entre sí y relacionarse causalmente mediante también energía, estructurando enlaces relativamente permanentes, generando la diversidad existente, que se rige por el principio complementario de la estructura y la fuerza, y produciendo energía cinética y/o ondulante que podemos sentir, que nos puede afectar y que mediante éstas también podemos afectar a otras cosas.

El mundo aparecía naturalmente a nuestros antepasados como caótico y desordenado, existiendo allí tanto nacimiento, gozo y regeneración como sufrimiento, muerte y destrucción. Ellos se esforzaron en dar explicaciones para dar cuenta de esta arbitraria situación y que resultaron ser mayormente míticas. Ahora, por medio de la ciencia moderna, podemos entender objetivamente este mundo y su evolución y desarrollo. El dominio de la ciencia comprende las relaciones de causa-efecto que producen el cambio en la naturaleza, determinadas según sus leyes naturales, siendo válido para todo el universo, y que es virtualmente todo lo que sabemos con mayor, menor o total certeza. Las hipótesis científicas concluyen en la definición de las leyes naturales que rigen la causalidad del universo a través de la demostración empírica y la observación. La ciencia devela que en el curso de su existencia el universo ha ido evolucionando y se ha ido desarrollando hacia una complejidad cada vez mayor de la materia, la que se ha venido estructurando en escalas incluyentes cada vez más multifuncionales. Desde las estructuras subatómicas, atómicas, moleculares y biológicas, hasta las psicológicas, sociales, económicas y políticas, la estructuración en escalas mayores y más complejas no ha cesado. Las estructuras, que se ordenan desde las partículas fundamentales hasta el mismo universo, son unidades discretas funcionales que componen estructuras de escalas mayores y cada vez más complejas (por ejemplo, solo existe un centenar de tipos de átomos relativamente estables y unos 50.000 tipos de proteínas) y son formadas por unidades discretas funcionales de escalas menores. La estructura más compleja y de mayor funcionalidad es el ser humano, el homo sapiens del orden mamífero de los primates.

Como todo animal con cerebro, que  ha venido adaptativamente a relacionarse con el medio a través del conocimiento, la afectividad y la efectividad y que necesita satisfacer sus instintos primordiales, fijado por la especie, de supervivencia y reproducción, el ser humano es capaz de generar estructuras psíquicas (percepciones e imágenes) a partir de la materialidad biológica y electro-química de este órgano nervioso central y de las sensaciones que proveen los sentidos. Pero a diferencia de todo animal el más evolucionado cerebro humano tiene capacidad de pensamiento racional y abstracto, pudiendo estructurar en su mente todo un mundo lógico y conceptual, a partir de imágenes, y que busca representar el mundo real que experimenta y comprender el significado de las cosas y de sí mismo. Él estructura en su mente relaciones lógicas, ontológicas y hasta metafísicas y también puede comprender las relaciones causales de su entorno. Para ello se ayuda del sistema del lenguaje que emplea primariamente para comunicarse simbólicamente con otros seres humanos y también para acumular información y desarrollar aprendizaje y cultura. La realidad que conoce es la sensible y, por tanto, material. Su accionar más humano en el mundo es intencional y responsable, ya que emana de su libre albedrío, que es producto de su razonar deliberado. En esta misma escala su afectividad, más allá de sensaciones y emociones, se estructura propiamente en sentimientos. Persiguiendo vivir la vida con la mayor plenitud posible, los individuos humanos se organizan en sociedades que buscan la paz, el orden, la defensa, el bienestar y la explotación de los recursos económicos a través de la cooperación y la justicia, pero muy imperfectamente, ya que algunos fuerzan satisfacer necesidades individuales de modo desmedido y otros dominan y explotan al resto. Son objetos (no sujetos) de los derechos reconocidos como fundamentales por la sociedad civil, y resguardados por sus instituciones de poder político.

Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, su multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo, pero no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La transcendencia es el paso desde la energía materializada, que se estructura a sí misma y es funcional, hasta la energía desmaterializada que la persona estructura por sí misma. Si el individuo se estructura a partir de partes que anteriormente pertenecieron a otros individuos y pertenecerán en el futuro a nuevos individuos, la persona se estructura a partir de energía que permanecerá en lo sucesivo estructurada. La conciencia humana es el advertir que el yo (el sujeto) es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su intelecto le representa como verdadera. Pero transcendiendo esta materialidad que ella conoce, está lo llamado “espiritual” y viene a ser la estructuración de la energía como producto del intencionar, en lo que llamaremos conciencia profunda, forjándola indeleblemente en sí de un modo desmaterializado. El punto de partida de este tránsito a lo inmaterial es la acción intencional, que depende de la razón y los sentimientos y que se relaciona al otro a través del amor o el odio; ésta se identifica con el ejercicio de la libertad y con la autodeterminación, siendo lo que caracteriza al ser humano. La conciencia profunda reconoce que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica del individuo. El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino que se fragua en el curso de la vida intencional. Esta metempsicosis transforma lo inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía inmaterial. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que, a partir de materia individual, produce energía estructurada. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, como un animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal. Desde esta perspectiva el sentido de la vida es doble: vivir plena y conscientemente la vida y estar consciente de la vida eterna y sus demandas. Estas explicaciones son especulativas y no se asientan ciertamente en conocimiento científico alguno, pues están fuera del ámbito de lo material, ya que solo conocemos lo sensible, pero está en sintonía con los sucesos místico y parapsicológico reconocidos y surge de superar el dualismo del ser metafísico por la energía que incluye tanto lo material como lo inmaterial.

Y cuando la muerte, propia de todo organismo biológico, desintegra la estructura del individuo, subsiste la persona, que es propiamente la estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo, inmortal, con su cuerpo de materia estructurada que la contenía, manifiestamente incapaz ahora de existir. Considerando que ya no resulta necesario satisfacer los instintos biológicos de supervivencia y reproducción, como tampoco estar sujeto a ningún otro instinto, en su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y, por tanto, de la entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos sobre la materia. Asimismo, desaparecen nuestros atesorados conocimientos y experiencias de la realidad del universo material que percibimos a través de nuestros sentidos animales como también nuestra forma de pensamiento racional y abstracto y memoria basados en el cerebro biológico. Surgiría una forma nueva, inmaterial, transcendental, de pura energía, pero implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para conocer y relacionarnos que corresponde a esa insondable y misteriosa realidad que se presentaría, todavía imposible de conocer en nuestra vida terrena. Pero la persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesitaría y buscaría afanosamente un contenedor de su propia y estructurada energía para poder manifestarse y expresarse en forma plena de conexión. La esperanza es que quien en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios y ha sido justo y bondadoso según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, estará finalmente, cuando muere, en condiciones de acceder al Reino de misericordia, amor y bondad, que Jesús conoció (¿a través del fenómeno EFC?) y anunció, y existir colmadamente. De ahí que su condición en la “otra vida” sea un asunto de opción moral personal durante su vida terrena. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de Dios. Así, la energía liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.

Los libros de esta obra se enumeran y titulan como sigue:

Libro I, La materia y la energía (ref. http://unihum1.blogspot.com/), es una indagación filosófica sobre algunos de los principales problemas de la física, tales como la materia, la energía, el cambio, las partículas fundamentales, el espacio-tiempo, el big bang, la forma y el tamaño del universo, la causa de la gravitación, agujeros negros, y llega a conclusiones inéditas.

Libro II, El fundamento de la filosofía (ref. http://unihum2.blogspot.com/), analiza lo que relaciona y lo que separa a la filosofía y a la ciencia; expone la concepción histórica de la relación entre la idea y la realidad, la razón y el caos; critica a la filosofía tradicional en lo referente a la dualidad espíritu y materia que proviene de la antigua antinomia de lo uno y lo múltiple, y sienta nuevas bases para una metafísica a partir del conocimiento científico.

Libro III, La clave del universo (ref. http://unihum3.blogspot.com), expone la esencia de la complementariedad de la estructura y la fuerza como el fundamento del universo y sus cosas, que es coextensiva del ser y que es el tema tanto de la ciencia como de la filosofía, con lo que se supera toda contradicción entre ambas ramas del saber objetivo.

Libro IV, La llama de la mente (ref. http://unihum4.blogspot.com/), se remite a una teoría del conocimiento que identifica las funciones psicológicas del cerebro, en tanto estructura fisiológica, con generadores de estructuras psíquicas, siendo ambas estructuras propias de nuestro universo de materia y energía, y descubre que las imágenes y las ideas son estructuraciones en escalas superiores que parten de las sensaciones y las percepciones de nuestra experiencia.

Libro V, El pensamiento humano (ref. http://unihum5.blogspot.com), desarrolla una nueva epistemología que busca descubrir los fundamentos del pensamiento abstracto y racional en las relaciones ontológicas y lógicas que efectúa la mente humana a partir de las cosas y sus relaciones causales.

Libro VI, La esencia de la vida (ref. http://unihum6.blogspot.com/), se refiere principalmente al reino animal, del cual el ser humano es un miembro pleno, en cuanto es una estructuración de la materia en una escala superior.

Libro VII, La decisión de ser (ref. http://unihum7.blogspot.com/), trata de una de las funciones de los animales, la efectividad, que específicamente en el ser humano se estructura como voluntad, que proviene de su actividad racional, que se manifiesta en su acción intencional, que es juzgada por la moral, la ética y la norma jurídica, y que confiere sustancia y sentido a su vida.

Libro VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/), en las fronteras de la reflexión filosófica y aún más allá, intenta explicar la relación de lo humano con lo divino, la que comienza por la capacidad natural del ser humano para reconocer y alabar la existencia de lo divino, y la que termina en una invitación divina a una existencia en su gloria.

Libro IX, La forja del pueblo (ref. http://unihum9.blogspot.com/), analiza una filosofía política que parte del ser humano como un ser tanto social como excluyente, tanto generoso como indigente, para indicar que la máxima organización social debe estar en función de los superiores intereses de la persona, finalidad que se ve entorpecida por anteponer artificiosamente el derecho al goce individual a los derechos de la vida y la libertad.

Libro X, El dominio sobre la naturaleza (ref. http://unihum10.blogspot.com/), estudia el contradictorio esfuerzo humano de supervivencia y reproducción para conquistar y transformar su entorno a través de una asignación desequilibrada de recursos económicos, entre los cuales la tecnología, como creación de la mente humana, es una prolongación del cuerpo para reemplazar su esfuerzo, la demanda por capital es proporcional a la oferta de trabajo, y la naturaleza resulta demasiado limitada para las ilimitadas necesidades humanas que satisfacer.


Deseo expresar mi reconocimiento y mis más vivos agradecimientos a mi esposa Isabel Tardío de Valdés. Sin su paciencia, apoyo moral y cariño esta obra no habría sido posible.

Patricio Valdés Marín



CONTENIDO



Prólogo

Introducción

Capítulo 1. Dios, los seres humanos y la transcendencia 

La triada existencial
Triada y cultura
Triada y ciencia
La relación con lo transcendente
La complementariedad fuerza-estructura y lo transcendente
Dios causa

Capítulo 2. Lo humano y lo divino

El caos y la unidad
La existencia de Dios

Capítulo 3. Dios y la conciencia humana

La conciencia de lo otro
La conciencia de sí
La conciencia profunda
La muerte

Capítulo 4. Dios y la salvación

La libertad humana en la salvación personal
Posibilidades de salvación
Lo religioso y la religión
La voluntad de Dios

Capítulo 5. La historia de lo transcendente en la tradición judeo cristiana

Lo transcendente y el Antiguo Testamento
Lo transcendente y el Nuevo Testamento

Capítulo 6. El origen de la Iglesia cristiana

Platón
Pablo
Tertuliano
Constantino
Agustín
La Iglesia cristiana como único camino de salvación

Capítulo 7. Jesús y lo transcendente

Dios y su Reino
El objeto de lo transcendente



PRÓLOGO



La ciencia moderna ha revolucionado profundamente el conocimiento tradicional atesorado por milenios. En el plano de la tradición religiosa judeo-cristiana, irrumpió en la creencia de que nuestros primeros antepasados estuvieron en su inicio en compañía de Dios, pero que, por ambicionar ser como Él, fueron echados del Paraíso, adquiriendo una naturaleza pecaminosa, de sufrimiento y muerte, de la que ahora todos los seres humanos somos herederos. La ciencia nos ha venido a demostrar, en cambio, que no somos ángeles caídos, sino un extraordinario brote evolutivo que tiene la particularidad de poseer pensamiento abstracto, razonar lógicamente, actuar intencionalmente, contener sentimientos y ser conscientes de la propia muerte que tarde o temprano terminará con la propia existencia.

Paralelamente, como si la enormidad de conocimiento que la ciencia va aportando nos dificultara cada vez más llegar a una visión universal de la realidad, nuestros contemporáneos están renunciando al mayor esfuerzo demandado para ilustrarse, dejándose llevar por el fácil mundo de imágenes y emociones que impone el gigantesco desarrollo de la industria y el comercio. En el campo religioso esta ignorancia va de la mano del fanatismo, el autoritarismo y la intolerancia. Las nuevas sectas católicas son un síntoma de los nuevos tiempos. Aquellas que se propagan por los sectores de altos ingresos refuerzan la liturgia y la ética como medio para perpetuar los privilegios de clase, menospreciando un sentido de vida menos liviano y sin atender al llamado de los derechos humanos fundamentales de la vida y la libertad, derechos que surgieron ciertamente del profundo conocimiento del evangelio de Jesús que se ha plasmado en la praxis democrática.

De todas las cosas del universo sólo los seres humanos podemos, a partir del conocimiento del universo y sus cosas, llegar a postular la existencia de un Dios transcendente, creador, e incorporar este conocimiento a la cosmovisión particular de cada uno. Tras postular esta existencia, también sólo los seres humanos podemos alabar y glorificar a Dios, que es una acción de religiosidad que proviene no de la generalidad ni con el mismo énfasis e intención. Pero justamente, por su acción intencional la persona se puede constituir en un interlocutor válido de Dios. Por otra parte, se podría suponer que sólo el Dios creador puede hacer transcender la existencia de la persona particular a la eternidad en retribución de su reconocimiento y acción, y así presentarse como nuestro salvador. El Dios creador, que liberó la energía infinita que contenía en el instante del Big Bang, ahora, como salvador, la rescata como energía que las personas estructuran en la acción libre que se basa en el amor.

El anterior párrafo es la tesis de este libro que no pretende ser teológico, sino que llevar al extremo de lo posible el pensamiento filosófico. Así, la transcendencia plantea numerosos problemas, pues sale de la experiencia que tenemos acerca del mundo sensible, que es el único mundo que conocemos directamente. La transcendencia se dirige a nuestra intimidad de personas e invita a una existencia distinta de nuestra existencia natural. Tanto la idea como la realidad de lo transcendente tienen un lugar en la historia humana. La idea de lo transcendente es algo que surge y ha surgido naturalmente en el pensamiento humano. Pero la realidad de lo transcendente cobró fuerza en un momento dado de la historia de la humanidad, y lo hizo concretamente con Jesús. En esta visión él fue el hito más importante de la historia de la humani­dad, pues proclamó la llegada del Reino de Dios e invitó a todas las personas a participar de éste.



INTRODUCCION



Cuenta el historiador anglosajón san Beda (672-735), en su Historia eclesiástica de los ingleses, de un misionero cristiano que llegó a la corte pagana del rey Edwin de Northumbria para solicitar permiso para predicar el evangelio de Jesús. Después de deliberar el rey con su corte, un conde anciano y sabio habló y dijo que si la vida era como una flecha que en la negra noche entra fugazmente por una ventana de una habitación iluminada por un candil y vuelve a salir a la oscuri­dad por otra ventana, y que si el misionero podía explicar qué ocurre con la flecha cuando está fuera de la habitación y no se la ve, su doctrina sería bienvenida.

En este libro no nos referiremos sobre lo que ocurre con la flecha fuera de la habitación, cosa imposible para nuestro conocimiento basado en la experiencia sensible. Por lo tanto, este libro no trata de teología; Dios es inasible y no puede ser objeto de nuestro conocimiento, excepto para algunos místicos a través de la historia; tampoco es posible aceptar una revelación divina como fuente de conocimiento, aunque alguna autoridad humana lo asegure y dictamine. Emplearemos la ciencia y la filosofía para iluminar mejor la flecha en su vuelo dentro de la habitación y tal vez algunos resplandores puedan salir desde sus ventanas para iluminar algo de la flecha en la oscura noche. Advertiremos 1º que la flecha es disparada desde la habitación, y 2º que lo que resplandece fuera de ella es la transcendencia de los seres humanos. De esta manera, definiremos al ser humano, no como un animal racional, al modo de Aristóteles, sino como un animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal cimentado sobre su acción libre e intencional.

Ciertamente, nuestra era de racionalidad, naturalismo, agnosticismo y hasta ateísmo ha puesto en entredicho la posibilidad de una dimensión transcendente de la realidad. Estos son los efectos naturales del surgimiento de la ciencia que llegó a afirmar a Bertrand Russell (1872-1970) que: “lo que la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Así, en la actualidad del método experimental nos es imposible, intelectualmente hablando, dar crédito a la posibilidad de una revelación divina. Deberemos barajarnos dentro de la aceptación científica. La ciencia irrumpió en la creencia ancestral de la tradición judeo-cristiana de que nuestros primeros antepasados estuvieron en compañía de Dios, pero que, por ambicionar ser como Él, fueron echados del Paraíso y adquirieron una naturaleza pecaminosa, de sufrimiento y muerte, de la que ahora todos los seres humanos somos herederos. Ella nos ha venido a demostrar, en cambio, que no somos ángeles caídos, sino un extraordinario brote evolutivo de la naturaleza que tiene la particularidad de poseer pensamiento abstracto, razonar lógicamente, actuar intencionalmente, contener sentimientos y ser conscientes de la propia muerte que tarde o temprano terminará con la propia existencia.

En efecto, la diferencia entre los seres humanos y el resto de las cosas del universo, que en el fondo se encuentra en las funciones de una gelatina grisácea de unos 1400 centíme­tros cúbicos, ubicada tras nuestra expresiva cara, es radical. Nos permite preguntarnos acerca de nosotros mismos y de lo que nos rodea, de nuestro origen, sentido y término, y también nos permite encon­trar respuestas y desarrollar complejos planes para actuar en función de estos proyectos de futuro. El universo que llegamos a conocer es mucho más que el lugar concreto donde se encuentra el cobijo y el alimento. Mediante la ciencia los seres humanos podemos llegar a conocer con gran certeza un universo inmensamente rico de contenidos y significaciones, de posibilidades y manifestaciones, de inmanencias y transcendencias. Sobre todo, podemos llegar a actuar libremente en este universo para conocerlo, disfrutarlo, crear, construir, amar y ser feli­ces.

Desde los tiempos más primitivos ha surgido en todos los pueblos la creencia de poderes que operan ocultamente en las cosas y que pueden alterar y hasta marcar nuestros más señalados destinos. A un paso quedaba la elaboración de ritos y acciones para congraciarse y hasta aplacar estos poderes personificados en deidades. Los seres humanos nos distinguimos del resto de los animales en que poseemos el certero conocimiento que algún día nuestra vida terminará con la muerte, lo cual, de suponerse una existencia de algún tipo en un “más allá” –posiblemente generado por experiencias vividas de comunicación con aquellos que han muerto–, nos produce tanto un profundo temor como un sentido de transcendencia. Una creencia que desde muy antiguo había sido compañera del pensamiento cultural de Occidente es el de la existencia de un ser que es no sólo distinto del universo, sino que es su creador, y que es el que denominamos Dios, con mayúscula. Por esta creencia, que ha ido reci­biendo el sello de la posibilidad cierta de manos de la ciencia (aunque no de muchos científicos), el universo nos aparece distinto a que si éste se comprendiera sólo por sí mismo y contuviera en sí lo que podríamos atribuir al accionar divino.

No obstante, para nuestro diario vivir el creer o no en un creador del universo no tiene mayor significación si acaso esta creencia no viene acompañada de la creencia que de alguna manera Dios nos afecta en nuestra existencia personal. La forma en que Él nos puede afec­tar es en el cómo nos podemos imaginar su actuación. La ciencia, desde luego, desterró de nuestra concepción de las cosas la creencia que Dios puede actuar en nosotros en lugar de la causalidad natural, es decir, de manera milagrosa y en contra de las leyes naturales. Sin embargo, esta creencia sigue vigente en mentalida­des acientíficas; aunque nos creamos existir en la era científica, ella es compartida, diríamos en la actualidad erróneamente, por la mayoría de la población del mundo.

Adicionalmente, al sostener la exis­tencia de un Dios, creador del universo, que de algún modo inter­viene en la propia existencia, muchos seres humanos creen en una continuación escatológica para la vida humana. Ya los antiguos egipcios creían en una resurrección de los muertos, y hacían enormes esfuerzos para preparar a los muertos para este último viaje al más allá. La doctrina neoplatónica, que el ser humano es un compuesto de alma inmortal y cuerpo corrupto, siendo la muerte una separación  de ambos elementos, ha sido predicada por la Iglesia cristiana hasta la actualidad, a pesar de contravenir la evidencia científica.

Pero la ciencia no ha podido decir nada acerca del anuncio de un Reino de Dios ni de la invitación a participar de éste, que fue proclamado por Jesús hace dos milenios. Un fundamento para sostener tal creencia (en el curso de este libro veremos otros) es que si una persona tiene la capacidad para reconocer y glorificar al Creador, actuando en consecuencia, habría de esperar una acción divina de conse­cuencia recíproca, manifestada en la prolongación de su existen­cia humana en un “lugar” y “tiempo” ajeno al universo, pues tal como aparece evidente, en la presente vida dicha acción recíproca no puede ocurrir, ya que contraviene las leyes de la termodinámica. Un fundamento adicional es la intensa y singular mismidad que surge en la conciencia de la persona a partir de algún momento de su vida por la que pareciera que permitiría su subsistencia después de la muerte biológica más allá del espacio y el tiempo del universo. Desde luego, el sentido de la vida que tiene un creyente es muy distinto del que tiene un ateo. Sin embargo ocurre que un ateo a menudo deifica otras cosas, como el Estado, la sociedad, un partido político, su linaje, y, así, su vida adquiere también un cierto sentido escatológico.

Miembros del reino animal, lo seres humanos aspiramos al Reino de Dios, como resultó evidente cuando Jesús predicaba a muchedumbres de aldeanos de Galilea y Judea. Este segundo reino, que no es de manera alguna evidente para el conocimiento empírico, tiene, no obstante, una existencia muy real para el hombre que cree en el mensaje de Jesús y en sus dichos y hechos. Para él, no sólo ha sido anunciado, sino que también, en la mayor profundidad de su con­ciencia, está manifestado. Como animales que somos, todos tenemos una hora para morir y quedar reducidos a polvo. Esta es la manera que las leyes de la naturaleza lo dictaminan. Así, la posibilidad de subsistir de alguna manera a la muerte y pasar a tener una existencia transcendente en el Reino de Dios debiera ser de alguna facultad o competencia exclusiva de cada ser humano, que es su acción intencional centrada en el amor.

Naturalmente, entre una concepción inmanente del ser humano, como perteneciendo exclusivamente al Reino animal, y una concep­ción transcendente, como invitado a pertenecer al Reino de Dios, la diferencia es absoluta. Igualmente, el sentido de la vida en ambos casos es radicalmente distinto. Todo sentido de vida impli­ca un proyecto de futuro. En una concepción inmanente la muerte es necesariamente el fracaso definitivo e irreversible de todo proyecto que busque transcendencia. En cambio, en una concepción transcendente ella pasa a ser el medio para alcanzar la pleni­tud de la existencia más personal. Igualmente, el dolor y el sufrimiento tienen significados distintos en ambas concepciones. En la primera concepción, se trata de una desgracia que se debe superar; en la segunda, es parte de una existencia que se debe aceptar para transcenderla. Es de la competen­cia de cada persona el buscar libremente y encontrar el sentido a su propia existencia.

La dificultad que cada persona enfrenta es que no se puede encontrar bases ciertas para una transcendencia a través del puro conocimiento que provee la experiencia sensible, ni siquiera en las más altas abstracciones que puede alcanzar nuestro pensamiento. El problema de la transcendencia es que no estamos enfrenta­dos a fenómenos de nuestra experiencia sensible directa, y referidos única­mente a nuestro universo de espacio-tiempo, sobre los que podemos argumentar con razones objetivas. Por el contrario, ahora esta­mos encarando creencias que enmarcan la existencia personal y sus proyectos más fundamentales dentro de parámetros transcendentes, dando consistencia y profundidad al sentido de la vida.

Sería muy ciego y torpe quien creyera que si estos fenómenos no son exclusivamente materia del conocimiento objetivo, entonces no son reales y corresponden a la superstición o a mentalidades primitivas, simples o infantiles. En este sentido, no es posible estar de acuerdo con el neopositivismo de A. J. Ayer (1910-1989), para quien las únicas afirmaciones válidas son aquellas que pueden ser verificadas a través de los sentidos, y quien trataría cualquier declaración sobre la transcendencia como sin sentido. Nosotros sostenemos que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente, pues antes de la materia está la energía, que no está sujeta a las leyes de la materia.

Lo transcendente, aquello que está más allá del universo material, pero que supuestamente lo afecta, es la existencia de la energía, que ha sido originada directamente de Dios. La forma de analizar este fenómeno, no es de la misma forma como se hace con el universo sensible, pues no existe un método cognoscitivo similar al científico o al filosó­fico para dicha empresa, sino, más bien, es verificar el límite mismo de la estructuración del universo y llegar al límite de la experiencia humana. Sin duda se trata de una paradoja, es decir, de cómo algo perteneciente a un universo completamente físico puede llegar a pensar, concluir y desear la existencia de algo que lo transciende absolutamente. Podemos sostener que la energía, 1º, no se crea ni se destruye, solo se transforma, 2º, no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni tiempo ni espacio, 3º, su efectividad está relacionada con su discreta intensidad, 4º, es tanto principio como fundamento de la materia, 5º, no puede existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia, y 5º, Dios la creó.

Dios es una existencia  impenetrable para la filoso­fía. Ésta lo postula como el límite absoluto del ser, límite que, por otra parte, pasa a ser el objeto de la teología, la única rama del conocimiento filosófico que no es objetiva. En cuanto a la ciencia, imbuida en descubrir la causalidad de lo puramente contingente, Dios no entra dentro de su alcance, pues simplemente no es observable. Sin embargo, de hecho es posible para la filosofía postular un agente externo al universo para su origen y concluir que el universo es una creación de Dios. En fin, es posible para una teología basada en el Evangelio aceptar, por una parte, que el ser humano tiene posibilidad de ser salvado de la muerte por Dios, transcendiendo el universo, y, por la otra, concluir que tanto el Dios creador como el Dios salvador son el mismo.

La anterior posibilidad podría ser explicada por la idea fundamental de que si el ser humano, que es algo tan del universo espacio-tempo­ral, es capaz de reconocer a un Dios impenetrable y silencioso sólo a través de su interacción con el universo, que es su creación, alabándolo y glorificándolo por su obra, reconociendo su omnipotencia, amándolo a través del amor al prójimo y el respeto a su creación, colocando a Dios en el centro de su existencia personal, abandonándose a los impenetrables designios de Dios con gran fe en su bondad, por esta precisa actitud podría ser elevado para transcender su propio universo, lo que se entiende por salvación, y que tal tránsito podría ser efectuado únicamente por el poder del mismo Dios. Esta tesis es bastante singular y no depende de nociones como la dualidad espíritu-materia, lo absoluto del bien y el mal, ni tampoco está determinada por nociones como el Pecado Original y la Reden­ción, o la gracia y los sacramentos. Surge de compatibi­lizar la experiencia de lo divino con el moderno conocimiento científico, el cual ha destruido paradójicamente gran parte de las creencias religio­sas tradicionales, las que habían estado vigentes por milenios.

La irrupción de la ciencia en nuestra época ha revolucionado los conceptos que por milenios los seres humanos habían tenido de Dios, de sí mismos y de las cosas. La sabiduría tradicional, atesorada por miles de generaciones, ya no satisface a la presente generación. El hombre contemporáneo observa con los nuevos ojos de la ciencia el mundo que lo rodea.

Sin embargo, de la misma manera como había cedido su posición central en el universo después de Copérnico, el hombre ha dejado de ser la medida de las cosas, según el decir de Protágoras (485 a. C. -411 a. C.), tras adquirir conciencia de la realidad del macrocosmos y del microcosmos. Ahora ha terminado por verse completamente solo y desamparado, y con la impuesta obligación ética de estructurarse a sí mismo tras la vana e irreal búsqueda de la autorrealización, la que supone el éxito en los ámbitos del poder y la riqueza, para superar el sufrimiento y la muerte y lograr el ilusorio y falso estado de complacencia, gozo, armonía, equilibrio, que comúnmente se llama felicidad.

El dios antropomórfico de la antigüedad y el dios inmutable de la metafísica griega ya no pueden sostenerse en la realidad develada por la ciencia. El primero falleció de muerte natural apenas apareció el saber objetivo y metodológico. El segundo, ese dios de las relaciones de causalidad de las cosas del universo, fue eliminado cuando la ciencia fue descubriendo los diversos procesos dinámicos y los mecanismos por los cuales las cosas cambian y se transforman. Por el contrario, la ciencia ha reconocido que la materia tiene la capacidad para constituir estructuras extraordinariamente funcionales a partir de algunas poderosas fuerzas.

No obstante, a cambio del dios ontológico, cuya muerte anunciaba F. Nietzsche (1844-1900), el Dios creador está emergiendo con mayor fuerza a causa de las modernas teorías cosmológicas. Pero este Dios ha resultado ser más inconcebible de lo que el medieval monje san Anselmo (1033-1109) jamás concibió ingenuamente que podría llegar a ser concebible, cuando el universo es medido ahora en términos de miles de millones de años luz.

Contrapunteando una noción sobre Dios demandada por el hombre contemporáneo, algunas sectas cristianas, encargadas de hablarnos del Dios amor que Jesús predicó, han intensificado su devoción a un dios autoritario, semejante al del Antiguo Testamento, y el Dios padre del desamparado se ha tornado en el dios juez del moralista. Estas religiones se han vuelto extraordinariamente dogmáticas, autoritarias, doctrinarias, ritualistas, legalistas e intolerantes, y han extremado con ceguera la fórmula que les dio prestigio y poder en el pasado, al centrar su enseñanza en una ética propia de pretéritas e idealizadas sociedades rurales, las que por cierto eran, en su ignorancia, susceptibles de ser políticamente dominadas por el clero. Además, el vacío producido por la actualmente incomprendida religión tradicional está siendo llenado por un ecléctico, confuso y supersticioso esoterismo mágico.

En cuanto al universo que está descubriendo la ciencia, el genetista británico J. B. S. Haldane (1892-1864), probablemente sin intención de parafrasear a Anselmo, lo resumía como no solamente más extraño de lo que imaginamos, sino de lo que nos podemos imaginar. Desde la aparición de la filosofía sabemos que la causalidad es inmanente al universo y no proviene de poderes mágicos. Sin embargo, en nuestra actual comprensión del universo tampoco hay cabida para explicaciones dualistas, con lo que toda una tradición filosófica espiritualista, idealista y racionalista se ha desmoronando. Y todo esto ocurre sin que el viejo empirismo haya conseguido resucitar la filosofía bajo la forma de un neopositivismo, ni el materialismo monista haya conseguido relevar al espiritualismo en rápida disolución. Si bien es cierto que el universo es más complejo de lo que podemos imaginar, no lo es tanto como para no tener la posibilidad de llegar a conocer objetivamente, mediante el método científico, la causalidad, por la cual las estructuras y las fuerzas que lo componen interactúan.

El cambio de perspectiva introducido por la ciencia ha alterado la cultura y sus instituciones de manera radical. Nuestra época ha presenciado profundos cambios en los que la política, el arte, la ética, la religión y la técnica han sido sus protagonistas principales. Es que la ciencia redujo nuestra ancestral visión del universo a dimensiones para las cuales incluso las ideologías resultan ser irrelevantes al liberar la causalidad del universo de las ataduras de la magia y el mito. Sin embargo, también el efecto de la ciencia ha sido, por otra parte, omitir que la realidad sea un misterio. El ideal tradicional de una existencia misteriosa, solidaria y heroica, algo romántica, ha dado paso a nuestra realidad mecánica, calculadora y cruel, donde la persona está más atareada con su propia autorrealización para conformar un exclusivo y egoísta mundo individual, que con su propia estructuración que considera el vivir en las múltiples dimensiones de la realidad, muchas de las cuales la ciencia ha conseguido descubrir, pero no integrar.

La ciencia nos ha transportado desde un mundo a otro en pocas décadas. El primero era concebido en una dimensión que enmarca también lo transcendente y por la cual la profunda sabiduría, a la que uno debe acercarse con modestia y humildad, conscientes de nuestra radical fragilidad y dependencia, asume el sufrimiento y la muerte como una condición natural, paso necesario hacia una existencia transcendente y eterna más plena. En cambio, nuestro actual mundo es concebido como únicamente inmanente. A falta de un propósito transcendente y, por lo tanto, con una actitud de descaro y desenfado, sólo vale la búsqueda individual y egocéntrica de la felicidad aquí y ahora, concebida como mero gozo, placer y bienestar.

Quizá lo que más ha sufrido con la nueva visión develada por la ciencia ha sido la imagen que el ser humano tenía de sí. De haber sido concebido por el libro del Génesis como imagen de Dios, por el racionalismo como un ser perfecto, por el dualismo neoplatónico como un ser eterno, ha ido perdiendo prestancia con cada teoría científica enunciada. La simple, pero equivocada, constatación de Copérnico de que el Sol, en vez de la Tierra, ocupa el centro del universo, supuso una verdadera revolución para la dignidad humana. Desde entonces Darwin, Freud y tantos más han socavado el prestigio casi divino del ser humano. Si nos atenemos a lo que la ciencia nos dice, podríamos suponer que una persona es únicamente una eficiente máquina biológica para sobrevivir y reproducirse. Ahora éste ha llegado a ser concebido por la biología como un fruto más de uno de los tantos fila de la zoología, primo cercano de los chimpancés, superado en todas sus capacidades por los otros animales, menos en inteligencia, pero la que, según la psicología, se traduce en una carga de traumas, neurosis y psicosis. Incluso algún ecologista extremo le reconocería los mismos derechos a existir que tiene una ameba.

La época científica, que ha manoseado a su amaño al ser humano como si fuera otro objeto más de su análisis o, en el mejor de los casos, con el pretexto de hacerlo más feliz, no ha llegado a penetrar su complejidad. En el proceso, le ha negado su dignidad, su ser en las diversas escalas de la existencia y su destino transcendente. La patente incomprensión de la ciencia acerca del sentido de la vida humana ha generado en el hombre contemporáneo una crisis de identidad. El ser humano se encuentra entre una búsqueda de transcendencia y un existir sin transcendencia. Nuestra época, bautizada ya por la moda como “posmoderna”, se ha dado por vencida en el afán de encontrar racionalidad en el universo. Como reacción, el relativismo, el escepticismo, la carencia de sentido histórico y personal y la fragmentación de la persona se han apoderado del espíritu de la época. Debemos comprender que éstos son efectos de una ciencia escandalosa, pero la verdadera ciencia es seria y sensata.

A falta de la denegada sabiduría tradicional, filosófica, y encontrando el conocimiento científico incapaz para responder a las preguntas más fundamentales, nuestros contemporáneos han estado buscando vanamente las respuestas en la penetrante y envolvente iconografía poética y artística o en las supercherías esotéricas, tan ajenas de lo real y la lógica. Una cultura iconográfica actual, que es de una sola escala, no tiene marcos comprensivos y conceptuales de referencia, por lo que incluso toda conclusión es materia opinable, con lo que se instala el relativismo sofista, y nada llega a adquirir certeza. El remedio al relativismo imperante se encuentra tanto en una filosofía revigorizada como en el mensaje perenne y universal de Jesús. La filosofía debiera tener entre sus funciones rescatar la actualmente pisoteada imagen del ser humano y el Evangelio puede recuperar su vigor si se libera de su aprisionamiento dogmático y ritual. Tanto el mensaje de Jesús como el conocimiento desde una perspectiva filosófica debieran borrar la visión acerca del ser humano como objeto del estudio de una ciencia deshumanizada que le es imposible entender el sentido último de la vida de una persona.

El ser humano es un ser único. No solamente pertenece a una de las tantas especies animales que habitan la biosfera, como miopemente lo conciben algunos ecologistas, sino que es la cúspide de todo un proceso evolutivo que comenzó con la misma creación del universo. Él ser humano es la única criatura cuya mente ha evolucionado hasta llegar a poseer una conciencia que permite postular la existencia de un Dios creador-salvador, a actuar libremente en el ámbito moral, y a responder al llamado universal de Dios para participar de su propia existencia y erigirse en un agente activo que tiene en sus propias manos su propio destino transcendente, independientemente de los avatares de la existencia.

Estas características esenciales que estructuran al ser humano como un todo, con finalidades propias y trascendentes, anteriores a cualquier otra estructuración, le confieren una dignidad única que debiera ser respetada por sus semejantes en toda ocasión. Ciertamente, el ser humano, sumergido como cosa indistinta del universo, pierde su identidad única. Un sentido de vida puramente inmanente es de un gris unidimensional, sin resolución posible a la antinómica búsqueda de supervivencia con el conocimiento cierto del morir. Cuando se incorpora la dimensión transcendente, brota la brillante realidad multicolor. Pensamos que esta identidad puede ser nuevamente realzada solamente cuando Dios, a los ojos de los hombres, vuelva a recuperar su sitial en la triada Dios-hombre-universo, como creador del universo y padre y salvador de los hombres, y recentrar nuestra existencia.

Muchos de quienes han sido testigos de ambas épocas quisieran que la profunda dimensión del mundo pasado no llegara a ser omitida por la obsecuencia incondicional a la dimensión develada por la ciencia. Quisieran que sus contemporáneos y las generaciones venideras no cerraran los ojos a las otras perspectivas de la realidad ante la complacencia que produce observar la actual obra, ante la fascinación de los logros, ante el gozo de la creación de novedades y de su producción, ante la confianza en la supuesta ilimitada capacidad humana. Desearían que el siguiente paso accesible no fuera el del relativismo y el escepticismo de un decadente posmodernismo que ha perdido su rumbo histórico. Probablemente, estas otras perspectivas de la realidad, que comprenden múltiples escalas de comprensión y que la filosofía aún no logra exponer plenamente, llegarán en un futuro a emerger nuevamente y en forma más plena.



CAPÍTULO 1 - DIOS, LOS HOMBRES Y LA NATURALEZA



A partir del conocimiento del universo y sus cosas nosotros podemos llegar a postular la existencia de un Dios transcendente, creador y salvador. Este conocimiento lo podemos incorporar a nuestra propia cosmovisión. Tras postular esta existencia, también nosotros podemos alabar y glorificar a Dios. En retribución a este reconocimiento, se puede suponer que Dios podría hacer transcender la existencia de cada uno de nosotros. Lo existente conforma una triada: la divinidad, la humanidad y la naturaleza. Las dos últimas conforman el universo creado por la primera. El universo se rige por leyes naturales que fueron dadas por la divinidad y que explican su funcionamiento. Los seres humanos nos distinguimos de la naturaleza porque tenemos autonomía a causa de nuestra acción intencional. Justamente, por nuestra acción intencional cada uno de nosotros podemos constituirnos en interlocutor válido de Dios.


La triada existencial


Delimitando la diversidad de todo lo existente a lo puramente funcional, los seres humanos podemos llegar a tener conocimiento de tres tipos de existencias irreductibles que se distinguen precisamente por sus funciones: la divinidad, la humanidad y la naturaleza. También podemos conjeturar que tanto la humanidad como la naturaleza conforman el universo y que éste es creación de la divinidad, siendo ésta la causa primera y última de aquélla. Los tres tipos de existencias según sus funciones son: 1º la divinidad es el único poder primero y último que existe del universo; 2º la humanidad, tanto colectiva como individual, es objeto de acciones salvadoras o condenatorias, y busca superar su condi­cionamiento físico y transcender sus propias limitaciones; y 3º la naturaleza física, de la que están compuestas todas las cosas, incluida la humanidad, atestigua la infinitud del poder de la divinidad, puede satisfacer las necesidades humanas y también constituye una amenaza y finalmente destrucción para la humanidad. De este modo, la distinción entre los tres tipos de existencias, que se denominará “triada”, se nos hace necesaria a nuestra conciencia, pues los percibimos con funciones muy distintivas.

La triada como tal tiene valor únicamente existencial y funcional, no pudiendo ser englobada por la ontología, pues la divinidad no es un ente como la humanidad y la naturaleza, ya que, aunque podamos presumir su existen­cia, no puede ser un objeto de nuestro conocimiento sensible. Sin embargo podemos hablar de triada porque sus componentes no pertenecen a realidades distintas de lo existente y funcional. Para nues­tra conciencia unificadora, la realidad es una sola y en ella nosotros podemos entender que las tres existencias se relacionan causalmente.

La divinidad

Se pueden dar diversas apreciaciones acerca de cada una de las existencias de la triada, dependiendo de la conciencia que de éstas tengamos. Así, la divinidad puede ser concebida ya sea distinta y separada de la naturaleza, como en las religio­nes más desarrolladas, ya sea idéntica a la naturaleza, como en el panteísmo, ya sea habitando en la naturaleza, como en las religiones politeístas y animistas. Incluso en el antiguo Egipto, se llegó a identificar la divinidad con el faraón. Es lógico que si la divinidad se la concibe actuando dentro de la naturaleza, identi­ficada con las muchas fuerzas que allí se observan operar, se llegue al politeísmo. El maniqueísmo postula la existencia de dos divinidades contra­rias en permanente pugna, en la suposición que el bien y el mal tienen valor absoluto.

En cambio, el monoteísmo parece lógico si la divinidad se la separa del universo. Se habla de Dios cuando la divinidad es pensada como persona que puede relacionarse con la persona humana. La concepción monoteísta surge en culturas con un pensamiento cosmológico más desarrollado y elaborado. La no creencia en la existencia de la divinidad se llama ateísmo; éste se ha hecho más corriente en la medida que la ciencia ha ido desterrando la divinidad de la causalidad natural en las cosas del universo, no quedando ninguna mani­festación directa suya, ni siquiera como milagro, excepto en el irreductible caso de la creación misma, tras el demostración de Edwin Hubble (1889-1953) de la expansión del universo que lleva a concluir su inicio en el tiempo de un Big Bang, hace 13,7 mil millones de años atrás. El ser humano contemporáneo, imbuido en sus afanes de dominar la naturaleza y gozar con sus logros, es un ateo prácti­co, pues su conciencia no tiene necesidad de Dios en su diario afán.

Dios es silencioso e incomunicativo. Inútil es el esperar señales del Cielo, pues nunca aparecerán; y si acaso llegaran a aparecer, como el supuesto llorar sangre de algunas imágenes sacras, nunca se sabrá su significado verdadero, pudiendo tal evento ser interpretado según el antojo de cada cual. Dios dotó de funcionalidad al universo que creó para evolucionar y estructurarse según leyes naturales, donde el milagro no cabe.

La humanidad

En su relación con la divinidad, podemos concebir la humanidad ya sea como colectividad o como individualidad. En el primer caso podemos, por ejemplo, imaginarla como el pueblo de Israel, o el pueblo de Dios. Colectividades conforman religiones, iglesias y sectas. También podemos concebir los seres humanos como individuos y éstos podemos pensarlos ya sea como inmanentes y sus exis­tencias individuales desaparecer con su propia muerte, o con un destino necesariamente transcendente y, por lo tanto, con una naturaleza eterna.

Tradicionalmente, siguiendo a Platón (428 a. C. – 347 a. C.), podemos suponer que cada ser humano es un compuesto de alma espiritual, incorruptible y eterna y de cuerpo material corruptible. Una línea de pensamiento es creer que en una existencia en otro mundo ambos componentes se volverían a fundir en un acto de resurrección. La dualidad griega fue transformada por Descartes en una dualidad entre un espíritu, la res cogitans, propio de lo subjetivo y lo irreductible para la ciencia, y una materia, la res extensa, objeto del conocimiento, jamás pudiendo él explicar cómo estas realidades tan radicalmente distintas pueden articularse causalmente. En ciertas culturas, como el hinduismo, se cree que las almas trans­migran de cuerpos y tienen distintas existencias a lo largo de su periplo terrestre en un ciclo de reencarnaciones (samsara), hasta encontrar la liberación en el moksha. En otras, se supone que después de la muerte el espíritu del individuo queda presente de alguna manera, morando entre los vivos. También puede creerse que aquél parte a otro mundo.

La ciencia estudia acertadamente al ser humano como parte de la naturaleza. Así, la ecología estudia la especie humana como parte de la biocenosis del ecosistema. Lo que es impropio es que el ecologismo, que es la ideología que se fundamenta en la ecolo­gía, sobre todo el ecologismo profundo, considere que la humani­dad no es otra cosa que una especie animal más. Para éste la triada se reduce a la mónada de la naturaleza. Por su parte la psicología, especialmente el conductismo, tiende a considerar al ser humano como un individuo animal más que reacciona a estímulos externos según parámetros medibles de comportamiento y sin capacidad de acción intencional.

Los seres humanos nos distinguimos de la naturaleza porque tenemos autonomía respecto a la divinidad y la naturaleza en lo que atañe a nuestra acción intencional. Sólo el ser humano tiene la capacidad, por su particular libertad que deriva de su capacidad de pensamiento racional y abstracto, para actuar intencio­nal e independientemente en este restringido ámbito del determinismo de las leyes natu­rales. Pero justamente, por su acción intencional, por la que él se auto-determina libremente, el ser humano se constituye en persona y en un interlocutor válido de Dios. La acción intencional es moral, pues ha habido previamente deliberación. No es una respuesta automática frente a un estímulo. Es en este ámbito moral, que es el de las valoraciones subjetivas de los distintos componentes de la triada y de sus relaciones, en lo que podemos denominar una cosmovisión personal y propia, que el ser humano puede interlocucionar con Dios. La religión que coarta la libertad individual está justamente impidiendo a la persona poder relacionarse con Dios.

En la religiosidad de la cultura occidental, tras el relato de la creación hecha en el Libro del Génesis, ha entrado profundamente la idea de que el ser humano es “imagen” de Dios. Tal idea podría ser cierta si se la toma de manera muy restringida, en el sentido de que se estaría refiriendo a su estructura particular de energía, que le sería propia en cuanto a que es de su propia creación. Pero en todo lo demás es sólo una criatura de Dios.

La naturaleza

La naturaleza puede ser conce­bida por su origen como naciendo en algún instante en algún remoto pasado, o como eterna, perfecta e inmutable, o como cíclica, retornando eternamente de modo idéntico. En general, estas formas míticas y precientíficas de concebir la naturaleza dependen en general de la actividad económica de la colectividad. Una comunidad cazadora supondría que el universo tuvo un inicio; un pueblo pastoril ganadero pensaría que es eterno; una colectividad agrícola creería que es cíclico. Por su finalidad la naturaleza se la puede concebir como en un movimiento progresivo hacia una meta de perfección, o por el contrario, hacia su destrucción siguiendo un camino de degradación progresiva. Puede pensarse que su gran poder sobre la humanidad podría tener origen divino o ser propio de ella misma. En el maniqueísmo el poder divino es dual y contrario. En el politeísmo la plurali­dad de poderes suelen entrar en conflicto, y a los individuos les vale mejor estar en las buenas con todos los dioses.

Desde un punto de vista filosófico se puede aseverar que la energía no tiene existencia por sí misma, de modo que para existir y actuar necesita pertenecer o depender de un portador o un contenedor. Si de acuerdo con la primera ley de la termodinámica “la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma”, la energía primigenia que originó al Big Bang debió consecuentemente estar contenida previamente en aquél que denominamos Dios o ser creada, condición que ni el teólogo más sabio puede saber. El universo y la energía que contiene es una emanación de Dios, y tiene tres características: 1º Es infinita. 2º A pesar de su radical simplicidad, que sólo interesa para condensarse en partículas fundamentales (masa y cargas eléctricas) y posibilitar su interconexión, su específica funcionalidad primordial originó de ahí en escalas sucesivas las leyes naturales en toda su infinita diversidad. 3º Estos procesos han estructurado toda la complejidad del el universo que conocemos.

En el universo existen dos referentes: el Big Bang y el tiempo presente de cada cual en tanto observador. Si el Big Bang fue el gran estallido que dio origen al universo y que fue generado por una energía infinita que emanó de Dios (Dios no habría creado el universo ab nihilo, de la nada, como aseguró san Agustín de Hipona (354 –430)), y si la velocidad de expansión de la materia del universo es la de la luz, entonces, desde el punto de vista del Big Bang, según la teoría de la relatividad especial, Dios estaría siempre presente en el tiempo presente de cada observador, es decir, de cada cosa existente en el universo, ya que el tiempo se alarga absolutamente.

Así visto, la voluntad divina se ejercería justamente a través de las leyes naturales, que son de su creación, y no mediante la alteración de estas leyes, que son los llamado “milagros”. Las leyes naturales serían verdaderamente leyes divinas, en el sentido dado al término “ley”, que significa más bien el modo determinista de la acción de la relación entre una causa y su efecto, y que opera del mismo modo y con necesidad en todo el universo desde su creación. Isaac Newton (1641-1727) señalaba que el libro de la naturaleza está escrito por Dios, dando a entender que es posible el conocimiento y la creencia en Dios a través de su creación. Podemos legítimamente pensar además que el modo de actuar divino es precisamente a través de las leyes de la natura­leza. En realidad el Logos gnóstico se manifiesta en la causalidad natural. El poder que existe en cada relación de la causa con su efecto provino primeramente de Dios y se transfiere de un modo que Él determinó.

En la naturaleza existe el cambio permanente y continuo, pues ella está sujeta a la causalidad que proviene de la energía primigenia, la que es encausada en forma determinista por las leyes naturales. Allí existe estructuración y desestructuración en ese permanente fluir que admiró a Heráclito (535 a. C. - 484 a. C.). La naturaleza es de vida y muerte. Todo lo que algún día nace, algún día termina por morir. En esta naturaleza nos toca vivir y morir. La vida humana transcurre entre dichas y desdichas desde que nace hasta que muere. Deseando la felicidad y consciente de este irremediable término, añora la paz de una vida eterna.


Triada y cultura


Nuestra conciencia del modo que adquiere la triada es emi­nentemente cultural. Cada pueblo ha desarrollado su propia ver­sión según el conocimiento colectivo del universo y sus cosas, y lo que distingue a una cultura y la separa de otra es la conciencia particular que se tenga de estas existencias y la relación específica que de éstas se haga. Para que una estructura social pueda subsistir, le es vital tener una visión colectiva de la triada. Toda mitología surge de esta necesidad. La conciencia colectiva de la triada es, por otra parte, tan poderosa y básica que hace que todo individuo tenga un conocimiento de una realidad tan distintiva que éste se identifique con su propia cultura, la cual le traspasa ese saber colectivo desde las tiernas manifestaciones de la conciencia infantil. Además, la conciencia colectiva es lo que se encuentra plasmado como sostén de cada cultura y le confiere sus características. La conversión religiosa es en gran medida la renuncia a la cultura nativa para aceptar una foránea, o un reemplazo de una concepción tradicional, tal vez más sim­ple, por una posiblemente más sofisticada.

Una sociedad pluralista es capaz de subsistir conteniendo en su seno una cantidad de culturas distintas y contradictorias, pues lo que le da su unidad es la tolerancia y el mutuo respeto, que son valores que hacen posible la convivencia social. Una religión abierta puede contener en su seno una variedad de ritos, normas y dogmas distintos y mantenerse unida por verdades más trascendentales, como la creencia en un Dios de todos, además de usos y costumbres compartidos. Usualmente, la historia muestra lo contrario. Las verdades tras­cendentales se olvidan en beneficio de la univocidad simple pero intransigente de ritos, normas y dogmas, instalándose la represión y la intolerancia. En esta situación tanto las naciones como las clases sociales se identifican con religiones particulares como forma de cohesión y presentar un frente unificado, ya sea para dominar a otros o para mantenerse independientes del dominio de otros.

Ejemplo vil y extremo de la represión y la intolerancia religiosa fue el dado por la Santa Inquisición en la España de fines del siglo XV en adelante. En aquél entonces éste tribunal eclesiástico sentenciaba a herejes a vestir sambenito, tras permanecer largo tiempo en sucios calabozos sometidos a torturas y sin posibilidad de conocer las acusaciones. Según consta en procesos, a los judíos conversos se los condenaba a morir en la hoguera por delitos tales como comer carne los Viernes de Cuaresma; no probar carnes magras ni porcinas; no cocinar cerdo o pescado sin escamas o ave que corra o vuele; alimentarse con viandas fritas en aceite de aceituna.

La triada se expresa cultural y colectivamente en mitos, ritos y normas éticas. Una religión es la explicitación legendaria-dogmática, ritual-litúr­gica y normativa-canónica de una conciencia colectiva de una triada particular. Se ha criticado tal vez con demasiado rigor a Max Weber (1864-1920) porque en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905) analizó la explicitación de una conciencia colectiva particular para dar cuenta de un comportamiento ético determinado, cuando su intención fue más bien explicar los elementos conformadores de dicha concien­cia colectiva. Una ideología determinada es, por su parte, una racionalización con pretensiones de ciencia o filosofía de una triada particular.

La cultura occidental es tributaria de la conciencia que el pueblo israelita fue adquiriendo de sí mismo y de su relación con Yahveh. Este pueblo legó una importante tradición centrada en el esfuerzo realizado por comprender los tres tipos de existencias y las relaciones entre ellas. Según el Libro del Génesis, la divinidad eterna y omnipotente creó de la nada a las dos existencias restantes, y creó al ser humano a su semejanza, dándole poder sobre la naturaleza para someterla y dominarla. Tan poderosa ha sido esta tradición que convirtió la conciencia de la cultura celta, griega, latina y germánica, que fueron los pueblos que dieron origen a la cultura occidental, quedando pocos elementos de la conciencia anterior propia de los tres tipos de existencias y sus relaciones. Ciertamente, la cultura griega aportó su ciencia y su filosofía, y la romana, su método y su tecnolo­gía, mientras todas aportaron sus mitos y leyendas.

Es pertinente observar la imagen que los seres humanos nos forjamos de Dios según sea la concepción que tengamos del universo. En épocas previas a los viajes de descubrimiento el universo conocido era fácilmente aprehensible por los seres humanos, pues era de una dimensión casi antropométrica. El Sol, la Luna y las estrellas estaban casi al alcance de la mano. Ícaro hubiera tocado el Sol si éste no hubiera estado tan caliente que le derritiera sus alas que fabricó de cera. Dios, creador de este universo, era casi antropomorfo, como el mismo Yahveh. Los seres humanos se encontraban además en su mismo centro.

En comparación nuestra época científica nos presenta un universo muy difícil de aprehender por lo inconmensurable. Distancias de catorce mil millones de años luz salen de nuestra experiencia cotidiana. Hablar de una estrella medio millón de veces el tamaño de nuestra Tierra, de doscientos miles de millones de tales estrellas en una galaxia y de miles de millones de galaxias es algo que podemos aceptar, pero fría y racionalmente, pues nos es imposible poder emocionarnos con cifras que no podemos siquiera imaginar. Si concebimos un Dios creador de semejante universo, donde actúa todo tipo de gigantescas fuerzas, simplemente nos parecería un personaje tan fuera de nuestra experiencia que difícilmente podríamos llegar a concebirlo también como nuestro cálido y bondadoso Padre con quien es posible conversar de todos nuestros asuntos, inclusive los más nimios e íntimos. Nuestra cultura aún nos ata a parámetros que contradicen radicalmente las nuevas evidencias que la ciencia aporta, acentuando a grados insostenibles la tensión entre las antiguas creencias y la nueva ciencia.


Triada y ciencia


La ciencia moderna, cuyo origen pudo ser posible sólo en la cultura occidental, donde se concibe a la naturaleza como conte­niendo su propia causalidad, ha terminado por desacralizarla. Cualquier resabio de divinidad que ésta tuvo ha sido completamente destruido por aquella. La ciencia ha sido un retoño de la cultura occidental y pudo surgir justamente porque desde sus inicios ya había separado radicalmente la divinidad de la naturaleza. Las dos vertientes de esta cultura, la bíblica y la filosófica, la habían concebido desprovista completamente de divinidad.

Si así no había ocurrido antes en la historia, se debió a los elementos mitológicos de las culturas indoeuropeas. La cultura griega había tenido un severo conflicto entre sus filósofos y sus sacerdotes. Incluso Sócrates fue condenado por sus ideas sacrílegas o al ostracismo o a beber cicuta. Como se sabe, él optó por el segundo castigo, y Atenas perdió así al más destacado de sus ciudadanos. Por su parte, la cultura judaica había surgido con la concepción de un Dios creador del universo y radicalmente distinto de éste. El terreno estaba abonado y faltaba solamente la implementación del método empírico para que surgiera la ciencia con el vigor del que somos testigos en la actualidad.

Antes del advenimiento de la ciencia, cuando se ignoraban los modos de las relaciones causales que generan todo cambio en las cosas, era natural pensar que todos o muchos cambios ocurren por intervención directa de la voluntad divina. Un individuo podía influir en esta voluntad para que algún acontecimiento le pudiera ser favorable o para impedir que se desencadenara algún evento que le pudiera resultar desfavorable. A través de un pacto o convenio en el que un individuo cedía supuestamente algo a cambio de un favor divino, él podía de esta forma manipular la volun­tad divina. En la actualidad, cuando se sabe científicamente cómo opera la causalidad natural, la creencia en milagros debe consi­derar que un acontecimiento milagroso sería una radical viola­ción de las leyes naturales y de la voluntad divina. La ciencia marca un hito en nuestra noción de la interven­ción divina en la humanidad. Hasta entonces se creía que Dios intervenía milagrosamente en una naturaleza de fuerzas ciegas e irracionales para ayudar o para castigar a los seres humanos, ya sea como colectividad o como individuos. Quienes buscaban desen­trañar la voluntad divina esperaban encontrar señales celestiales (muchos contemporáneos, creyentes en ovnis, perpetúan aquellas creencias).

Al ir desentrañando la causalidad natural y descubriendo un extraordi­nario orden en la naturaleza, la ciencia no encuentra ninguna intervención milagrosa divina, sino la acción de la naturaleza según sus propias leyes. Ello ha conducido directamente a algunos al ateís­mo, pues han supuesto que si Dios no puede actuar a través de la naturaleza, entonces no tiene razón alguna para existir. Además, la ciencia dio al traste con el mito de la creación hebraica de que cada especie biológica fue creada directamente por Dios y que la humanidad surgió de una primera pareja, la que además pecó de manera tal que el castigo divino incluyó a toda su descendencia. Ni siquiera la postulación de Dios como creador de la naturaleza en el instante del Big Bang ayuda mucho a la creencia de su existencia, pues desde dicho instante la naturaleza ha ido evolu­cionando según los mecanismos propios del cambio hasta llegar a las cosas que en la actualidad conocemos. Pero nada se puede saber sobre qué originó el Big Bang, qué había “antes” de este infinito estallido de energía ni hacia dónde se dirige el universo.

La paradoja de la ciencia (y de los científicos, una gran mayoría de los cuales son ateos), y también su gran ironía, es que, al tiempo de desentenderse de la existencia de Dios, lo que hace es justamente develar el lenguaje divino. Y mientras la ciencia va develando el lenguaje divino con cada nuevo descubrimiento científico, la tecnología aprovecha la energía divina de la creación según el lenguaje que va suministrando la ciencia. Por su parte, la paradoja de los líderes religiosos es que por no atender a lo que la ciencia devela, se sumergen aún más en sus arcaicas tradiciones, llegando sus enseñanzas a ser irrelevantes para su cada vez más raleada grey.

Las leyes naturales son deterministas, y si Dios se expresa a través de ellas, se podría concluir que Él no tendría un ápice de libertad. Pero Dios tendría libertad si se le atribuye además voluntad. Una respuesta a este dilema podría ser que estas leyes son deterministas para quienes están sujetos a ellas, pero para quien es su creador las mismas no pueden determinar su libre acción. De alguna manera ignota para nosotros Dios manifestaría su voluntad a través de la causalidad natural, en una escala que le es propia, sin alterar las leyes naturales en los denominados milagros. Su creación tendría una finalidad igualmente desconocida para nosotros. Asimismo el universo evolucionaría teleológicamente. Existirían un Α y un Ω, pero que nosotros no podemos conocer, sólo nos es dado suponer.

Así, pues, hemos visto la conciencia tanto personal como colectiva sobre las existencias de la triada. A continuación veremos los distintos estados de conciencia respecto a la divinidad.


La relación con lo transcendente


El universo es la realidad que está compuesta por estructuras y fuerzas, que genera el espacio y el tiempo, que perciben nuestros sentidos, que conoce nuestro intelecto, que es el objeto de la ciencia y la filosofía y que es donde existi­mos. Una realidad ajena al universo es inimaginable, pues, como no nos es sensible, nos es directamente indemostrable, pero al menos no podemos negar que pueda existir; incluso podemos conje­turar objetivamente sobre su posible existencia y suponer que tiene consecuentemente un modo de existir completamente inaccesi­ble para nuestro modo de conocer partiendo de la experiencia sensible. Ello es así, pues el universo todo es de energía, siendo co-extensiva al ser metafísico y pudiendo explicar  las cosas mejor que éste, y solo conocemos aquella parte que es puramente material, lo que no incluye a lo que llamamos “espiritual” ni tampoco a Dios, que es extra-universal.

De esta manera, por deducción a la manera de Aristóteles (384 a. C. – 322 a. C.) o de las “pruebas de la existencia de Dios” de santo Tomás de Aquino (1224-1274), podemos llegar a sostener que el universo fue creado por un agente externo a éste, pero, a diferencia de ambos, sostener que este agente es completamente distinto del modo de ser del universo, puesto que si lo pensamos como “primer motor”, lo in­cluiríamos dentro del universo espacio-temporal. Ya los antiguos hebreos de la tradición eloísta intuyeron tan profundamente que el creador es radicalmen­te distinto del universo que no tuvieron nombre para llamarlo, designándolo simplemente como Elohim, el innombrable, pues cualquier nombre haría referencia a alguna cosa creada por Él mismo.

El punto que nos debe llamar la atención es que si acepta­mos la acción de un ser transcendente para la existencia del universo, todo nuestro análisis, por el cual pensamos que establecimos un cierto orden racional para comprenderlo, quedaría incómodamente tensionado por este polo de atracción. Y sin embargo, lo transcendente conferiría no sólo un nuevo significado a la realidad del universo, sino que ésta llegaría a entenderse plenamente por aquél. Cuando hablamos de transcendencia para referirnos a Dios, estamos pensando en una distinción entre el universo y Dios. Pero esta distinción no es absoluta. Hay algo que relaciona ambas entidades. Tal vinculación es la energía. Como se explicó anteriormente, la energía no tiene existencia por sí misma, sino que necesita un continente, un sujeto. En el acto de creación, que fue precisamente el Big Bang, la energía fluyó de Dios en un instante sin duración alguna para dar comienzo al universo.

La energía emanada de Dios en el instante de la creación, que es la única que existe en el universo y parte de la cual se ha condensado en toda la materia existente, ha llegado a evolucionar según la funcionalidad de las partículas fundamentales codificada en la misma energía hasta el aparecimiento de seres inteligentes capaces de postular en primera instancia la existencia de un Dios creador, y luego llegar a alabarlo y glorificarlo, en tanto intentan pedirle su ayuda y protección. Por su parte, el mismo Dios creador se manifestó como padre de cada persona y también como su salvador, pero no de las vicisitudes de cada uno en su instinto de supervivencia y reproducción –que es propia de su condición biológica y que es compartida con el resto de los seres vivientes–, sino para invitarlo a su Reino donde se le revestirá de una inmortalidad de energía que no pertenece a este universo de materia.

Si bien es posible pensar que el universo tuvo un comienzo, que fue creado y que el creador es distinto del universo, resta aún por saber si el creador creó el universo con un propósito y si interviene en la causalidad natural para guiar su desarrollo hacia el supuesto propósito. En realidad, podríamos inferir a partir del ordenamiento y de la creciente estructuración que observamos en la historia que el universo posee en efecto un propósito, pero que, a falta de mayores antecedentes, éste nos resulta del todo miste­rioso. No obstante, aunque determinar cuál es precisamente tal propósito es forzar demasiado nuestra capacidad de deducción, no lo es para nuestra capacidad de fe religiosa. La fe se nutre precisamente de nuestras ideas acerca de lo que consideramos la intención divina. Si no sabemos cuál fue el propósito que tuvo Dios al crear el universo, nuestra fe nos dice que al menos Dios tiene un manifiesto propósito con cada uno de nosotros.

En este último plano la fe puede sostener la creencia en la existencia de este omnipotente agente creador, Dios, en que posee un plan para su creación y en que de alguna manera Dios se relaciona con cada uno de nosotros en una especie de fenómeno religioso. Así, pues, la intuición incomunicable de una realidad fascinante y sobrecogedora, en los términos de Rudolph Otto (1869-1937), y que el teólogo austriaco, Karl Rahner (1904-1984), designaba como el “horizonte transcendental atemático”, queda fuera de la realidad sensible, pero dentro de las posibilidades de entendimiento de nuestra conciencia profunda. Habida cuenta que en nuestro conocimiento todo proviene de nuestra experiencia de lo sensible, una intuición de lo divino, aquella realidad tan distinta del mundo sensible y que define el ámbito de la fe, nos lleva más allá, transcendiendo ciertamente la realidad de nuestro universo.

Ciertamente, el ser humano es un brote de la naturaleza. En un salto escalar, mediante la evolución biológica, ésta lo dotó de capacidad intencional, lo que lo hace ser persona responsable de sus actos. De esta manera, cuando el ser humano muere, la persona subsiste. Al no verse sujeto de las leyes naturales, el tiempo y el espacio, le permite integrarse o no a Dios.


La complementariedad estructura-fuerza y lo transcendente


Si la filosofía puede teóricamente apuntar, pero sin con­cluir, que el universo no solamente tuvo un origen divino, sino también que su composición básica de fuerzas y estructuras con­tiene la potencialidad para haber generado al ser humano, el único ser capaz de reconocer la divinidad, alabarla y pedir su misericordia, ella no puede decir nada sobre que el ser humano, o parte de él, tenga la posibilidad de subsistir a su muerte. Por el contrario, tal noción, que intenta ser justificada por la primera ley de la termodinámica, contradice precisamente su segunda ley, ya que es la que ha permitido al ser humano estructurarse como un ser transcendente (ver http://unihum1.blogspot.com, capítulo 1).

La realidad de la fe no es explicable a partir del conoci­miento objetivo del universo. En cuanto pertenece exclusivamente al ámbito más subjetivo posible, que es el de la conciencia profunda, la cual puede experimentarla en forma íntima y perso­nal, ella queda al margen de lo psicológico y no puede, por lo tanto, constituirse en materia de nuestro conocimiento objetivo. A lo más que éste puede llegar es a una psicología o a una sociología religiosa desde donde es posible observar, registrar y analizar el fenómeno religioso únicamente en forma indirecta, en cuanto manifestación psicológica y fundamento cultural, es decir, como sólo aparece externamente. La ciencia no puede traspasar la barrera de lo sobrenatural y de su relación con la intimidad de la fe religiosa, que es precisamente el punto crítico fundamental en todo intento racional por conocer la totalidad de la realidad. Tampoco lo puede hacer la filosofía, por mucho que la preocupación por la realidad sobrenatural fue un importante impulso para constituirse en la primera rama del saber objetivo. La razón es que la conciencia profunda viene a ser la estructuración de la energía en persona, forjándola indeleblemente en sí de un modo desmaterializado y afirmando que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente, pudiéndola conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica del individuo.

Por ello, el esfuerzo codificador de santo Tomás de Aquino para sintetizar la razón con la fe, o sea, el racionalismo aris­totélico con el evangelio de Jesús, no tiene validez. Si la filosofía del ser incursiona en el terreno de lo religioso, lo hace porque también comprende esa otra dimensión, puesto que, para ella, de lo sobrenatural también puede forzadamente predicarse el ser. Si bien la filosofía hizo posible incluir la noción de transcendencia dentro de la noción de ser trascendental, la ciencia simplemente relegó lo transcendente de la causalidad del universo. En esta perspectiva el racionalista Friedrich Nietzsche (1844.1900) tenía razón cuando afirmó que Dios ha muer­to, y el primer cosmonauta, el soviético Yuri Gagarin (1934-1968), se hacía eco del conocimiento científico cuando radió a la Tierra, durante el primer vuelo espacial, que no veía a Dios en aquel lugar donde la imaginativa creencia tradicional lo ubicaba.

No parece legítimo predicar lo transcendente del ser desde el momento que esta dimensión es inaccesible a nuestro conocimiento objetivo. Por ejemplo, las nociones de eterno e infinito son nociones lógicas y racionales que derivan de los parámetros espacio-temporales del universo. "Eterno" se refiere a un universo sin tiempo, en tanto que "infinito", a un universo sin espacio. Ambos tipos de universos no nos son reales, sino lógicos. En este sentido, la filosofía de la complementariedad estructura-fuerza es más restringida que la filosofía del ser, ya que incluye dentro de su campo de estudio exclusivamente todo lo perteneciente al universo y las cosas que contiene, pero excluye toda realidad extrauniversal.

La fe religiosa escapa del conocimiento de la ciencia y la filosofía. En este sentido se puede entender la afirmación de Jesús, según el evangelio de Juan: “mi Reino no es de este mundo”. Una reali­dad puramente religiosa puede ser “conocida” únicamente por la fe; puede “superponerse” a la realidad sensible y adquirir un significado especial, aunque esencialmente paradojal. Aún más, toda acción tanto natural como humana que nos afecte puede adqui­rir un significado a la luz de la fe. No es que por la fe se pueda conocer el sentido o finalidad última de una causa, sino que le confiere un significado relacionado a un propósito trans­cendente. El conocimiento inte­lectual de las causas proviene de la experiencia, la que nos entrega una relación causal, y no de la causa final, como supuso Aristóteles. Desde el punto de vista transcendente, que es el de la fe, la relación causal, que es puramente natural, adquiere un significado relacionado con una finalidad intrínseca. La fe abre la realidad propia del universo sensible a lo que lo transciende. La fe afirma rotundamente que la existencia del ser humano no termina en este universo con su muerte. Indudablemente, esta afirmación no es científica. El dilema para el no creyente es si dicha afirmación es verdadera.


Dios causa


Podemos concebir teóricamente que Dios sea causa en dos sentidos. En primer lugar, Dios pudo haber sido la causa eficien­te, en términos aristotélicos, del universo en el acto de su creación. El Big Bang contuvo una funcionalidad tan grande que a partir de simples partículas subatómicas fundamentales, condensadas de la energía inicial, se pudo estructurar toda la complejidad del universo actual.

En segundo lugar, Dios puede ser la causa final, también en términos aristotélicos, de la es­tructuración de la materia. Evidentemente, la funcionalidad ini­cial no ha conducido necesariamente a la estructuración actual por causa de la sola funcionalidad, en razón del indeterminismo fundamental de lo singular. Albert Einstein (1879-1955) no pudo concebir que Dios jugara a los dados cuando quiso refutar la realidad del indeterminismo de la mecánica cuántica. Pero si Dios no juega a los dados y si el indeterminismo de la mecánica cuántica está en la base de la causalidad natural, no quedaría más que aceptar una causalidad final divina por la cual, primeramente, el universo fue creado basado en la funcionalidad específica de sus partículas fundamentales, y secundariamente, la funcionalidad de las partí­culas fundamentales de la creación divina están determinadas a estructurase de modo que el cambio se dé en un cierto sentido, y no en otro, cuando observamos la existencia de la creciente estructuración y funcionalidad de las cosas del universo.

Lo anterior no quiere decir que si eliminamos el factor casual, de azar, en consideración de la omnisciencia divina, habría que postular una teleología, o una ortogénesis al estilo de Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). Sin embargo, resulta que esta argumenta­ción proviene demasiado de nuestro modo de conocer. Primero, la omnisciencia divina transciende el tiempo, pará­metro esencial de nuestra forma de conocimiento; por lo que el conocimiento divino no sería siquiera análogo al nuestro. Segundo, lo casual es un factor esencial del cambio en el universo a escala de lo singular, base del movimiento que percibimos como continuo a una escala superior, y no de lo determinado (ref. Heissenberg). Tercero, tal como existe nuestro universo de espacio-tiempo, bien pueden "existir" universos (si cabe este término) sin espa­cio-tiempo (ref. el “más allá”), y, por tanto, no perceptibles ni intelectualmente cognoscibles, donde no opera la causalidad. En tales supuestos universos, la omnisciencia, que incluye la preciencia, no depen­dería del conocimiento de las causas, las que no nos permiten conocer lo que no ha acontecido aún.

En consecuencia, es posible concebir el poder divino no solamente en cuanto a la creación de un universo muy funcional, sino también como causa final actuando desde fuera del universo. Podemos suponer que tras toda causa natural, incluyendo también la causalidad intencional humana, estaría la voluntad de Dios actuando, de modo muy aristotélico, a través de una causalidad final, pero que nos es completamente desconocida para noso­tros. Esto viene a ser como postular que quien causó el Big Bang determinó también su dirección, lo que no es tan descabellado suponer.

No tenemos fuentes objetivas de conocimiento de Dios. El dogma teológico, siendo siempre una elaboración humana, no puede naturalmente encasillar a Dios, pues el ser divino, extra-univer­sal, no es un objeto de nuestro conocimiento. Por otra parte, las venerables Sagradas Escrituras han sido reputadas tradicionalmen­te como la forma que Dios ha tenido para hablarnos de sí mismo y para expresar su voluntad respecto a nosotros. Incluso Martín Lutero (1483-1546) las consideró como la única fuente certera de revelación divina.

Ciertamente, quedaríamos bastante libres de nuestro elaborado conocimiento teológico acerca de un supuesto origen revelado si lisa y llanamente desecháramos la Biblia como “palabra de Dios”, quitándole su reconocido carácter inerrante, y la consideráramos más bien como el producto de una cultura pre-científica, pero muy religiosa que, en posesión del entonces novel invento de la escritura, escribió –y corrigió elaborando innumerables veces– textos, a través de muchas generaciones y tradiciones, una explicación relativamente unifi­cada acerca del destino de un pueblo que fue supuestamente elegi­do por Dios mediante una mítica alianza. Para resaltar que la tradición recubre con un manto sagrado el texto escrito, es bueno entender asimismo que venerables tradiciones que no tuvieron escribas que las plasmaran por escrito, el tiempo se encargó simplemente de sepultarlas para siempre en el olvido.

El meollo de la relación de Dios con los seres humanos y el sentido transcendente de la vida perso­nal de cada cual se encuentra fundamentalmente en el mensaje de Jesús, en lo que se ha venido a reconocer como la nueva alianza, por oposición a la primera que Dios estableció míticamente con Abraham, Jacob y Moisés y sus descendientes. De este modo, específicamente, los evangelios Sinópticos tienen un carácter autónomo y se erigen independientemente del resto de las Sagradas Escrituras. Es una tarea difícil penetrar en qué Jesús quiso decirnos exactamente, pues quienes escribieron acerca de sus dichos y hechos estaban imbuidos en las tradiciones de su época. Pero es posible llegar a entender qué fue lo que nos dijo efectivamente.



CAPÍTULO 2 - LO HUMANO Y LO DIVINO



Desde los albores de la humanidad las arbitrarias fuerzas que afectan la supervivencia han sido identificadas con dioses. Los semitas (israelitas e ismaelitas) han afirmado su identidad en el monoteísmo, separando a Dios del mundo, su creación. La cultura occidental tradicional ha supuesto que el mundo es caótico, encontrando refugio en el racionalismo, hasta que la ciencia moderna descubrió su unidad y armonía, de lo cual se podría deducir la existencia de Dios. La actividad mística busca la unión de lo humano con lo divino.


Los orígenes


Desde la aparición del homo sapiens en las costas orientales de África, hace más de 120.000 años atrás, y su característica específica de pensamiento racional y abstracto y, por tanto, conciencia de sí mismo, que le permitía conceptualizar la realidad de su entorno, actuar intencionalmente y crear lenguaje, dejando irreversiblemente de ser bruto, nuestros primitivos antecesores pudieron comprender que en el medio donde nacían, vivían y morían existían fuerzas poderosas y determinantes que afectaban poderosamente su supervivencia. Puesto que no lograban entender el origen de estos arbitrios, les fue natural concluir que ciertas entidades en la naturaleza poseyeran voluntad e intereses propios. Debieron reconocer un orden animista que explicaría el funcionamiento de estas arbitrarias fuerzas. Si tan solo se pudiera llegar a una armonía o transacción con estos poderes que se podían hasta deificar, como la tormenta, la caza, la enfermedad, se podría probablemente conseguir su favor a través de ofrendas y sacrificios, rogativas y expiaciones. El esquema, que sigue vigente en los pueblos primitivos contemporáneos, de conferir personalidad divina a ciegas fuerzas de la naturaleza tuvo relativo éxito para intentar comprender una confusa realidad y hacerla partícipe en sus afanes de vida. Lo que aparecía evidente a sus ojos fue la distinción entre lo humano, la naturaleza y lo divino en ésta. El intento de divinizar fuerzas naturales iba en la dirección correcta. Efectivamente, éstas emanan de la energía cuyo origen es divino.

Tras centenas de milenios la precaria heredad de nuestros antepasados fue evolucionando favorablemente hasta que adquirieron el conocimiento técnico para cultivar plantas y domesticar animales, asegurando una cierta abundancia de recursos alimenticios y aliviándolos en la dura tarea de la supervivencia. Habían dado un salto importante en el dominio del medio y liberado el tiempo dedicado a un permanente esfuerzo para procurarse alimentos. De este modo, aisladas y antagonistas tribus se unificaron en pueblos y algunos individuos pudieron dedicarse a desarrollar artesanías y al comercio afín para satisfacer las nuevas demandas que el modo de vida agrícola-pastoril iba requiriendo. Los registros de las transacciones comerciales demandaban formas que perduraran más que la memoria y superaran el subjetivismo, lo que originó la escritura. Pronto se comprobó que este invento servía también para relatar historias y leyendas y formular leyes. Mediante la escritura era posible expresar ideas más abstractas que dieron origen a la teología y la filosofía. Surgieron las religiones monoteístas fundadas en textos que no tardaron en sacralizarse. También nacieron intentos muy serios por descubrir la verdad más profunda.


El caos y la unidad


La adoración a Dios es el objetivo manifiesto de toda religión, aunque tras éste se encubre habitualmente el propósito de poder y riqueza. También, como objetivo, la religión se arroga la autoridad sobre la moral y cimienta la identidad nacional de un pueblo. Otro objetivo debiera ser descubrir la verdad y no actuar con engaño. Este objetivo es muy difícil de obtener sin caer en el dogmatismo y considerando que el punto de partida es usualmente el mito. Además, conocer la verdad objetiva es extraordinariamente difícil.

Desde siempre la humanidad ha concebido la realidad como un mundo desordenado y caótico que arbitrariamente afecta la totalidad de la existencia. En la práctica la necesidad de supervivencia en un medio conflictivo, confuso e inesperado ha exigido de los seres inteligentes mucha cautela y también mucho aprendizaje. Más bien, tanto la cautela como la capacidad para aprender confieren mayores oportunidades para la supervivencia. De hecho, este ambiente que mezcla los peligros con las oportunidades ha sido el acicate para que la inteligencia haya evolucionado, permi­tiendo a estos organismos mejores posibilidades de supervivencia y reproducción. En los seres humanos, y más precisamente en la genética de la cognición de nuestra especie, el mecanismo de selección natural que busca una mejor adaptación al ambiente, que es la evolución biológica, implantó además el anhelo por el orden y la unidad como medio para discriminar el caos. Conocer es conceder racionalidad a una realidad que se presenta caótica.

En Occidente la concepción de una realidad identificada con el caos fue asumida sin crítica alguna por los pensadores griegos, englobando lo caótico dentro de lo múltiple en el espacio y lo mutable en el tiempo, mientras se la opuso a una razón ordenadora y unificadora. Ellos seccionaban así el mundo en dos realidades distintas: la realidad sensible del objeto inteligible, sometida al caos y el desorden, y la realidad racional del sujeto cognoscente, propio de las ideas eternas e inmutables. A causa de la desconfianza que merecía la reali­dad sensible como fuente de certeza, se creyó que la idea es posible sólo a través de la actividad de la razón. En gran medida la polémica histórica fundamental de la filosofía ha radicado en si las ideas tienen o no existencia propia, en si son o no independientes de la razón, en si son o no anteriores a la experiencia sensible, en si son o no de naturaleza distinta al mundo sensible, en si preexis­ten en la razón y, por tanto, son innatas, en si provienen primeramente de la realidad sensi­ble, siendo abstraídas por la razón, en si se refieren a muchas cosas o a cosas estrictamente individuales, en si son o no verdaderas representaciones de las cosas, en si se puede derivar de ellas conocimiento ulterior. Idealistas, realistas, nominalistas, racionalistas, positivistas, empiristas, fenomenológicos, existencialistas, empiristas lógicos, analíticos, han defendido denodadamente una u otra postura.

El problema discutido no es menor, pues se refiere a la naturaleza tanto del sujeto que conoce como del objeto que se conoce, y apunta por consiguiente a cómo concebimos la naturaleza y la existencia de Dios, de los seres humanos y del universo y sus cosas. En relación a lo divino han surgido una cantidad de posturas teológicas: el ateísmo es la no creencia en deidades u otros seres sobrenaturales; el agnosticismo es la creencia de que los valores de verdad de la existencia o inexistencia de alguna deidad o el más allá son desconocidos o inherentemente incognoscibles; el deísmo acepta la existencia de Dios a través de la razón, pero no de la fe, y niega la intervención divina en el mundo; el teísmo es la creencia en un creador del universo que está comprometido con su mantenimiento y gobierno; el panteísmo es la creencia que el universo y Dios son uno solo; el panenteísmo es la creencia que el universo está contenido en Dios, pero éste a su vez es más grande que el universo; el apateísmo es la creencia que las pruebas de la existencia de Dios son irrelevantes.

La revolución científica ha llegado a ser un nuevo paradigma del conocimiento, y uno muy revolucionario. Mediante el conocimiento de las relaciones de causa-efecto y la generación de las relaciones ontológicas y lógicas, el ser humano ha adquirido un notable dominio sobre el hostil, pero también generoso medio. Estas relaciones apuntan hacia una realidad que puede ser comprendida, porque ésta posee intrínsecamente un orden y una unidad. De este modo, a la realidad aparentemente caótica nuestro intelecto le puede imponer orden, en el sentido de inmutabilidad y unidad, si ha de ser conocida, sometida y domina­da. La ciencia ha superado el dilema epistemológico acerca de si la caótica y desordenada realidad posee un orden y una unidad que pueden ser conocidos, o dicho orden y unidad pertenecen a nuestra razón. Se puede concluir que la realidad misma es caóti­ca tan sólo en apariencia, pero que detrás de aquello que aparece, existe no sólo un orden, sino que también una gran unidad. El orden y la unidad pueden y deben ser descubiertas, ya que todas las cosas en la realidad no sólo se relacionan ontológicamente, sino que, principalmente, de maneras causales y en formas muy determi­nadas, fruto de leyes naturales de carácter universal, y pertene­cen a distintas escalas incluyentes.

Desde el punto de vista de la relación causal, objeto del estudio de la ciencia, podemos observar precisamente que en los fenómenos que se dan en el universo la multiplicidad no es efecto de la mutabilidad, ni ambas son causas del desorden y el caos. En primer término, la materia posee una capacidad intrínseca para ordenarse y organizarse en una multiplicidad ilimitada de estruc­turas, las que poseen a su vez la capacidad para desempeñar funciones de acuerdo a posibilidades muy determinadas y concre­tas. En segundo lugar, la mutabilidad es explicada por la acción de fuerzas que no son impredecibles ni arbitrarias, sino que están sujetas a leyes deterministas y universales. Estas obligan a las cosas a funcionar y a comportarse de maneras muy determina­das. Por último, las cosas del universo existen porque tienen coherencia, y son coherentes porque son precisamente funcionales; y nuestra mente, por su parte, es coherente porque trata con cosas que son coherentes y no caóticas. Por lo tanto, para la ciencia el caos que observamos en la realidad sensible es sólo aparente. Por el contrario, la realidad de nuestro universo contiene solamente orden y unidad si logramos realmente comprenderlo. Nuestro intelecto necesita conocer única­mente las causas que relacionan las múltiples cosas de nuestro universo para comenzar a entender su ordenamiento y unidad. Afortunadamente, la infinidad de relaciones causales pueden asi­milarse a un número determinado de fuerzas que han llegado a ser conocidas y definidas y para la cual poseen teóri­camente una unidad primordial. La relación causal produce en el universo la simetría, la elegancia y el equilibrio que cautivan y deleitan al científico cuando observa la realidad desde la dimen­sión microscópica hasta la dimensión microscópica.

La contradicción clásica entre lo uno y lo múltiple que dio origen a los diversos sistemas filosóficos que conocemos, puesto que éstos emergieron precisamente como modos de superarla, no tiene sentido alguno para una filosofía que se fundamente en la ciencia. Para ésta, la unidad no le viene al ser ni por su esencia ni por la imposición de ésta por el sujeto que conoce. Por el contrario, las cosas poseen unidad por sí mismas. Ésta no les viene a las cosas primariamente por el ser, que es un concepto más bien abstracto y a posteriori, sino que ella proviene fundamentalmente porque las cosas son esencial­mente estructuras y fuerzas que funcionan en las distintas esca­las del universo, afectando cada una de ellas en la medida de su funcionalidad a otras cosas. Esto es, las cosas del universo tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición.


La existencia de Dios


Famosas son las cinco pruebas de la existencia Dios de Santo Tomás de Aquino en su Summa Theologica, conocidas como las quinque viæ y que se podrían resumir de la siguiente manera:
1º Primer motor: todo lo que se mueve (o cambia) es movido por un motor en una secuencia que no puede ser infinita, por lo que el primer motor sería Dios.
2º Causa eficiente: nada existe por sí mismo, requiriendo una causa eficiente para existir en una serie que no puede ser infinita, por lo que la primera causa no causada sería Dios.
3º Posibilidad y necesidad: todo ser es contingente (finito) pudiendo existir y dejando en un momento dado de existir, siendo absurdo que nada pudiera llegar a existir, por lo que debe haber un ser que necesariamente debe existir, causar la existencia de otros y que sería Dios.
4º Gradación del ser: todos los seres son más o menos buenos, verdaderos, nobles, teniendo como referencia en cada género la perfección cuya causa sería Dios.
5º Diseño: todos los cuerpos naturales (que no poseen inteligencia) no actúan al azar pero por diseño tienen una finalidad (causa final), debiendo esta finalidad exigir una inteligencia que los guíe y que sería Dios.

Estas pruebas responden a la cosmología y la filosofía aristotélicas, las que no pudieron sostenerse después de la revolución científica que no valida las cuatro causas de Aristóteles surgidas de la artificiosa distinción entre forma y materia. La ciencia se fundamenta en las relaciones de causa-efecto mediante el traspaso de energía. Por otra parte ella postuló el Big Bang, que resultó ser una excelente prueba cosmológica de la existencia de Dios. Así, Dios debió haber sido el “motor”, “causa eficiente” o “eternamente existente” que dio origen al Big Bang, siempre que motor y movido no estén en la misma escala (ver La materia y la energía en http://unihum1.blogspot.com, Capítulo 3 “Materia cósmica”). En la visión cosmológica del universo, en el extremo de mayor magnitud de las escalas, los astrónomos y astrofísicos concluyen a partir de determinadas evidencias que el universo está en expansión. Esta conclusión que revolucionó la cosmología del siglo XX lleva a señalar, primero, que si el universo está efectivamente en expansión, debió haber tenido entonces un comienzo, y segundo, que éste debió haber consistido en una gran explosión inicial.

La historia de esta concepción comenzó en 1922. Empleando la teoría general de la relatividad de Einstein, Alexander Friedmann (1888-1925) predijo la posibilidad de una explosión al inicio del universo a partir de un denso núcleo de materia. En 1927, conforme a las ideas matemáticas de Friedmann, el abate Georges Lemaître (1894-1966) propuso un modelo para una teoría cosmológica de la expansión del universo, postulando un estado inicial, que él llamó “huevo cósmico”, en el que la materia estaba constreñida en un espacio tan pequeño y denso como ello fuera posible. En 1928, Howard P. Robertson (1903-1961) midió la luz de las galaxias y encontró que aquellas más lejanas son más rojas, es decir, la longitud de onda de la luz proveniente de estrellas de distantes galaxias es más larga que la de la luz emitida por los mismos átomos en laboratorios terrestres o por estrellas similares (las cefeidas) de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea. Al año siguiente, Edwin P. Hubble (1889-1953) concluyó que el creciente corrimiento al rojo en el espectro de la luz emitida por galaxias cada vez más lejanas es debido al efecto Doppler-Fizeau, lo que significa que, mientras más lejana se encuentre una galaxia, ésta viaja más velozmente, de modo que las galaxias se alejan unas de otras a una velocidad proporcional a sus distancias. En la década de los años treinta George Gamow (1904-1968) acuñó el ahora popular término Big Bang (la "gran explosión") para designar el inicio explosivo del universo a partir de una ironía del astrónomo Fred Hoyle (1915-2001), quien rechazaba tal teoría.

Adicionalmente, si imagináramos a un observador, que sería Dios, que estuviera instalado en el mismo Big Bang mientras el universo, que sería una esfera que tuviera al Big Bang como su centro y que se expande radialmente a la velocidad de la luz, podríamos aseverar desde el punto de vista de la teoría ‘especial’ que el tiempo para dicho observador se habría alargado tanto que no habría transcurrido ni una mínima fracción de segundo desde el comienzo del universo, y la distancia se habría reducido a cero, como si el Big Bang fuera la base de un tronco que sostiene la inmensidad del universo y que le confiere unidad mediante una gigantesca relación de causa-efecto. Además, su propia manifestación estaría presente en todo el universo.

Se calcula que el Big Bang, del cual se originó el universo entero, ocurrió hace unos 13 mil setecientos millones de años atrás y consistió en la instantánea conversión en materia a partir de una energía infinita que estaba contenida en un punto atemporal y adimensional. Podemos suponer que Dios era el contenedor de esta energía primigenia, como prueba de su existencia. Desde entonces el universo se ha venido expandiendo constantemente a la velocidad de la luz, originándose el tiempo y el espacio a causa de la interacción de la materia. Adicionalmente, Dios le dio a la energía que Él contenía el código de las partículas fundamentales, de las cuales derivaron las leyes naturales, que los científicos se afanan en descubrir y llevarse los honores y los premios como si fueran sus creadores, pero que apuntan a probar su misma existencia. Gracias a este código, la materia ha ido evolucionando desde las partículas fundamentales masivas y de cargas eléctricas, en una creciente complejidad, hasta el mismo ser humano. Por último, para recalcar su existencia, de Dios depende la unidad de todo el universo, ya que, como podemos observar, todas las cosas del universo tienen un origen común, están constituidas por el mismo tipo de partículas fundamentales, se pueden transfor­mar unas en otras, se afectan causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren energía entre sí, existen en campos de fuerza comunes, se comportan de acuerdo a leyes universales que les son comunes y basadas en el modo espe­cífico de funcionamiento de las fuerzas y estructuras.


La ascética y la mística


Más allá de la religión y en lo profundo de lo religioso (la religión pertenece al ámbito de la conciencia de sí y es colectiva; lo religioso pertenece al ámbito de la conciencia profunda y es personal), muchos seres humanos han querido retirarse del mundo para acercarse a lo divino. La mística es un tipo de experiencia o conciencia, muy difícil de alcanzar, en que durante la existencia terrenal se intenta salvar el abismo entre lo humano y lo divino, llegándose a una unión directa y momentánea del alma humana con el Absoluto, el Infinito o Dios y obteniéndose visiones o éxtasis místico que corresponden a una plenitud y conocimiento caracterizados como inefables. Dios se une a su criatura y le revela un conocimiento y le transmite una felicidad sin límites. Está relacionada con la santidad y en el caso del cristianismo puede ir acompañado de manifestaciones físicas paranormales, como los estigmas, la bilocación, la levitación y la percepción extrasensorial.  Para Schopenhauer (El mundo de la Voluntad y la Representación, Vol. II, Ch. XLVIII) el místico se opone al filósofo por el hecho que éste comienza desde dentro, mientras que aquél comienza desde fuera.

El misticismo es común a las religiones principalmente monoteístas. En el cristianismo se diferencia de la ascética en que ésta ejercita el espíritu para la mística mediante las vías purgativa (purificación de vicios y pecados mediante la penitencia y la oración) e iluminativa (sometimiento total a la voluntad de Dios y resistencia a las tentaciones) donde se da la unión con Dios que produce el éxtasis inefable que anula los sentidos. En el caso del sufismo musulmán, mediante la oración y el desapego se puede llegar a una estación espiritual donde el “ojo” contempla al Ser Supremo en un aniquilamiento de sí mismo en Dios en un proceso de estados extáticos que incluye la purificación del corazón, el vencimiento del yo inferior, el desarrollo de poderes extrasensoriales y de sanación, la extinción de la personalidad individual, la comunión con Dios y el conocimiento supremo. En la principal corriente mística del judaísmo la unión con Dios se da a través de la cábala, donde el misticismo es el estadio posterior a la religión; en ésta el ser humano, en su mundo mortal y finito (la creación), se percibe alejado de un inmutable, eterno y misterioso Dios, al otro lado del abismo que separa lo humano de lo divino. En el caso del budismo su objetivo no es algún tipo de “unión”, sino de comprensión o clarividencia de la realidad, la que se da tras una lucha meditativa y activa contra el yo, que incluye recitaciones (mantras), para alcanzar el estado de Buda o nirvana.

William James, que popularizó el uso del concepto “experiencia religiosa” en su The Varieties of Religious Experience como defensa contra el creciente racionalismo de la cultura occidental, influenció la comprensión del misticismo como una experiencia distintiva que suministra conocimiento de lo transcendental. Pronto algunos (McGinn) arguyeron que es más propio hablar de “conciencia” de la presencia de Dios que de “experiencia”, ya que la actividad mística no es simplemente acerca de la sensación de Dios como un objeto externo, sino que se trata de nuevas formas de conocer y amar basado en estados de conciencia en que Dios se hace presente en nuestros actos interiores. Otros piensan que se trata de una tendencia del espíritu humano hacia una completa armonía con el orden transcendental donde el amor es un elemento central que unifica el universo. Relacionada con la idea de “presencia” es la transformación personal y del significado de la existencia que ocurre con la actividad mística.

Desde muy antiguo el ascetismo es usado para alcanzar la unión mística más perfecta con Dios por medio de una vida de privaciones, penitencia y oración, en lo que se llama unión mística o éxtasis. Los votos de obediencia, pobreza y castidad de monjes y monjas que llevan una vida monacal, dedicados a orar y trabajar, retirados del mundo y encerrados de por vida en un monasterio, es liberarlos de los afanes instintivos de supervivencia y procreación que tanto tensionan la existencia animal, humanos incluidos. En palabras de san Juan de la Cruz, es la vía (purgativa) de la penitencia en donde el alma se libera de todos sus pecados: “Hay que perder el gusto por el apetito de las cosas.” La privación corporal y la oración son los principales medios purgativos. El ascetismo es un estilo de vida tras objetivos espirituales caracterizado por una vida austera, la abstinencia de placeres sensuales y de acumulación de riqueza. La abstinencia sexual es  solo un aspecto de esta renuncia ascética. Sus preocupaciones son principalmente el orgullo, la humildad, la compasión, el discernimiento, la paciencia, el juicio a otros, la oración, la hospitalidad, la limosna, la glotonería, la lujuria. Esta práctica ascética puede seguirse en comunidad, rigiéndose por una regla escrita o normas de disciplina monástica, o en soledad, como anacoretas y eremitas, en una vida apartada del trato humano y en contacto con la naturaleza, en cuevas, montañas, desiertos, ermitas abandonadas para apartarse de la tentación. La “vía iluminativa” comienza donde termina la anterior. El alma se halla ya limpia y en un desamparo y angustia interior inmensos, arrojada a lo que es por sí sola sin el contacto de Dios. El alma debe soportar todo tipo de tentaciones y seguir la luz de la fe confiando en ella y sin engañarse mediante una continua introspección en busca de Dios. Pero ha de ser humilde, ya que si Dios no quiere, es imposible la unión mística, pues la decisión corresponde a Él. El alma ha de dar lo que san Juan de la Cruz llamó un "ciego y oscuro salto", del que sólo la puede rescatar Dios mismo, si Él quiere.

Una vida centrada en el amor a Dios produce una armonía y una paz tan grandes en la persona que penetra en todas las células del cuerpo y es probable que su metabolismo no produzca los radicales libres que causan la degradación celular, lo que podría posiblemente explicar el fenómeno de la incorruptibilidad de los cuerpos que se presenta en los cadáveres de una cantidad de santos. Los incorruptibles son más de 150 santos y beatos católicos y ortodoxos registrados cuyos cuerpos están sorprendentemente preservados después de muertos que desafían el proceso normal de descomposición, como signo de su santidad. Sin embargo, no se puede suponer que los cuerpos incorruptos se mantienen en mayor o menor medida tal y como eran en el momento de la muerte. Los cadáveres que se exponen públicamente suelen estar recubiertos de capas de cera que ayudan a evitar el continuo deterioro del cadáver propiciado por la exposición. Otros cadáveres se exponen en su estado natural y es apreciable el deterioro de los mismos. Existen igualmente cadáveres incorruptos que no han recibido tratamiento alguno y se conservan bien. Y otros en los que se han corrompido algunas partes y otras han perdurado. Por otra parte, no son momias, puesto que nada artificial se ha hecho para preservar los cuerpos. Por el contrario, algunos de ellos han sido cubiertos intencionalmente por soda cáustica para pronto obtener huesos para relicarios, lo que habría destruido fácilmente los restos, pero ésta no tuvo efectos sobre el cuerpo. Del cuerpo mortal de algunos santos o de los sepulcros donde yacen sus reliquias se libera un aroma agradable y suave; de hecho la exudación de perfumes es el fenómeno, conocido con el nombre técnico de osmogenesia, más frecuentemente reportado como suceso del todo extraño a un cadáver. En los cadáveres conservados por momificación, ya sea esta natural, o artificialmente provocada, no se observa el fenómeno de la flexibilidad; son cadáveres duros y rígidos; la rigidificación de los miembros comienza pocas horas después de la muerte; la mayoría de los santos incorruptos no sufrieron esta rigidez, permaneciendo muchos de ellos flexibles por varios siglos; mantienen una flexibilidad, color y frescura semejantes a cuando los santos estaban vivos, sin intervención deliberada. Otro fenómeno que desafía las explicaciones científicas es la emanación de sangre fresca que procede de una buena cantidad de estos cadáveres, muchos años después de su muerte. Aunque no contribuyó en nada a la preservación de estas reliquias, la aparición de luz en los cadáveres y tumbas de algunos de estos santos señaló dónde se encontraban. Otro fenómeno observado es el aceite que fluye cada cierto tiempo, durante siglos.

Un fenómeno que se asemeja al éxtasis místico es el estudiado por el médico psiquiatra y licenciado en filosofía, Raymond Moody (1944 -), sobre la ECM (Experiencia Cercana a la Muerte) y descrito en su libro Vida después de la vida. Algunos científicos critican a Moody porque la evidencia que las personas que reportaron dichas experiencias murieran efectivamente y retornaran o que la conciencia exista separada del cerebro y el cuerpo no es confiable; además, que una ECM típica pueda deberse a un estado cerebral gatillado por una crisis que puede ser explicada por la neuroquímica y sería el resultado de un cerebro que está desequilibrado o drogado por estar muriendo. Sin embargo, estas críticas no llegan a explicar completamente los testimonios, como, por ejemplo, que un paciente pueda describir en detalle lo que observó en una pieza adyacente que nunca pudo visitar con su cuerpo. Ciertamente, la ciencia puede hacer estas críticas, pero no tienen validez, ya que se trata simplemente de fenómenos parafísicos que los científicos no pueden sancionar por encontrarse en “planos de realidad” no materiales. En la época del internet, cuando es tan sencillo publicar en la Red, se puede acceder a innumerables testimonios de ECM. Moody describe las etapas de una ECM, que son: 1. Sonidos audibles tales como un zumbido. 2. Una sensación de paz y sin dolor. 3. Tener una experiencia extra-corporal (sensación de salir fuera del cuerpo, flotar y observar el propio cuerpo y lo que ocurre desde arriba). 4. Sensación de viajar velozmente por un oscuro túnel hasta alcanzar el dominio de una luz blanca-dorada radiante de intenso amor y calidez. 5. En vez del túnel, sentimiento de ascensión al cielo. 6. Ver gente que resplandecen con una luz interna, a menudo parientes ya fallecidos. 7. Encontrarse con un ser luminoso espiritualmente poderoso. 8. Ver una revisión panorámica de su vida. 9. Sensación de aversión con la idea de volver a la vida. Exceptuando el “viaje por el túnel”, las cuatro primeras etapas se experimentan en una EFC (Experiencia Fuera del Cuerpo), o “viaje astral”, que algunas personas reportan haber tenido y ahora publican en internet (ver por ejemplo el libro de William Buhlman, Aventuras fuera del cuerpo, http://onironautas.org).

Estos testimonios dan cuenta de la estructura del yo mismo, puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida y que se plasma indeleblemente en la psiquis humana cuando ésta reflexiona sobre su propia y radical singularidad histórica. La estructuración de una mismidad singular subsistente humana como reflejo de la actividad psicológica personal es el máximo logro de la evolución de la materia. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo con su cuerpo material, manifiestamente incapaz ahora de seguir viviendo. En su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y de la subsecuente entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos en el universo material. La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesita y busca afanosamente un contenedor para su propia energía estructurada para poder manifestarse y expresarse. Quien ha buscado lo divino estará finalmente en condiciones de llegar al reino de Dios cuando muere y existir en plenitud, pues, al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de este reino. Así, la energía liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.



CAPITULO 3 - DIOS Y LA CONCIENCIA HUMANA



Existen tres estados de conciencia con respecto a una comprensión de Dios: conciencia de lo otro, conciencia de sí y conciencia profunda. Cada estado es propio de una etapa del crecimiento personal. Cada estado determina una relación particular con Dios.


La conciencia de lo otro


Lo primero y más elemental que relacionamos con lo transcen­dente y la divinidad es la experiencia de lo religioso. Esta se enmarca en un contexto psicológico y existencial, y proviene, en una primera instancia, de dos vertientes distintas que se origi­nan respectivamente en las dos direcciones que por naturaleza interesan a la conciencia humana, la conciencia de lo otro y la conciencia de sí.

La conciencia de lo otro significa conocimiento de una realidad ajena a uno mismo, que es de las cosas que nos rodean. Este tipo de conciencia, que poseemos todos los animales en mayor o menor grado es la conciencia acerca de las cosas que nos rodean. Este tipo de conciencia, que poseemos todos los animales en mayor o menor grado, es la más simple de todas y proviene de la capacidad natural de reconocer objetos que pueden ser afectados por nuestras acciones o que pueden afectarnos a nosotros. La acción que surge de la informa­ción provista por este tipo de conciencia no puede ser llamada precisamente libre, pues está condicionada  por los instintos y apetitos pro­pios que promueven la supervivencia y la reproducción para los cuales es específicamente funcional. La intensidad de esta con­ciencia varía desde el simple reconocimiento de la existencia de luminosidad o calor hasta la comprensión de las fórmulas químicas más complejas.

La experiencia de lo religioso, en esta primera instancia de la conciencia, se refiere a las fuerzas que percibimos en la naturaleza y que afectan positiva o negativamente nuestra existencia. Buscamos beneficiarnos cuando las fuerzas son positivas, y defendernos o cobijarnos cuando son negativas. El conocimiento o no del origen de estas fuerzas determina nuestra actitud religiosa respecto a la naturaleza. El mito y la ciencia están contrapuestas en la conciencia de lo otro como explicaciones radicalmente distintas sobre las otras dos existencias de la triada. De este modo, por parte de la conciencia de lo otro existe un tácito reconocimiento de que la totalidad del ser de la perso­na se ve afectada por una causalidad que ésta atribuye a fuerzas sobrenaturales misteriosas y divinas que actúan en la naturaleza, pero que para la ciencia son puramente naturales.

Causalidad atribuida a lo sobrenatural

El origen de las fuerzas naturales es evidentemente desconocido en culturas pre-científicas. La naturaleza se percibe como esencialmente pasiva, y la acción que allí opera se supone que proviene de fuerzas sobrenaturales. Aquellas fuerzas que tienen especialmente graves consecuencias, como te­rremotos, plagas, inundaciones y pestes, que producen pavor, como los truenos y las tormentas, y que son de escasa ocurrencia, como eclipses y cometas, son atribuidas a entidades sobrenaturales de manifiesto poder. También los acontecimientos que son decisivos en la vida individual, como el nacimiento, la enfermedad, la suerte, la muerte, entran en el ámbito de una significativa acción sobrenatural.

En un medio no cien­tífico la causa de algunos fenómenos puramente naturales son atribuidos por la magia y el mito a poderes sobrenaturales. La magia es una explicación imaginativa del acontecer, en el que incluso intenta influir; pretende el poder divino cuando viola aparentemente las leyes naturales. El mito es la explicación del acontecer como efecto de fuerzas que son corrientemente personi­ficadas y deificadas. El esoterismo pretende incluso llegar a conocer la voluntad sobrenatural y el destino individual y hasta colectivo.

Se supone asimismo que esta acción sobrenatural tiene una intencionalidad vinculada con el destino de una persona. Naturalmente, esta fuerza puede beneficiarla o no. Lo que la distingue es la suposición de que existe en aquella una intencionalidad, por lo que se transforma en una fuerza sobrenatural en la perspectiva de ésta. En lo religioso de la conciencia de lo otro operan mecanis­mos psicológicos de sacrificio, expiación, renuncia, aplacamien­to, retribución, atrición, dependencia, que son propios de una relación binominal que tiende al equilibrio. Todos estos mecanismos están sustentados por construcciones de mitos y también por condicionamientos psicológicos y genéticos. Se supone que la causalidad imputada a las deidades es una respuesta a la acción humana en la forma de premio o castigo, que son sentimientos derivados directamente de las sensaciones biológicas de placer y dolor y que compartimos con los animales superiores. El pecado recibe lógicamente un castigo. Para evitarlo o aminorarlo está el expediente del arre­pentimiento y la expiación. El milagro es una acción divina beneficiosa que altera la causalidad natural como respuesta a ruegos y sacrificios.

La realidad religiosa en la conciencia humana de lo otro emerge por el desconocimiento de las fuerzas que participan en la causalidad natural, y por el temor al poder de lo desconocido. El enorme poder de las fuerzas naturales es deificado. Esta actitud psicológi­ca primitiva podría ser un paso previo, y hasta casi necesario, para el establecimiento de una relación personal e íntima con Dios, pero también es el origen de las mistificaciones, supersticiones y otras aberraciones religiosas. Una consecuencia lógica es que en un mundo natural, donde todo se comparte con lo sobrenatural, existan lugares y cosas que se sacralizan o demonizan. Lo sagrado pasa a ser lugares y cosas donde las deidades se manifiestan con mayor poder y hasta llegan a dominar con exclusividad. Lo propio ocurre con lugares y cosas demoníacas.

En la perspectiva que combina lo religioso de la conciencia de lo otro con la idea de un monoteísmo omnipotente se observa que en todo cambio siempre se produce un resultado y se crea una nueva existencia. Este fenómeno es resumido por el conocido refrán: “no hay mal (el cambio) que por bien (el resultado) no venga”. Tendemos a concluir que todo cambio tiene un resultado que se resume en una existencia mejor. Sin embargo, lo que se observa naturalmente es que el resultado de la enfermedad es una existencia disminuida, y el de la muerte es el fin de la existen­cia de cada cual y la nada. Dentro de una realidad en que todo parece tener un sentido y un propósito, la enfermedad y la muerte constituyen un absurdo, a no ser que lleguemos a encontrar en el universo, que supuestamente tiene un sentido positivo, una res­puesta para ambos fenómenos.

Causalidad natural

La ciencia, como contraposición, concibe una naturaleza que obedece a sus propias leyes, independientemente de supuestos atributos sobrenaturales y milagrosos, los que desde luego niega. Inclusive la idea cristiana de crea­ción (no del creacionismo fanático), que separa radicalmente a Dios del universo, negando el panteísmo, destruye la idea de una realidad que es hogar de los dioses, y pasa a ser entendida como el ámbito de las leyes naturales. Sin contraponerse necesariamente a la idea judeo-cristiana de la creación, la ciencia, que explica la causalidad en términos muy mundanos y materialistas, desde su advenimiento ha puesto en entredicho las explicaciones mágicas y míticas del acontecer que se observa en el universo; y éstas no han podido resistir su implacable lógica que explica el acontecer puramente en términos de la causalidad natural. En un mundo comandado por leyes naturales es inútil esperar el favor de Dios para mejorar las posibilidades de super­vivencia. Las creencias religiosas sustentadas en explicaciones antinaturales se han visto destruidas por el secularismo que ha traído el conocimiento científico, para el cual nada es sacro.

Sin embargo, lo que la ciencia no puede comprender es que Dios se manifiesta precisamente a través de las leyes naturales que ésta se ha venido empeñando en desentrañar. Una persona se relaciona con Dios dentro de la causalidad natural. Sus limitaciones físicas, fisiológicas, psicológicas, intelectuales, cognoscitivas, epistemológicas, morales, afectivas, de salud, constituyen el marco de esta relación. Con todas sus cargas y taras la persona humana es la interlocutora válida de Dios.

En consecuencia, cuando existe desconocimiento del mecanismo de la causalidad natural, la conciencia de lo otro supone que las fuerzas del universo son divinas y actúan intencionalmente sobre nuestro destino. Entonces no es extraño para esta conciencia divinizar y sacralizar las cosas que son causas o han sido efectos, interviniendo en la propia existencia, ya sea para bien o para mal. El sentido religioso de la conciencia de lo otro se ve radicalmente alterado cuando se aprende que la acción de las cosas, que hace que nuestra vida tenga éxitos o fracasos, salud o enfermedades, tiempos felices o penurias, se explica por la causalidad natural del universo. No obstante, para un científico que es también creyente Dios estaría efectivamente presente en nuestro presente, manifestándose de alguna manera a través de la causalidad natural.

Causalidad límite

Además, a pesar de que en nuestro mundo secularizado, la ciencia se constituye en una religión por su pretensión de expli­carlo todo, ella misma deja cruciales ámbitos en la oscuridad total. Zonas vastas de la experiencia humana y también de nuestro conocimiento del universo, como los fundamentos vitales de la fe religiosa, de los que nos ocuparemos más adelante, escapan del conocimiento de la causalidad y, por tanto, de la ciencia. Ellas pertenecen a una realidad inexplicable, o al menos difícil de explicar, de modo que no es posible aceptar la citada pretensión de Bertrand Russell de que todo lo posible de conocer pertenece al conocimiento científico. Por el contrario, la ciencia debiera aceptar que es posible que existan realidades que no pueden ser conocidas por ella y, además, que no está en condiciones de negar.

Una de estas realidades es nada menos que el acto de crea­ción del universo. Si lo consideramos como un hecho, aunque sea un hecho límite, elude toda posibilidad de explicación científi­ca, puesto que se identifica como una causa que es externa al universo, y no puede, por ello, ser objeto de nuestro conocimien­to sensible, sino por analogía. Por otro lado, la creación, aquello que el científico considera como universo y observa corrientemente sin emoción y desapasionadamente, como un dato dado, tal vez más preocupado por lo que él personalmente se adjudica de éste por su saber y pensar, el hombre religioso, siempre que no sea gnóstico o maniqueo, lo concibe reverentemente como obra de Dios. Lo que resulta difícil de comprender es que mientras más maravillosa resulta la creación al ir siendo develada por la ciencia moderna, más desaprensivo parece ser el comportamiento del científico. Lejano en el tiempo está la mentalidad y la fe de Newton, para quien la naturaleza pasa a ser el libro donde es posible leer la obra y la grandeza del Dios creador.

El paso intelectual de identificar el universo con la crea­ción no es obvio ahora y tampoco lo fue en el pasado. Significó en su tiempo una revolución en el pensamiento religioso. Por una parte, debió superar al politeísmo que identifica distintas fuerzas naturales con sus respectivos dioses. Por la otra, debió también superar al panteísmo, el que unifica la causalidad en el universo, identificándola con la divinidad; así por ejemplo, Baruch Spinoza (1632-1677). Así, pues, la idea de separar radicalmente el universo de Dios genera las nociones de monoteísmo y transcendencia.


La conciencia de sí


Nos corresponde ver ahora la segunda instancia de la experiencia de lo religioso. Se trata de la conciencia de sí que se estructura en una escala superior que la de la conciencia de lo otro, y resulta de entenderse sujeto de conocimiento, sentimientos y acciones. Pertenece a una escala que implica una inteligencia racional, pues surge de la relación intelectual que un ser racional efectúa entre las diver­sas cosas, de las cuales distingue una de éstas, el agente de la acción, que llega a identificar consigo mismo. No se refiere a la acción de la causalidad que un individuo siente en sí mismo, reconociendo que la causa es distinta a sí mismo, pues en eso reside justamente la conciencia de lo otro. La conciencia de sí establece la distinción sujeto-objeto, donde el sujeto se concibe a sí mismo siempre por oposición al objeto. Surge por reflexión. Así, pues, al reflexionar y mirarse a sí mismo como sujeto, éste se concibe como propio y distinto de las otras cosas y advierte que el yo (el sujeto) es único. Además,  su existencia transcurre en una realidad objetiva que su intelecto le representa como verdadera. Tiene la capacidad para distinguirse ella misma de la experiencia, identificando su causa con lo otro, y el lugar de la conciencia que experimenta lo otro, consigo mismo. El individuo, al reflexionar, reconoce que la conciencia es el lugar del pensar, de la voluntad y del sentimiento. El origen y lugar de todos estos procesos los identifica con el yo. El yo se erige en sujeto consciente que reflexiona y actúa autónomamente. En el acto de reconocer un yo, está también reconociendo un tú a partir de la conciencia de lo otro.

La acción que surge de este conocimiento, por la que el sujeto racional se identifica con el sujeto de la acción y separa­do de las otras cosas, supone, primero, una acción concebida como propia, emanada de sí mismo; segundo, una evaluación de sus efectos probables, y, tercero, una evaluación que hace sobre sus mismos objetos, a los que ordena axiológicamente, otorgándoles a cada cual una posición dentro de una jerarquía valórica que él mismo llega a estructurar. La acción, que tiene un momento de deliberación, tiene otro momento de decisión y ejecución, y un tercer momento de cambio en el objeto hacia el cual se dirige, hace emerger los tiempos de pasado, presente y futuro. Cuando surge la conciencia de que el sujeto puede ser causa del cambio, aparece el proyecto de futuro y la planificación de la acción.

La conciencia que cada ser humano tiene de sí, y por la cual el mismo adquiere una identidad única y propia, en el tiempo y en el espacio y con relación a las otras cosas, no le proviene por aquel supuesto ingrediente espiritual denominado alma, sino que es producto de la estructura psíquica compuesta por los contenidos de conciencia, en especial las imágenes, ideas y juicios que cada ser humano va estructuran­do según las representaciones actuales y evocadas, que convergen precisamente en ella para hacer de la representación psíquica un todo coherente y referido a la realidad. Entre estos contenidos de conciencia figuran las imágenes y los conceptos que cada uno adquiere o elabora como representaciones más o menos verdaderas de la realidad; el modo particular en que se han ido estructurando; las relaciones que cada cual va haciendo entre las cosas que percibe; la percepción íntima de su existencia, de su yo, de su propio desarrollo, de sus caren­cias y afectos, de sus posibilidades y debilidades, de sus alegrías y tristezas; el conjunto de pasadas experiencias y su ordenamiento como sucesos en el tiempo; la emotividad particular que condiciona toda imagen; los sentimientos que acompañan sus ideas; las valoraciones éticas que suministra la cultura.. Todo ello constituye un marco de referencia permanente y un banco de conocimientos de inmediato acceso; en fin, todo ello constituye un sistema en su conciencia de sí que le permite deliberar y actuar intencionalmente.

Más que tomar por sentado el veleidoso poder de deidades con las que se debe estar bien con ellas para recibir providencias y conseguir sobrevivir de modo más favorable, la conciencia de sí reflexiona sobre el por qué del yo mismo, el sentido y el fin de su propia existencia, especialmente en lo referente a la muerte, llegando a la conclusión de su propia y radical singularidad, que es cuando la multifuncionalidad psíquica es unificada en ella. En efecto, si la muerte contradice nuestra apetencia biológica por sobrevivir y si nuestra existencia se prolonga de alguna manera después de la muerte, entonces la muerte confiere un significado especial a nuestra existencia terrestre. Ella no sólo produce el hondo temor del “más allá”, sino que un profundo sentido de transcendencia.

La ciencia, en su contraposición con el mito, no logra descalificar la experiencia religiosa. Podríamos con los ojos de aquella observar objetivamente la realidad, limpia ahora de todo mito, y conocer el mecanismo de la causalidad natural hasta donde el conocimiento científico ha alcanzado y, sin embargo, tener conciencia de realidades transcendentes que aquella no alcanza a abarcar y que comprende realidades de energías estructuradas sin posibilidad de ser percibida por los sentidos. Una realidad propia de la fe religiosa y ajena a la ciencia es la creencia en la salvación del sufrimiento y la muerte.

La acción intencional

El accionar del ser humano en el mundo es intencional y responsable, ya que emana de su libre albedrío, que es producto de su razonar deliberado. La acción humana es intencional porque persigue una finalidad que ha sido reflexionada, meditada, pensada, ponderada, razonada, planificada y hasta imaginada, no porque se conoce el futuro, sino como proyecto de futuro, en términos de una determinación de las múltiples posibilidades que se presentan y que incluso se crean. Y aunque la mente se mueva dentro de un con­texto estructural de valoraciones, significados, prejuicios, sentidos, sentimientos y emociones, es suficientemente libre para razonar y llegar a determinar libremente el curso de la acción. Una acción causal propiamente humana transcurre en el tiem­po: posee un antes que razona, una fuerza volitiva actuante en el presente y un después causado. Antes de desencadenar la acción, el sujeto humano estructura los elementos racionales que imprimi­rán a la acción su intencionalidad, formulando planes de futuro y proyectos de conducta. En la estructuración de los planes de futuro existe un proceso de evaluación y ponderación razonada, un juicio a partir de lo que conoce y de lo que pretende, de las diversas posibilidades de acción y una concepción de qué ocurrirá al término de la acción, acompañada o no de imágenes.

La acción humana es intencional porque el individuo se sabe, reconociéndose a sí mismo, como sujeto de una acción, a la cual le ha dado un propósito que ha deliberado o razonado. Únicamente el ser humano, de todos los demás seres del universo, es capaz de liberarse del condicionamiento natural, determinista, instintivo, afectivo y hasta ritual, cuando ejecuta una acción intencional. En comparación, la acción de un animal es sólo inmediatista, conteniendo una decisión muy simplificada, cuando no es tan sólo una simple respuesta a un estímulo. La vida es energía que se consume en el esfuerzo para sobrevivir y reproducirse; la vida humana es energía que se consume además tras un proyecto de futuro que la razón ha estructurado como posibilidad; y esta energía que consume en el mundo material es energía que se estructura en la persona. La acción propiamente humana no consiste en la capacidad de elegir entre una multiplicidad de medios para obtener un fin deseado. Esa capacidad la pueden ejercer todos los seres con sistema nervioso central con mayor o menor habilidad. La acción humana consiste en actuar según una intención consciente ligada a una finalidad razonada. Las acciones humanas no deliberadas no son intencionales y pertenecen a la causalidad determinista del universo.

Del mismo modo como el término de la acción de todos los seres vivientes, incluido el ser humano, es la supervivencia y la reproducción, el término de la acción propiamente humana es la determinación razonada de las múltiples posibilidades u oportuni­dades que se le van presentando a un individuo, incluso al margen del contexto biológico de la supervivencia y la reproducción. De hecho, la acción intencional es mucho más que una respuesta a los simples instintos de supervivencia y reproducción, pues se desenvuelve dentro de un contexto moral. La acción intencional, identificada con el ejercicio de la libertad y con la autodeterminación, depende de la razón y los sentimientos, siendo lo que caracteriza a la persona y que se relaciona al otro a través del amor o el odio.
La acción propiamente humana, cuando pro­duce un efecto en algún objeto, genera también, de alguna manera, un efecto en el mismo sujeto. A través de su acción, el ser humano se va no sólo auto-determinando, sino que también auto-es­tructurando. La estructuración personal es a la vez intelectual, afectiva y moral. Entre la intención y la acción está la decisión, que también se denomina voluntad. La decisión es actualizar, colocando en el presente una intención dirigida hacia un futuro indeterminado. Esto es especialmente importante en dos sentidos: por una parte, establece la oportunidad de la acción. Por la otra, ordena la secuencia respecto de las otras acciones de un proceso.

La acción humana es libre. No lo es en el sentido de un poder de actuar o de no actuar, de acuerdo a las determinaciones de la voluntad. Lo es en cuanto se dan dos factores: primero, la existencia de deliberación razonada antes de la acción; segundo, la existencia de condiciones objetivas para llevarla a cabo. Por lo tanto, la libertad humana es el poder de actuar de acuerdo a la propia voluntad racionalmente determinada y no consiste en elegir una alternativa, sino en la posesión objetiva de alternativas. Nuestra libertad, que no es una “libertad de”, sino que es una “libertad para”, cuando es ejercida, queda determinada. No sólo no podemos hacer todo lo que queremos, y cuando hacemos algo, optando por algún curso de acción que determinamos, cerramos las posibilidades para hacer otras cosas. Al tiempo de ejercer la libertad se está limitando los espacios de libertad por una de las alternativas posibles. Una vez que se elige libremente una alternativa de las posibles, la libertad se determina a la acción dentro de dicha alternativa.

La acción es menos libre en la escala de la conciencia de lo otro, pues los mecanismos causales son bastante determinados y las condiciones están bastante dadas. Un animal enfrentado a otro tiene sólo dos posibilidades: atacar o huir. En la escala de la concien­cia de sí, el efecto de una acción humana lleva impresa el sello de su libertad, pues, a pesar de todos los mecanismos y factores condicionantes, y hasta determinantes, existe una intencionalidad y una deliberación previa al desencadenamiento de la acción llenas de significados y valoraciones. El ejercicio de la libertad es inédito y original. A pesar de ser un producto más de la evolución del universo, el ser humano puede llegar a tener con­ciencia no sólo de las cosas que existen en el universo, como ocurre con todos los animales en mayor o menor grado, sino también de su misma constitución y de sus límites. Pero además, el ser humano es el único ser que puede mirarse a sí mismo, indepen­diente de las cosas.

Uno podría suponer que todo este complejo proceso es propio de alguna fuerza inmaterial. Sin embargo, todo aquél ocurre en nuestra mente que ocupa la aparentemente débil fuerza electroquí­mica que opera en la compleja estructura nerviosa de nuestro cerebro, el que según los estudiosos pesa entre 1200 y 1400 gramos y tiene la apariencia de una masa gelatinosa de color grisáceo. Allí se relacionan tanto imágenes como relaciones de imágenes, que son las ideas, y relaciones de relaciones de imágenes e ideas tan abstractas que no tienen relación a imagen alguna, que son los juicios. Son estas últimas relaciones las unidades dis­cretas del raciocinio y las que imprimen la intencionalidad a la acción al valorar tanto sus probables costos y beneficios para sí y para otros, como también su oportunidad.

La voluntad traduce la intención en acción valiéndose de la capacidad de la red neuronal eferente, que se ramifica por toda la estructura muscular, para amplificar la débil fuerza de una intención, ubicada en la estructura cerebral, en una fuerza capaz de comandar el aparato motor, o sistema muscular-esquelético, del individuo. Es interesante advertir que la estructura muscular-esquelética es la unidad funcional que tiene un individuo para afectar el medio externo, y que la estructura nerviosa eferente, similar a la aferente, sirve para captar y conducir las sensaciones al sistema nervioso central y que es coordinada por éste. La red eferente comanda la estructura muscular-esquelética mediante señales nerviosas precisas que son amplificadas por los músculos, que se contraen o se dilatan en la dirección, con la fuerza y la velocidad preseleccionadas y en combinación con los huesos que actúan de palancas, con el objeto de llevar a cabo la acción intencionada.

La voluntad da la orden que manda a las manos asir con una determinada presión un hacha por el mango, y a los brazos descargarla con determinada potencia y precisión sobre un pedazo de leña; también comanda un dedo dirigirse hacia un botón y apretarlo con una intensidad determi­nada, una mano girar un volante a una cierta velocidad o mover una palanca en una dirección y hasta un punto seleccionado, movimientos que permiten operar una potente máquina, prolongación del cuerpo humano, para actuar sobre el medio, centuplicando la fuerza muscular. La voluntad pone una idea en persuasivas pala­bras cuando comprime el aire de los pulmones sobre las cuerdas vocales y mueve, concertando, lengua, mandíbulas y labios para regular un tono, una intensidad y un ritmo de voz seleccionadas intencionalmente, al tiempo que ordena a los músculos faciales gesticular y al cuerpo acompañar con ademanes significativos para reforzar la intención.


La conciencia profunda


Desde una perspectiva filosófica (de la filosofía que hemos venido propugnando en toda esta obra), la vida y la conciencia de sí ocurren en el universo material, donde son comprendidas filosóficamente por la complementariedad de la estructura y la fuerza. Sin embargo, en esta misma perspectiva, tanto el universo material y dicha complementariedad son comprendidos a su vez por un concepto mayor, que es el de la energía, que se ajusta y  no se contrapone con lo develado por la ciencia moderna. Así, la energía, según entendemos, no se crea ni se destruye, solo se transforma —según reza el primer principio de la termodinámica—; no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni tiempo ni espacio; su efectividad está relacionada con su discreta intensidad; es tanto principio como fundamento de la materia; no puede existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia. Este concepto tiene el alcance que tuvo el ser de la metafísica en la historia de la filosofía, pero que está obsoleto por su irrelevancia frente al enorme desarrollo de la ciencia. De hecho, el universo, en toda su diversidad, está hecho de energía y nada de lo que allí pueda existir puede no estar hecho de energía. Adicionalmente, la energía comprende una realidad mucho mayor que la de la materia. Es este nuevo concepto de energía que nos permite hablar de transcendencia sin contradecir la ciencia, cuyo alcance es solo lo material. Estas distinciones metafísicas son fundamentales para comprender nuestra existencia y la del universo y son la base para nuestra tesis de la transcendencia.

Siguiendo con el hilo conductor acerca del tema que nos preocupa, desde el punto de vista del propósito de los tres tipos de conciencia, vimos que el sentido de la conciencia de lo otro está relacionado con la supervivencia y la reproducción. Esta finali­dad biológica es distorsionada en la conciencia de sí por la ética, la cual busca, a través de la subsistencia de la comuni­dad, realzar la propia supervivencia y reproducción. La concien­cia profunda, que es un tercer tipo de conciencia, adiciona un marco transcendente en el cual la finali­dad de supervivencia individual y subsistencia social se relati­vizan. Si la conciencia de sí termina en la muerte, la conciencia profunda conduce a la transcendencia. Ésta conciencia se encuentra en la escala mayor de estructuración de la conciencia. No hace que nuestra acción sea más objetivamente libre, sino que hace que uno mismo sea íntima­mente libre al actuar. A diferencia de la conciencia de sí, la podemos reconocer en ausen­cia de cualquier referencia con otras cosas, y, por lo tanto, no requiere ninguna identidad por la que se puede relacionar o definir, pues se identifica únicamente consigo mismo en una mismidad. Mediante ella, una persona se reconoce a sí misma como singularidad y como independiente de otras cosas por referencia, relación o identidad. Esta conciencia es un reconocimiento de la radical mismidad que puede llegar a subsistir incluso a la propia corporeidad espacio-temporal, la que la llega a concebir como otra cosa más, muta­ble, corrupta y hasta ajena, al menos en los místicos, y que en lenguaje ordinario, sepulcral, se denomina “los restos”.

La mismidad

Existe un antecedente subjetivamente íntimo y singular para una transcendencia personal que puede amplificarse a una sobrena­turalidad, y es el siguiente: la conciencia de sí junto con la identidad única y propia que todo ser humano llegan a poseer son muy distintas del ser uno mismo, poseedor de un yo profundo, que una persona puede llegar a intuir de manera íntima y poderosa, en la cual hasta nuestra estructura espacial de carne y hueso, y nuestra funcionalidad temporal que genera cambios en el mundo natural según la fuerza que logremos intencionalmente imprimir llegan a ser meros accesorios. Lo primero es efecto de las estructura­ciones y relaciones de ideas que naturalmente se van organizando en la historia del individuo en su relación con las cosas del universo. Esta estructuración produce la “identidad” y la “individualidad”, que es la identificación consigo mismo, pero que necesita de un otro para validarse. En cambio, lo segundo, la “mismidad”, es una singula­ridad, generadora de ser persona, siendo un algo irreductible a cualquier análisis, rela­ción, comparación o juicio, y, por lo tanto, inexpresable e incomunicable. La identidad supone otras cosas de las que se diferencia; en especial, supone la ocupación de un espacio-tiempo definido en el universo. En cambio, la mismidad supone únicamente uno mismo, una unicidad, tal como una singularidad, y reducido a una pura con­ciencia, sin ninguna referencia espacial ni temporal. La identi­dad que es propia de la conciencia de sí necesita otras cosas para poder diferenciarse, distinguirse, describirse y definirse: un sujeto frente a lo otro; la mismidad, por su parte, no necesita sino de uno mismo, independiente de todo lo demás.

La mismidad viene a ser la estructuración de la energía en conciencia profunda, forjándola indeleblemente en sí de un modo desmaterializado. La conciencia profunda es una experiencia muy personal y es bastante hermética, por lo que no puede ser un objeto de estudio muy definido para la filosofía, la que la puede proponer; menos lo es para la ciencia, puesto que ésta trata con entidades no singulares, con objetos espaciales y con fenómenos que puedan ser susceptibles de experimentación. En efecto, el conocimiento objetivo, que es el de la ciencia y la filosofía, es de lo plural. En cambio, lo singular, en tanto no está relacionado con nada, no está referido a nada que pueda dar conocimiento de él, de definirlo y determinarlo como objeto de conocimiento. La conciencia profunda afirma que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente e inmaterial (de solo energía), y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica del individuo. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que, a partir de materia individual, produce energía personal.

Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, la multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo, no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La trascendencia es el paso desde la energía materializada, que se estructura a sí misma y es funcional, hasta la energía desmaterializada que la persona estructura por sí misma. A través de nuestra intención libre, que culmina en una acción en nuestra existencia, podemos estructurar energía como producto. Esta estructuración se realiza en nuestra conciencia profunda y es un reflejo exacto de nuestra intención incluida en lo que somos en nuestra experiencia de vida; y es lo que subsiste a la muerte. Tal es precisamente lo fundamental de la psicología ultramundana.

La conciencia de sí es el advertir que el yo (el sujeto) es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su intelecto le representa como verdadera. Pero transcendiendo esta materialidad que ella conoce, está lo llamado “espiritual” y viene a ser la estructuración de la energía, que ciertamente es producto del intencionar, en conciencia profunda, forjándola indeleblemente en sí en modo de energía, es decir, desmaterializada. La conciencia profunda reconoce que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica del individuo.

El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino que se fragua en el curso de la vida intencional. Esta metempsicosis transforma lo inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía inmaterial. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que, a partir de materia individual, produce energía estructurada. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, como un animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal.

La conciencia profunda sería un reconocer que la mismidad puede transcender el espacio y el tiempo y entrar en el ámbito de la dimensión misteriosa de una relación mística. En la conciencia profunda la singularidad que es cada persona en dicho estado psíquico parece existir y actuar dentro de un contexto místico, donde la causalidad no es mero azar indeterminado entre cosas no singulares, objeto del estudio de la ciencia y la filo­sofía, sino que todo lo que ocurre tiene un significado transcen­dente y ciertamente singular. Siguiendo el desarrollo lógico de estas ideas, se podría establecer que si bien la conciencia pro­funda sería efecto en una persona de una estructuración del universo espacio-temporal en cuanto sus unidades discretas le perte­necen, tendría una subsistencia independiente de dicho universo, pues sería causa a su vez de una estructuración inten­cional y libre, propios de una singularidad. Ello no significa que la mismidad pudiera crear un universo distinto al conocido para poder subsistir, sino más bien que la subsistencia en este nuevo universo, que podríamos identificarlo con el Reino de Dios, sería a través de una acción divina particular.

La subsistencia transcendente de una persona sería bastante distinta al de, por ejemplo, la subsistencia de sus ideas en un libro, su imagen en un álbum de fotografías o sus genes en su descenden­cia. En la existencia transcendente, para ser verdaderamente vida, debería ser posible un grado ilimitado de conocimiento, de acción libre y de afectividad. Pero sería una existencia radicalmente distinta de la que conocemos, pues las demandas por la supervivencia y la reproducción no podrían ser posibles. Como nosotros sólo sabemos de dichas actividades ligadas a lo físico, no podemos pronunciar­nos si éstas pueden existir independientemente de lo físico. Sin embargo, tal vez podríamos suponer que un estado glorioso sería una existencia que no dependería de la necesidad de supervivencia ni de reproducción, pero sería un estado de conciencia profunda que dependería de acciones morales basadas en el amor.

Debemos estar conscientes que lo recién expresado está sujeto a todo tipo de crítica que no dejaría de preguntar si esto no significa reeditar la existencia de un alma subsistente al cuerpo. Igualmente, que esta pregunta no sólo no tiene respuesta racional, sino que contradice la racionalidad del uni­verso donde todas las estructuras se fundamentan en sus subes­tructuras y como subestructuras de estructuras de escalas supe­riores, y mantienen relaciones causales debido a la funcionalidad de las mismas. Así, las explicaciones dadas más arriba son especulativas y no se asientan ciertamente en conocimiento científico alguno, pues está fuera del ámbito de lo material (solo conocemos lo sensible), pero están en sintonía con los fenómenos místico y parapsicológico reconocidos. Una respuesta acorde sería que la subsistencia de la mismidad sería posible en otro ámbito muy diferente al del uni­verso conocido, donde no operarían las relaciones causales y donde no existirían el espacio ni el tiempo.

Si bien resulta difícil imaginar, por una parte, que las ideas más sublimes se albergan en un cuerpo corrompible, resulta paradojal, por la otra, la escisión en nuestra naturaleza humana entre la conciencia de sí, propia de la razón, y la conciencia profunda. Así, resulta difícil aceptar la primera distinción, pues ello significa aceptar la perspectiva de la filosofía tradi­cional, la cual distingue la naturaleza racional de la naturaleza sensible, como si la primera perteneciera al mundo espiritual y la segunda al mundo material. Se decía también que la segunda distinción resulta paradojal, pues establecería que la conciencia de sí puede conocer el universo, mientras que supondría que la conciencia profunda puede abrirse a lo que lo transciende. A pesar de que el conocimiento humano racional tiene los límites impues­tos por nuestro propio universo, supondríamos que la fe en una realidad transcendente amplifica nuestra existencia y también otorga un significado misterioso a la causalidad natural.

En este contexto la fe tiene una doble dimensión. Sería tanto una aceptación de una realidad transcendente como una res­puesta personal a un llamado transcendente. Lo máximo que podemos sospechar en forma racional es que la subsistencia de la persona, es decir, de ese yo profundo, es ahistórica. Parafraseando a Martín Heidegger (1889-1976), una persona llega ocasionalmente a formularse con gran fuerza la pregunta: ¿por qué más bien yo mismo, persona singular, y no tan sólo un individuo humano con identidad pro­pia?, como recalcando el hecho íntimo de que la mismidad tendría existencia autónoma e independiente del universo.

Nuevamente, la ciencia frente a esta pregunta no tiene nada que responder y la filosofía se puede quedar con la ilusión de haberse podido hacer eco de ella. Tan sólo la fe inexplicable e inexpresable podría dar una respuesta. Esta pregunta proyecta la existencia del ser humano que la formula hacia una dimensión transcendente. Significa desear buscar una explicación metahistó­rica al hecho de su conciencia profunda de su propia historia, de su existir concreto en la historia, de un ser en sí mismo más íntimo que de su propio existir aquí y ahora, que es el “ser ahí” (Dasein) de Heidegger. Si Dios se comunicara con una persona, pensamos que no le importaría evidentemente su raza, edad, sexo, profesión ni, incluso, credo (o pertenencia a una iglesia o secta); importaría para efectos de una comunicación plena solamente que ella fuera justa, caritativa y misericordiosa; y estas virtudes surgen precisamente en su mismidad tras haber estructurado una conciencia profunda en cuya cosmovisión Dios ocupa el centro y que posibilitan su acción intencional en una escala moral.

El yo profundo

El basamento irreductible del yo profundo constituye el punto de partida de la manifestación religiosa que intuye lo sobrenatural, y busca desde el aplacamiento del poder inconteni­ble, arbitrario y terrible; siguiendo por la idea de un poder igualmente poderoso, pero con el cual es posible establecer alianzas de protección y cooperación dentro de un plano de justi­cia; pasando por la idea de un poder que significa benevolencia paternal y perdón por parte de aquella entidad concebida como providente y benefactora, hasta llegar a la idea de la posibili­dad de una íntima relación mística divina-humana, de amor, que de paso llega a asegurar la existencia personal y a encontrar su plenitud.

Desde el punto de vista de la conducta y la apreciación del hombre religioso, no importa tanto que crea en Dios como en qué Dios realmente cree. También este basamento irreductible es el punto de partida de la manifestación poética más misteriosa, que es la realidad que el yo profundo a veces refleja a través del arte en cualquiera de sus expresiones plásticas, musicales y verbales más sublimes. La creencia en Dios no es un acto puramen­te subjetivo, donde el supuesto hombre religioso crea un dios en la medida de sus anhelos, esperanzas o necesidades. En primer lugar debe producirse una necesidad de Dios, y cada cual tiene la misión de descubrir a Dios. Sin duda que el humilde de corazón, el que sufre, el inocente tiene una mayor capacidad para descubrir al Dios verdadero que el prepotente, el exitoso, el codicioso. En segundo lugar, la real medida de verdad de este Dios debe comprender un Dios crea­dor del universo, o sea, omnipotente y que transciende el univer­so, y un Dios salvador, o sea, providente, paternal, posible de interlocucionar con Él. Por último, por parte del hombre religio­so la medida de su actitud frente a los seres humanos y al universo la da el ejemplo de vida de Jesús.

En el ámbito meta-científico y meta-filosófico cabe una expli­cación que desde ya entra de lleno en el terreno de la fe reli­giosa. La salvación eterna es un asunto entre el Dios creador y salvador, identificado como todopoderoso, y el poder libre de la persona humana, pues una persona que posee la fuerza de la fe puede actuar con la fuerza de la caridad, del amor. Nótese que los términos “poder”, “fuerza” o “acción” son relevantes a situa­ciones de nuestro propio universo sensible, pero ellos son utiliza­dos para designar de una manera más bien analógica una realidad transcendente que nos es tan inexplicable.

El caso de la experiencia mística de san Juan de la Cruz permite entender la unión del yo profundo con Dios. Este carmelita descalzo español usaba la imagen “noche oscura”, que sugiere lo eterno, para simbolizar tanto la negación activa referida a lo sensible como a la negación pasiva referida a la purificación del espíritu (la vía purgativa). El yo profundo (el espíritu) experimenta una desoladora sensación de soledad y abandono antes de dejar paso a la luz (la vía iluminativa), pues unirse a Dios es previamente un perderse a sí mismo en su materialidad para después ganarse. La aspiración del espíritu es la unión mística con Dios en una fusión total con Él (la vía unitiva).

Tradicionalmente, el problema se planteaba de si el ser humano se salva por la fe o por las obras. En realidad el proble­ma está mal enfocado. El salvador es Dios, no es el ser humano. Por otra parte, las obras, propias de una conducta moral que tiene como centro de gravedad a Dios, son consecuencia de la fe y son el reflejo de una actitud religiosa. Cualquier otro elemento de esta discusión pertenece a la casuística o al formalismo legalista. Así, pues, una persona, mediante la intervención divi­na, podría transcender su propia materialidad, si cabe hablar así. Es posible que el poder divino tome aquella persona que libremen­te responda a su llamado, que ya fue anunciado por Jesús, la saque de su estado inmanente o natural y la eleve hacia una dimensión transcendente.

La experiencia religiosa y la fe

Por medio de la conciencia de lo otro y de la conciencia de sí se da el fenómeno religioso en forma natural, en el que es posible concebir hasta la realidad de un Dios y actuar en confor­midad con esta creencia. Pero únicamente la conciencia profunda permitiría una especie de relación interpersonal e íntima entre lo divino y lo humano. La crítica evangélica al fariseo no fue tanto por su soberbia y por su puro ritualismo como por el quedarse solamente en una pura conciencia de sí y no llegar a lo íntimo de la conciencia profunda, la que, en consecuencia, no es adquirida por el sabio o el poderoso, sino por el humilde de corazón.

La relación interpersonal con lo divino, no obstante, puede constituir una pura ficción, sólo producto de la imaginación, si acaso no está sustentada en la fe profunda que supone precisamen­te este tipo de conciencia y, además, la creencia en el Dios creador del universo y salvador del ser humano. Del mismo modo como la conciencia de lo otro es funcional con el universo y la conciencia de sí lo es en especial con el ser humano, la conciencia profunda sería funcional para una relación interpersonal con Dios. Así, cada tipo de conciencia se relaciona con su objeto distintivo.

Este paso en la argumentación no es una fácil excusa frente a la legítima inquisitoria de la ciencia, sino que es una afirma­ción radical de la autonomía de la existencia de algo que la ciencia no abarca. La fe es una noción irreductible al conoci­miento objetivo, pues no depende de la causalidad natural. La fe y la ciencia pueden perfectamente coexistir, porque pertenecen a realidades distintas. La ciencia se refiere al universo espacio-temporal; la fe se refiere a lo que transciende el universo espa­cio-temporal. La fe surge en la conciencia profunda de un ser humano bajo tres condiciones: la intuición con mayor o menor fuerza de una realidad sobrenatural y trascendente; un deseo de transcender la realidad natural y la propia muerte; y principalmente como una donación gratuita divina, al modo como la tradición cristiana afirma. En este tercer respecto, Dios es naturalmente silencioso. Nadie que no sea un esquizofrénico, un histérico o un mentiroso puede aseverar que Dios le habla, pero una santa Teresa de Ávila (1515-1582) o un san Juan de la Cruz (1542-1591) han podido afirmar que la relación con la divinidad es producto de un estado de conciencia muy particu­lar.

En el Padrenuestro, la oración que nos enseñó Jesús, se pide, “hágase tu voluntad”. Si Dios es silencioso, nadie puede saber cuál es su voluntad. Entonces, quien ora está diciendo que sea lo que sea lo que su vida le depare, debe aceptarlo como voluntad de Dios. Si uno es esclavo, tiene una enfermedad dolorosa, enviudó, es sordomudo, fue arrastrado a Auschwitz, etc., tal es la voluntad de Dios y pertenece a las limitaciones de la vida que se deben sobrellevar sin condicionar el amor a Dios. La oración enfatiza la dependencia y la aceptación, reconociendo el carácter de criatura.

La salvación transcendente

A continuación veremos hasta donde nos es posible comprender el significado de salvación en el sentido de una salvación transcendente, es decir, qué y cómo es lo que se salva. Desde un punto de vista bien concreto y colectivo, que supone que la salvación es un estado existencial que transciende esta vida terrenal, el problema de quién se salva admite muchas interpretaciones. En el cristianismo, para los calvinistas quienes se salvan son los predestinados por Dios; para los pentecostales, son los “tocados” por Dios; para los luteranos, son los que creen en la palabra de Dios escrita en las Sagradas Escrituras; para los bautistas, son los bautizados en su iglesia; para los adventistas, son los que esperan la segunda venida de Cristo; para los católicos conservadores, son los que cumplen con los mandamientos de Dios y de la Iglesia, creen en la doctrina eclesiástica aunque contradiga los hechos y, en especial, reciben los sacramentos y participan de los ritos. En el fondo, para ser un elegido, o se requiere cumplir con ciertos trámites formales, o ser señalados especialmente por Dios. Sin embargo, en contraposición con esta perspectiva formal y normativa, para el Evangelio, como veremos más adelante, son todos aquellos que responden libre y responsablemente al llamado universal de Dios, que Jesús hizo, para participar de su Reino, aunque no hayan jamás escuchado explícitamente de tal invitación, y han sido justos y bondadosos.

La salvación no es un cambio de estado de una colectividad. Desde la perspectiva de la transcendencia, no se salva la colectividad. Puesto que la salvación viene tras la muerte y la muerte es individual, la salvación pasa a ser algo que compete a la persona individual.

Supongamos como punto de partida la creencia que el Dios creador es el mismo que el Dios salvador que salva al justo y al misericordioso. Esta premisa tiene imprevisibles consecuencias si en el proceso lógico se acompaña con otros supuestos. Uno de ellos es, por ejemplo, la creencia de que el hombre tiene un alma inmortal. Por deducción se tiene que admitir entonces que, si hay hombres injustos y pecadores cuyas almas son indestructibles, también Dios tendría poder para juzgarlos y condenarlos temporal o eternamente. El problema que sigue es la contradicción entre un Dios infinitamente bondadoso y misericordioso y la terrible pena que tendría un alma pecadora a sufrir por toda la eternidad. Otra creencia difícil de sostener es la idea de que Dios premia al justo con bienes materiales en esta vida, aunque sea como una señal de predestinación a una salvación eterna, como sostienen los calvinistas.

Pero, según lo que hemos venido analizando, podemos suponer que el hombre no está compuesto de cuerpo y espíritu inmortal, sino únicamente de un cuerpo muy material, contradiciendo con ello la opinión generalizada que ha sido sostenida desde tiempos inmemoriales y con el sello de garantía dado por la filosofía de Platón. La explicación que se podría dar es que el ser humano, incluido todos los procesos cognoscitivos, volitivos y afectivos, puede ser comprendido en su totalidad por la naturaleza física y la enorme funcionalidad de la materia estructurada. Si ello es así, uno de los significados de salvación puede ser que no la habría en el caso de los hombres "pecadores", aquellos que se ocupan únicamen­te de su propia supervivencia, prescindiendo de toda moral, tal como es la conducta de cualquier animal. Pero tampoco habría condenación para ellos. Simplemente mueren y dejan de existir, como todo ser viviente, convirtiéndose en polvo. Ésta sería una posible tesis. En el fondo, la salvación de los hombres justos consistiría en una próxima existencia en el Reino de Dios, en los Cielos, “lugar” que pertenecería a un universo distinto de nuestro uni­verso espacio-temporal, y al que se accedería únicamente después de morir.

Una paradoja

La gran paradoja que surge es ¿cómo es posible que un ser, cuyo origen y existencia pertenece el mundo sensible de la estructura y la fuerza, pueda trascenderlo? ¿Qué clase de existencia futura, tras su muerte, puede tener este ser en un mundo que no contiene nada de sensible? ¿Qué es lo que logra subsistir de su antigua existencia?

La tesis de que el origen y la existencia de la totalidad del ser humano es el mundo sensible es radicalmente distinta de la tesis neoplatónica de que la salvación sería una liberación de un alma espiritual que estaría aprisionada en el cuerpo. Para el neopla­tonismo el alma espiritual es subsistente y, mientras el ser humano viva en este mundo, ella se encuentra aprisionada por un cuerpo tan lleno de pecado que toda acción liberadora es infruc­tuosa. Por el contrario, la primera tesis pone como condición de salvación la libre aceptación a la invitación evangélica a participar en el Reino de Dios, lo que implica una acción personal absolutamente intencio­nal. Sin embargo, ambas tesis se asemejan en el sentido de que se requiere de la acción divina, en la primera para glorificar al ser humano para permitirle su existencia en el Reino de Dios, y en la segunda, para glorificar el cuerpo que en el otro mundo volvería a unirse con su espíritu en una resurrección eterna.

Si sostenemos que el ser humano, el homo sapiens de la ciencia, es una especie del género mamífero, de la familia de los primates, que se distingue de todos los otros animales solamente porque es capaz de pensar en forma abstracta y lógica, de actuar en forma libre e intencional, de albergar sentimientos y hasta de tener un concepto de un Dios creador y salvador, podemos llegar al menos a dos ideas relacionadas con su salvación transcendente. Por una parte, su naturaleza animal sería de una naturaleza per se tan radicalmente pecadora que ninguna acción propia lograría redimirlo o expiarlo, no teniendo posibilidad alguna de salvación si no es por una intencionalidad divina de un ser tan omnisciente que desde la eternidad lo predestinara para salvarlo o para condenarlo para toda la eternidad. Por la otra, aquel ser sapiens podría mediante su acción libre e intencional, que lo auto-estructura, ser la contraparte de un diálogo con el Dios salvador.

Podemos adherir ciertamente a la segunda tesis. En efecto, los seres humanos somos vástagos de una larga evolución biológica. Pero nuestra inteligencia, aunque enteramen­te biológica, nos distingue del resto de los animales. Ella nos permite reconocernos a nosotros mismos como personas. No obstante, también nos permite reconocer la existencia de un Dios creador y la posibili­dad de establecer una comunicación personal e íntima con Él. Sería, por lo tanto, incongruente dentro del orden del universo y su causalidad, y probablemente del plan divino de salvación, que, después de todo, la existencia individual acabara del todo con la muerte de una persona que busca activamente una comunión con Dios. Más adelante veremos que el ser humano no solo pertenece al mundo sensible y material de la estructura y la fuerza. A través de su acción intencional es capaz de forjar un “espíritu” (en el sentido de no material) que transciende la materia y estructura la energía, la que no tiene ni tiempo ni espacio.  


La muerte


Sin duda, el tema más importante para cualquier ser humano es el pensamiento de su propia muerte. Aunque la muerte termina con todos sus proyectos de vida, es el único medio para su trascendencia. Sin embargo, también es el tema que él más evade, porque sabe que la muerte va a terminar irreversiblemente con todo lo que sabe, todos sus logros, y todo aquello con lo que se siente tan a gusto, y también porque él no tiene ninguna base para saber lo que viene después de su propia muerte, si acaso hay algo en absoluto que viene después. Nadie ha vuelto del otro mundo que nos diga cómo o qué hay ahí, a excepción de algunos pocos que han estado presuntamente muertos durante unos minutos y han experimentado algún tipo de existencia en el "más allá". El hecho es que no existe un argumento científicamente cierto para apoyar alguna existencia ulterior, salvo las razones dadas por la religión y la teología.

Si alguien tiene la convicción íntima de que ninguna existencia personal seguirá después de su muerte biológica, su sistema de creencias personales y culturales se adaptará a este hecho, y la muerte asumirá un suceso fatal e irreversible que terminará con acabar definitivamente con su vida, tal como termina con todo organismo biológico. Así, un naturalista agnóstico sostiene que la muerte es el fin absoluto e irreversible de la vida. Para él, la supuesta existencia después de la vida es sólo una fantasía nacida del constante esfuerzo biológico para sobrevivir mientras se buscan maneras de cumplir esa necesidad, de negar las tristes consecuencias de la muerte, mientras que psicológicamente se resiste a la idea de la muerte. Esta actitud resignada es realmente muy conveniente. Induce a una complaciente actitud de vida y cubre con un manto de desinterés y evasión la latente angustia y temor de algún día tener que morir.

En efecto, sabemos que la vida es un proceso biológico que para todo individuo comienza en un momento determinado de la historia y termina necesariamente después de un tiempo, el que para este individuo es toda su vida. La vida transcurre en el tiempo entre la concepción de un organismo biológico y su muerte. Un organismo biológico es en sí un sistema que obedece a las leyes de la termodinámica. Consume, transforma y entrega energía, mientras mantiene una identidad, sufre cambios sin perderla e intercambia energía con el medio. Cuando la muerte pone término a la vida, el sistema pierde su identidad, dejando irremediablemente de tener existencia mientras sus componentes se disuelven en el ecosistema.

Cuando es natural, la muerte se presenta normalmente tras gran dolor y agonía. El mecanismo de selección natural, que es muy eficiente cuando se trata de la supervivencia y la procreación, no es precisamente muy benevolente con los ancianos. Su objetivo es la prolongación de la especie a través de individuos aptos –capaces de sobrevivir y reproducirse–, pues si no, ésta se extingue. Los individuos viejos, que ya no pueden reproducirse ni ayudar a los jóvenes, aparecen como competidores de los limitados recursos. La selección natural ha creado mecanismos para su extinción y nada le importa que ésta pase por una prolongada agonía. En el ecosistema los debilitados viejos sirven de plato fuerte para los depredadores. Si aún lograra sobrevivir, los fallos homeostáticos casi programados no conducen precisamente a un envejecimiento placentero. La medicina moderna ha creado paliativos cada vez más sofisticados, pero solo para individuos adinerados.

Los seres humanos somos enteramente organismos biológicos. Pero, a diferencia de los otros organismos biológicos, la muerte es vista por nosotros, no con un natural temor, sino que con el más horrendo pavor. La causa de esta profunda emoción es que nuestra inteligencia nos permite tener conciencia de que nuestro destino es morir y que la muerte va acompañada de una mayor o menor agonía. Si el temor es una sana emoción cuya función es apartar de sí todo peligro que puede menoscabar la existencia propia y si el principal afán existencial es la propia supervivencia, la muerte se presenta como la amenaza extrema que tiene la particularidad de acabar con nada menos que la propia existencia. Tal vez existan un par de consuelos: saber que la muerte nos iguala a todos, ricos y pobres, famosos y desconocidos, y saber que todos tendremos que morir.

La vida humana se distingue de la vida animal justamente por nuestra inteligencia que ha sufrido mayor desarrollo en el curso de la evolución biológica. Nuestra acción de intercambio con el medio y con nosotros mismos es intencional. Emana de una deliberación racional que el sujeto humano realiza teniendo como centro su conciencia. De todos los organismos vivientes, sólo el ser humano adquiere conciencia desde su tierna infancia del temible hecho de que algún día tendrá que morir, hecho que rompe radicalmente con su instinto biológico de supervivencia. En una segunda instancia, una vez que su conciencia se enfrenta a su más cruda y terminal realidad, se hace la pregunta, ¿qué le ocurrirá a él después de morir, si acaso algo ocurre?

Para obviar el temible hecho de la muerte, desde el Hombre de Pekín todas las culturas se basan y giran en torno a alguna fantasía que silencia el problema de la muerte, postulando algún tipo de existencia después de la hora suprema. Estas fantasías van desde la creencia en la resurrección del propio cuerpo hasta transmigraciones y reencarnaciones. Resulta difícil aceptar que una existencia después de la muerte pueda ser más de lo mismo, ya sea mucho mejor o mucho peor. Aunque muy reconfortante, algunos pueden creer en walhallas, nirvanas y paraísos, pero son falsos. Tampoco resulta satisfactoria la creencia en reencarnaciones, pues la pregunta que sigue se relaciona con qué beneficio tiene para la existencia actual saber que uno fue en una vida anterior un oficial de Napoleón, un hermano del faraón Amenofis IV o un humilde ratón, y qué importancia reviste para alguien si después de su muerte su particular espíritu transmigrará a otro ser con identidad propia, pero completamente desconocido. El hecho manifiesto es que una persona no recibe en absoluto ni una vivencia, experiencia ni conocimiento de alguna existencia anterior a la suya propia, exceptuando el natural comportamiento instintivo que proviene de un genoma compartido con la humanidad.

Tampoco debemos conformarnos con fantasías o creencias de tipo dualista, como la platónica, que concibe al ser humano como un compuesto de espíritu y cuerpo, llegando la muerte cuando ambos componentes se separan temporalmente. Para esta escuela el espíritu o alma preexiste o es creada en el instante de la concepción de un ser humano o puede incluso no tener comienzo, siendo la resurrección el momento cuando éstos se reunifican para la eternidad. No existe evidencia alguna para confirmar esta creencia que tanto ha influenciado la cultura occidental. Por el contrario, las leyes de la termodinámica no podrían explicar de dónde un el organismo viviente obtendría la energía necesaria para existir eternamente, qué ocurriría con los desechos entrópicos de su actividad, qué efectos habría en el ecosistema, etc.

Sin embargo, en contra de todas las creencias anteriores, para apoyar o contradecir alguna fantasía en particular, está la abundante experiencia parapsicológica de manifestaciones de “espíritus” que casi todos hemos tenido al menos alguna vez en la vida o que hemos escuchado innumerables veces de testigos que nos son fiables. Esta experiencia arroja un pesado manto de duda sobre la postura agnóstica. Aunque no puede ser considerada como demostración válida y empírica de la posibilidad de alguna existencia después de la vida, tampoco se la puede desechar. Esta experiencia no demostrable está allí, no sólo para inquietarnos, sino que para descalificar cualquier postura agnóstica que niegue dicha posibilidad.

Adicionalmente, el problema de aceptar una existencia después de la vida no es menor. Desde el punto de vista de la moral, resulta ser el principal problema. La acción intencional se proyecta usualmente a afectar nuestro entorno, que es material, dentro de un referente de espacio-tiempo. La muerte termina con el origen de esta acción, aunque lo causado siga su curso proyectado. Sin embargo, la creencia de una existencia después de la vida –indicando que el destino final personal no termina con la muerte– nos obliga a modificar nuestras acciones. Además, si la cosmovisión de alguien incluye la creencia de que su existencia después de su muerte depende de su comportamiento actual, entonces sus deliberaciones previas al actuar y hasta los efectos de sus acciones tienen profundas repercusiones, obligándolo a optar por un curso de acción determinado por la axiología que acepta.

Aparte de Dios, si uno acepta que todo lo que existe pertenece a nuestro universo de materia y energía, la pregunta ¿qué parte de mí puede subsistir a mi muerte, si acaso algo puede subsistir? genera más preguntas de las que responde. Así, ¿qué naturaleza tendría ese algo?, ¿cómo se generaría ese algo?, ¿cuál sería su sustento?, ¿se identificaría ese algo con el yo?, ¿qué es el yo?, etc. Cualquier respuesta que se puede dar entra en el terreno de la hipótesis. Además, estas preguntas tratan de asuntos imposibles de demostrar por pertenecer a un ámbito que existe más allá de nuestra experiencia sensible.

Uno tiene el perfecto derecho a plantear con toda sensatez si acaso la mismidad es subsistente a la muerte del individuo, y si lo es, de qué manera, puesto que ya no habría supuestamente un espacio-tiempo, ni tampoco la mismidad estaría sujeta al imperio de las leyes de la termodinámica. Sin embargo, la conciencia profunda no aparece de la nada, sino que es una estructuración en una escala superior que surge de la conciencia de sí. Tampoco es una mismidad estática, encerrada en sí misma e inmanente, como se podría entender a un monje budista. La conciencia profunda surge de discernir que existe una meta infinita capaz de unificar y dar sentido a las distintas acciones intencionales, y que es del todo deseable. También entiende que es posible alcanzarla, al tiempo de comprender asimismo las propias e irreductibles limitaciones para este emprendimiento.

Muchos no se plantean el problema de “la otra vida”, estando no sólo muy conformes con su existir terrestre, desprovisto de una perspectiva transcendente o de una cosmovisión que incluya a Dios, sino que, por el contrario, muy incómodos con la posibilidad de otra vida y de una transcendencia, en especial si se niega de partida la existencia de Dios. Sin duda que la idea de la muerte resulta extremadamente incómoda para todo el mundo, y sobre todo para quien tiene una existencia exitosa, próspera y llena de planes para esta vida. Y no sólo esta idea es rechazada por quienes tienen la posibilidad de tener una vida placentera hasta la misma muerte, sino que también el pensar en una vida después de la muerte, pues si se está conforme con la vida terrenal, ¿qué objeto tiene otra vida distinta de la que se está disfrutando?

Sin embargo, el misterio más grande de la vida es precisamente su necesario término en la muerte, el crudo suceso de que tengamos que desaparecer forzo­samente tras haber hecho hasta lo indecible por sobrevivir. Y si tras la muerte subsistimos de alguna manera, podemos suponer que aquello que subsiste es el resultado de restar a nuestro ser todo aquello que es animal, considerando que todo aquello que pertenece a la naturaleza biológica perece irreversiblemente.

No obstante, a pesar de no saber precisamente que es lo que subsistiría de nuestra existencia, han existi­do innumerables culturas desde antes de la aparición del hombre moderno, hace unos 150.000 años, que contienen la creencia en la vida en un “más allá” y en la resurrección de los muertos. A través de los siglos, la conciencia de sí ha elaborado naturalmente mitos de resurrección. Desde tiempos antiquísimos los seres humanos se resis­ten a pensar que su destino fatal sea su completa desaparición con la muerte, y han supuesto que, después de morir, de alguna manera se resucite tiempo después. Los faraones eran tan obsesivos con esta creencia que dedicaban los mejores esfuerzos de decenas de miles de sus contemporáneos en construirle tumbas –o más bien torres de lanzamiento de seres humanos al más allá– para protegerse cuando muerto mientras llegaba el momento del viaje al otro mundo. Muchas personas de otras culturas, sin ninguna fe en una resurrección y ante el más completo desconocimiento de una existencia después de la muerte, pretenden vana e ilusoriamente subsistir a la muerte a través de su descendencia, sus obras o en el recuerdo colectivo. Tal resurrección de los muertos es un mito, como veremos, pero ayuda a sobrellevar este trance.

Del mismo modo como únicamente una persona con conciencia de sí puede actuar intencionalmente, con un sentido y una finali­dad, también únicamente una persona con dicho tipo de conciencia puede reflexionar sobre su destino e imaginarse a sí misma des­pués de muerta, aunque ello sea completamente absurdo. Además, sola­mente esta clase de persona puede creerse un interlocutor válido de un Dios providente en una relación más de justicia que la que puede establecer con un ser implacable y hasta arbitrario (que es la noción del Dios de la conciencia de lo otro y del Pentateuco). Por lo tanto, si bien la reflexión hecha por la conciencia de sí conduce a la noción de un Dios transcendente y salvador, la reflexión hecha por la conciencia de lo otro conduce a la concepción de un Dios inmanente y justiciero.

El sentido religioso de la realidad transcendente se hace presente cuando el ser humano formula cualquiera de las siguien­tes dos preguntas: ¿cómo es posible que yo no pueda subsistir a mi propia muerte? O, si aceptamos la existencia de un Dios crea­dor, ¿qué propósito pudo tener Él en haber creado a un ser capaz de alabarlo, glorificarlo y ejercer acciones morales si éste no puede transcen­der su propia naturaleza mortal?

A pesar de que las posibles situaciones escatológicas son a menudo imaginadas de modos bas­tante terrenales y sensibles, con formas de túneles oscuros que desembocan en una plácida, pacífica, comprensiva, amante e intensa luz o, de modo más tradicional, con un cielo azul y luminoso donde flotan blancas nubes y vuela una corte de ángeles al son de música coral con acompañamiento de relucientes trompe­tas y dorados laúdes, y en el plano inferior, infiernos sulfurosos y llameantes, presididos por diablos blandiendo tridentes, ellas constituyen ya el comienzo de una noción de una transcendencia.

El perenne problema, tema del Libro de Job, que se expresa del siguiente modo: si Dios es infinitamente justo y poderoso ¿cómo es posible que pueda permitir el mal?, es postulado por la conciencia de sí que no sólo ha llegado a identificar al Dios creador con el Dios salva­dor. En este problema, también está presente la conciencia de lo otro en cuanto se concibe que existe también la idea de que Dios puede alterar milagrosamente la naturaleza para beneficiar por reciprocidad a quien hace formalmente el bien.

La solución a este problema radica en considerar primero que el mal no es algo absoluto, sino que es relativo a cada cual respecto a las necesidades de superviven­cia y reproducción, y segundo que el ser humano está escindido entre su naturaleza animal que, por instinto, busca su supervivencia y reproducción y su naturaleza pensante y volitiva que llega a desear lo transcendente. El que el ser humano esté sujeto a las leyes naturales, debiendo por ello sufrir, trabajar y morir, no es exactamente consecuencia del pecado original, sino de pertenecer al universo y ser un producto de su evolución. El que busque lo transcendente se debe a su naturaleza racional. En fin, el que esta transcendencia le sea posible se debería a la invita­ción hecha por Jesús a participar del Reino de Dios.

Cuando la muerte, propia de todo organismo biológico, desintegra la estructura del individuo, subsiste la persona, que es la estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo con su cuerpo de materia estructurada que la contenía, manifiestamente incapaz ahora de subsistir.  Considerando que ya no resulta necesario satisfacer los instintos de supervivencia y reproducción, como tampoco estar sujeto a ningún otro instinto, en su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y, por tanto, de la entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos sobre la materia. La persona ha transitado a un estado de energía inmaterial

Asimismo, desaparecen nuestros atesorados conocimientos y experiencias de la realidad del universo material que percibimos a través de nuestros sentidos animales y se guardaban en la memoria, ya que dejan de sernos útiles para nuestra nueva existencia, como también nuestra forma de pensamiento racional y abstracto y la misma memoria basados en el cerebro biológico. Tampoco la persona existiría en un plano de tiempo y espacio, luz, color, sonidos, aromas, calor, frío, dureza y demás características del universo material y causal. Recíprocamente de la persona emergería la psicología nueva, inmaterial, transcendente, de pura energía, pero implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para conocer y relacionarnos correspondientemente con esa insondable y misteriosa realidad que se presentaría más allá de nuestra vida terrena, imposible de conocer ahora a través de nuestra experiencia sensible. Posiblemente, el paso a esta nueva psicología sería paulatino y asistido.

La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser íntimo, necesitaría y buscaría afanosamente un contenedor de su propia y estructurada energía para poder manifestarse y expresarse en forma plena de vinculación. La esperanza es que quien en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios y ha sido justo y bondadoso según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, él estará finalmente en condiciones de acceder al Reino, que Jesús conoció (¿a través del fenómeno EFC?) y anunció, cuando muere y existir colmadamente. De ahí que su condición en la “otra vida” sea un asunto de opción moral personal durante su vida terrena. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de Dios. Así, la energía liberada originalmente por Dios retornaría a Él estructurada en el amor.



CAPÍTULO 4 - DIOS Y LA SALVACIÓN



La transcendencia plantea numerosos problemas, pues sale de la experiencia que tenemos acerca del mundo sensible, el único mundo que conocemos directamente. La transcendencia se dirige a nuestra intimidad de personas e invita a una existencia distinta de nuestra existencia natural, que es la unión mística con Dios.


La libertad humana en la salvación personal


Libertad y naturaleza caída

La libertad de la persona juega un papel imprescindible para ser contraparte válida de la relación interpersonal –mística– con Dios. Por el contrario, siguiendo a san Pablo, algunos sostienen que los seres humanos estamos tan inmersos en el pecado, tan irremisiblemente impregnados de maldad, concupiscencia y perversión y presos de su baja condición, propio de la supuesta naturaleza humana caída por el Pecado Original, que estamos forzados a afirmar también que la salvación es una actividad exclusiva de Dios y en la que la persona no toma parte porque no tiene la calidad moral mínima para ello. Esto conduce necesariamente a la creencia en la acción salvadora unilateral divina de absoluta gratuidad y hasta de arbitrariedad. Estas ideas condujeron  a la doctrina del quietismo en el siglo XVII y, anteriormente, a la idea de la predestinación, como los esenios, san Agustín, Calvino y Jansenius, en la que la participación humana en la salvación es nula. Por el contrario, el ser humano no es un ángel caído; por la ciencia sabemos que él es el filum más extraordinario de la evolución del universo, y por Jesús hemos sabido que si él se auto-determina como persona y es justo, tiene un destino divino.

La posibilidad de una relación mística se funda en la idea de la capacidad de la persona para auto-estructurarse hasta la conciencia profunda a través de su acción moralmente libre. En el curso de la historia esta idea ha tenido poderosos detractores que en parte han moldeado la cultura occidental y las creencias cristianas. Hace ya mil seiscientos años, san Agustín (354-420) fue uno de los protagonistas de la disputa de si la voluntad humana por sí misma puede regenerar su caída naturaleza. El problema tenía como antecedentes la creencia bíblica en el pecado original, la frase de san Pablo: “por un solo hombre (Adán) el pecado entró al mundo y por el pecado, la muerte” (Rom.5, 12) y la doctrina platónica en el Fedón que suponía que la muerte es la separación del alma y el cuerpo. Así, por ejemplo, para los obispos reuni­dos en el XVI Concilio de Cartago (418) fue lógico concluir que la muerte es necesariamente un castigo por el pecado original y no una necesidad natural. San Pablo había tendido un puente entre Jesús y el Génesis, cuyos relatos sobre Adán y Eva, el Paraíso Terrenal y el Pecado Original sirvieron de fundamento para las teologías de la redención y la salvación agustina.

Veremos en el capítulo 5 que para Agustín el ser humano es innatamente perverso, llevando en sí la irredimible carga del pecado original. Por cierto, con tanta maldad inherente, el ser humano no puede tener capacidad alguna de libre albedrío ni menos de arbitrar libremente su acción para su propia regeneración. Ciertamente, esta postura beneficiaba al clero, pues, si de la acción humana sólo cabe maldad, la salvación eterna de los seres humanos hacía imprescin­dible la acción sacramental impartida por manos sacerdotales. El sacramento fue concebido como el único vehículo capaz de transmi­tir con necesidad (ex opere operato) la divina gracia salvadora al pecador para redimirlo. Con lógica histórica, fue del mayor interés de la jerarquía eclesiástica propagar dicha doctrina y elaborar el sistema de salvación comandado por el clero hacia toda la humanidad, ahora organizada en la Cristiandad.

Haciendo caso omiso a este grito por la dignidad humana que se basaba en la capacidad funcional de la persona para la acción intencional y libre, la Iglesia se auto-designó mediadora de la gracia divina hacia todo ser humano que por naturaleza se le supuso sin mérito alguno para ser contraparte de una acción redentora. Posteriormente, en el siglo XVI, Calvino, acentuando la doctrina agustina, afirmó que Dios, en su eterno conocimiento, predetermina el objeto de su gracia, que son los seres humanos favorecidos desde la eternidad, a quienes tampoco se les puede reconocer mérito alguno. En el siglo XVII, el holandés Cornelius Jansenius (1585-1638) llevó la discusión a su límite: el pecado original había corrom­pido tan radicalmente la naturaleza humana, que toda acción humana es sólo pecaminosa y concupiscente sin la ayuda de la gracia, de modo que sólo ésta puede evitar el pecado para que el individuo pueda ser salvado, pero Dios confiere este don a sólo al puñado que Él desea salvar, siendo la redención de Cristo para una minoría.

Lógicamente, toda esta densa discusión llena de anatemas y condenaciones se hace innecesaria con sólo desestimar que el pecado original fuera realmente un hecho histórico y no puramente legendario y mitológico. He aquí un punto doctrinario decisivo, similar a la idea de la dualidad espíritu-materia, cuya acepta­ción trae profundas consecuencias. En plena edad científica ambas ideas son imposibles de aceptar por no concordar con la evidencia. Así, todo el contenido de este ensayo trata en el fondo de rescatar las ideas de Dios y salvación trascendente sin tener la necesidad dogmática de admitir ideas espurias y comulgar con ruedas de carreta.

Libertad y salvación

Decíamos más atrás que la puerta del reino de Dios tiene una doble cerradura. La llave para una de ellas la tiene Dios. Después de la venida de Jesús para proclamar el Reino, esta cerradura ha sido abierta para siempre para todos los seres humanos. La llave para la segunda cerradura la tiene que fabricar cada persona si quiere aceptar la invitación divina al banquete celestial. Esta aceptación pertenece exclusivamente a la libertad personal. Esta segunda llave es forjada en el crisol de la fe y la caridad. En este sentido el legendario san Pedro estaría de más en su función de portero del Reino.

Recapitulando lo dicho hasta ahora, si salvación significa vida eterna, tal estado no necesitaría provenir de nuestra su­puesta naturaleza espiritual, la que por ser espiritual no podría perecer, y, por tanto, haría innecesaria una acción divina espe­cial. Tal estado debe provenir, primero, de nuestra capacidad para estructurar nuestra conciencia profunda, cuyo complemento es la mismidad de energía estructurada; segundo, de nuestro deseo de aceptar la invitación divina y compartir con Dios la existencia, y tercero, de una acción salvadora de Dios que permita la llamada unión mística. Si Dios nos considera para su invitación al banquete, es precisamente por nuestra capacidad de acciones intencionales y libres. La libertad es lo único que disponemos para nuestra relación con Dios. Mediante ella, nuestra acción es intencional. Previo a actuar, deliberamos con nuestro pensamiento racional y abstracto. La deliberación es moral y la moral es subjetiva.

La moral implica una cosmovisión donde, para quien está vigilante, existen un Dios creador-salvador-providente, innumerables prójimos que viven como tal uno y, últimamente, un ecosistema del que formamos parte. Pero esta cosmovisión no proviene de un dictamen eclesiástico, sino que sería una comprensión de la realidad que cada cual elabora en forma inteligente a partir de la propia experiencia y aprendizaje. Ciertamente, la lectura del Evangelio es una ayuda muy importante. En nuestra calidad de animales, buscamos la supervivencia; pero en nuestra calidad de seres morales, poseedores de una cosmovisión particu­lar, en la deliberación se antepone el bien de otro sobre los instintos propios que nos permiten mejorar las condiciones para un mayor éxito en sobrevivir. Moralmente, la contradicción humana no es el ser animal y racional, sino en decidir si actuar exclusivamente para nuestra supervivencia o también en beneficio de nuestro próji­mo.

Pero no toda nuestra realidad se puede resumir como un mecanismo de nuestra acción moral. Existe tanto un Dios providen­te como un universo que quisiéramos dominar y controlar, pero con el que a duras penas tenemos un intercambio si acaso superior al de cualquier otro animal más o menos apto, por mucho que los creyentes en el progreso humano lo quisieran desmentir. Para ser religioso hay que haber experimentado y sufrido la precariedad, que es propia de cualquier animal. Pero a diferencia de cual­quier animal, tenemos conciencia íntima del significado de lo que ocurre. De modo que el sentimiento de total abandono mueve a la persona a abandonarse en Dios. Al parecer la relación con Dios tiene una doble vía: Dios es providente cuando la criatura humana se aban­dona a su providencia.


Posibilidades de salvación


Decididamente, los seres humanos tenemos poquísimo control, si acaso alguno, sobre las cosas que nos afectan continuamente, muchas de las cuales nos pueden dañar, hacernos sufrir y hasta matar. No obstante, el grado de civilización es directamente proporcional a nuestra capacidad de controlar nues­tro entorno para mejorar nuestras posibilidades de supervivencia. Pero, a pesar del enorme avance de la medicina, nuestra civilización no ha sido capaz de superar la muerte biológica, la que indefectiblemente terminará con nuestra vida. Un segundo factor es que suponemos que nuestra existencia debiera tener algún recóndito sentido, un destino señalado que llegue a vencer la muerte, como la transmigración de las almas.

Para ambos órdenes de realidades, el causal y el final, recurrimos a una existencia a la que le atribuimos inmenso poder y sabiduría y que denominamos Dios. Él tendría la facultad para protegernos y guiarnos por un sendero que conduciría hasta nuestra completa y final liberación de los males que nos aquejan y hasta nuestra plenitud de vida donde la muerte no tendría cabida. A eso podríamos denomi­nar salvación. La salvación sería un estado al que se puede alcanzar tras la intervención divina en lo irreparable de la muerte biológica.

Necesitamos buscar antecedentes ciertos que nos aseguren que no pereceremos irremediablemente. Pero las señales del Cielo no sólo no abundan, sino que las que podrían explicarse como tales son enteramente ambiguas. A falta de una revelación divina fehaciente, relatar las acciones divinas salvadoras y su historia, e interpretar, en consecuencia, la voluntad divina han sido históricamente empresas demasiado humanas. Muchos aseguran que las Sagradas Escrituras contienen la verdad revelada. Pero nadie sabe indicar cuál es el fundamento para tal aseveración, si acaso no se apunta hacia una tradición muy huma­na. Puesto que nadie sabe a ciencia cierta cuál es la voluntad de Dios, pues Él se mantiene silencioso, cualquier interpretación que se haga contiene necesariamente falsedad. También si nadie la conoce, llegan a existir múltiples interpretaciones. Descontando aquellas interpretaciones que surgen de la más pura falsedad, con una gran dosis de intuición y otra grande de imaginación, muchas de éstas cruzan el límite hacia lo fantástico. En este enjambre de supers­ticiones, supuestas verdades y hasta medias verdades el mensaje de Jesús es una resplan­deciente luz en las tinieblas de la abundante mitología religiosa, pero es una luz que debe ser vista con los ojos de la fe, pues no pertenece a nuestra realidad sensible. Además es una luz que es tergiversada por todo tipo de intereses mundanos.

Cualquiera que sea la interpretación de la voluntad divina, la sola noción de salvación genera todo tipo de interrogantes. ¿Qué es la salvación? ¿Será la salvación un asunto individual o colectivo? ¿Será la salvación algo inmanente o trascendente? ¿Tendrá la salvación su recíproco en la condenación? ¿Habrá un plan divino de salvación? ¿Dependerá este plan de la acción humana? ¿Usará al menos dicho plan a los seres humanos como instrumentos? ¿Qué es lo que se salva? ¿Cómo se liga historia con salvación? ¿Qué tipo de existencia sería la salvación? ¿Cómo sería una existencia gloriosa? ¿Cómo sería la existencia en el Reino de Dios? Plantear preguntas es un avance enorme frente a plantear nada. Nos impulsa a abandonar la comodidad de lo que todos llegamos a aceptar en forma acrítica, pero sumidos en el más profundo temor animal. Incluso el planteamiento de preguntas permite jugar con posibles respuestas. Iremos por parte.

¿Qué es la salvación?

La palabra “salvación” puede significar dominar ya sea el sufrimiento o la muerte, o ambos, si se piensa que ambos estados son como una especie de castigo o condenación. Un segundo sentido, más positivo, es que salvación se refiere a una unión mística definitiva. En cuanto especie biológica, los seres humanos compartimos tanto el destino de todas ellas –sufrir y morir– como también la permanen­te acción para superarlo y, así, mantenernos vivos y satisfechos. A diferencia de los animales, tenemos conciencia de nuestro fatal destino y de lo terriblemente ilusoria que es nuestra permanente acción para sobrevivir, a no ser que se crea que habría una salvación que venza la muerte. Un no creyente termina por resignarse ante la evidencia de su futura e irremediable muerte y procura sacar el máximo provecho de su vida.

En cuanto al sufrimiento, sabemos que es pasajero y que es un estado afectivo de rechazo a la muerte que nos permite, como seres biológicos, sobrevivir. Se sufre cuando existe peligro o amenaza de muerte. La evolución biológica ha dotado a los organismos sensibles de la capacidad de sufrir como mecanismo de supervivencia. Si el sufrimiento es funcional a la supervivencia, entonces la salvación estará más relacionada con preservar la vida.

Sin embargo, puesto que la muerte es un hecho terminal e ineludible, pues así lo demanda el mecanismo de la prolongación y la propagación de la especie, una verdadera salvación se debería referir a algún modo de vida eterna tras un pasaje a la muerte y un cierto acto de resurrección. Lo central del pensamiento de san Pablo es que Cristo, el ungido por Dios, debió morir en la cruz, como digno sacrificio expiatorio a Dios, para redimir a la humanidad de la muerte. En consecuencia, el sacrificio de Cristo en la cruz permitió a la humanidad acceder a la vida celestial. Sea cual sea el modo causal de la acción divina en esta materia, lo decisivo es que si hay una salvación eterna para los seres humanos, ésta sería un recurso divino.

¿Será la salvación un asunto individual o colectivo?

Una religión tenderá a considerar la salvación como un premio colec­tivo cuando predica la salvación de los fieles y la condena de los infieles. La salvación colectiva predicada a un grupo de fieles tiene sentido si ella es considerada como un logro colec­tivo, tal como su independencia política. Pero ella llega a ser irre­levante cuando se la considera como algo transcendente. Ciertamen­te, una salvación individual que depende de un esfuerzo colectivo tiene tan poco sentido como una salvación colectiva en un mundo transcendente, desconocido, donde ya no opera lo que posibilitó la organización colectiva. De este modo, solo una acción moral de una persona individual tendría significación para una salvación transcendente personal.

El pensamiento judío de tiempos de Jesús era mesiánico. Suponía que llegaría un Mesías para conducir una salvación colectiva puramente inmanente. Pero aunque a Jesús muchos de sus partidarios lo consideraban un libertador del pueblo judío, su prédica estaba dirigida a la conversión íntima y personal de cada persona individual de toda la humanidad sin excepción. Si fuera posible considerar a Jesús como mesías judaico, lo sería dentro de un ámbito transcendente que trasciende los límites del pueblo judaico.

¿Será la salvación algo inmanente o transcendente?

Recién vimos que la salvación ligada a lo colectivo sería inmanente, y con relación a lo individual sería transcendente. El milenarismo confía en una salvación colectiva que es inmanente. Supone que llegará el día cuando el mal sea definitivamente derrotado de la faz de la Tierra y se implantará un reinado de paz y armonía general que durará mil años. Sin embargo, si la salvación fuera inmanente, no sólo contradiría el objetivo de una vida eterna, sino que estaría contraviniendo las leyes naturales. Por su parte, para el cristianismo, la salvación es transcendente y, por lo tanto, debiera ser individual. No obstante, en la cristiandad la función de la sociedad, donde no es posible distinguir lo civil de lo religioso, es forzar la salvación a los individuos, compeliéndolos a bautizarse y observar los mandamientos.

¿Tendrá la salvación su recíproco en la condenación?

Si suponemos que todo ser humano es persona transcendente, de energía estructurada, tendrá una existencia eterna en un plano sin tiempo ni espacio. El premio para una vida justa y bondadosa será la salvación eterna, entendida como una existencia plena de relación mística de amor con Dios. En cambio, una vida de pecado tendría un castigo que sería una lejanía de Dios.

¿Habrá un plan divino de salvación?

En la tradición hebrea Adán, Eva y su descendencia fueron condenados a muerte por su pecado de desobediencia a Dios. Este pecado, denominado “original” por haber sido cometido por la primera pareja y porque su castigo condenó a toda la humanidad, fue en la tradición paulina redimido por le sacrifi­cio de Jesucristo, el ungido por Dios para esta misión.

Sin embargo, hay dos puntos conflictivos en esta explicación. 1. A la luz de la paleo-antropología y la evolución biológica los relatos sobre Adán y Eva, el Paraíso Terrenal y el Pecado Original son puramente mitológicos, siendo más bien un productos de la imaginación de los pueblos que habitaron el Cercano Orien­te, hace tres mil quinientos años atrás; en Mesopotamia, en la leyenda de Gilgamesh, a Adán se le llamó Enkidú. 2. No está dentro de la lógica pecado-castigo el que por el pecado de un individuo Dios tuviera que castigar a toda su inocente descendencia, aunque si lo está para una mentalidad más primitiva que no logra conferir al indi­viduo una personalidad distinta de su tribu y una existencia con finalidades que le son propias.

Es más verosímil suponer que si existen seres humanos capaces de reconocer a Dios como ser supremo y creador del universo, y alabarlo en consecuen­cia, y de actuar moralmente según esta creencia, Dios podría tener un plan de salvación para ellos. Sería algo que tendría reciprocidad.

¿Dependerá el plan divino de salvación de la acción humana?

La acción humana forma parte de la acción de la naturaleza desde el punto de vista de la causalidad del universo. La especie humana funciona como otra especie biológica, aunque bastante más depredadora que las demás, por decir lo menos. No obstante, la acción humana (la acción de todos en la colectividad) permite que los individuos consigan sobrevivir (cuando se establece la paz) y, a través de la cultura, comprender su entorno y a ellos mismos en este entorno, y a través de la civilización, intervenir en ese entorno en beneficio de la colectividad.

Pero esta acción no es salvadora, como podría suponer una teología de la liberación, o una ideología constructora de la “ciudad de Dios”. Sólo una acción con contenido moral, esto es, una acción intencio­nal enmarcada en el reconocimiento de Dios, podría tener recipro­cidad en la acción salvadora de Dios. Las buenas obras serían necesarias para la salvación, pero con un énfasis puesto en “buenas” en el sentido moral, no en el sentido pragmático. Las obras en la perspectiva de su efectividad real serían indiferentes para una salvación personal, pero serían necesarias en la perspectiva de su intencionalidad. “El hombre propone, Dios dispone”, reza un antiguo adagio.

Por otra parte, la obra de Dios no depende da la obra humana, aunque los jesuitas hayan pensado otra cosa con su lema “ad maiorem Dei gloriam”. El fracaso es inherente a la acción humana, pero el éxito no puede ser la medida de la moral. Aunque la acción resulte fallida, lo que vale es la intención. Nadie puede juzgar moralmente una obra, pues nadie puede conocer la intención subyacente. Puesto que la intención está oculta en el sujeto, nadie que no sea Dios puede juzgar la moralidad de una obra. También, desde el punto de vista de las artes y la técnica, el juicio moral de una obra es irrele­vante, como no lo es el juicio de su función.

¿Usará el plan divino de salvación a los seres humanos en calidad de instrumentos?

Si Dios usara a los seres humanos como instrumentos de un plan de salvación inmanente, no tendría senti­do que Mozart hubiera muerto a sus 35 años o que Hitler no hubiera sido destrozado por la explosión de una bomba de algún atentado antes de cometer tanta fechoría. La acción individual bien intencionada de un médico, un profesor, un político, un comerciante puede sin duda mejorar la condición humana de muchos y posibilitarles una vida más plena. Madre Teresa de Calcuta actuaba con gran compasión, pensando en que cada persona por muy miserable que fuera tenía un destino divino –transcendente–. Su acción iba dirigida a ayudar a esa persona a acercarse a dicho destino. Distinta es la actitud de quien cree que el destino personal transcendente es de exclusiva responsabilidad del individuo, como en la creencia en el samsara y el karma, absteniéndose a prestar cualquier ayuda.

¿Qué es lo que se salva?

Está en la naturaleza de la biología que todo organismo biológico termina con su muerte. En el curso de su vida el ser humano logra ser más que un animal. Ese “más” es la construcción del yo mismo de una conciencia profunda personal, que implica la estructuración de una energía psíquica que contiene su mismidad y que subsistiría a la muerte biológica, pero que no conseguiría existir plenamente si no es en unión con Dios en el amor.

¿Cómo se liga la salvación con la historia?

Las religiones se caracterizan por describir un plan divino de salvación como una manera de adquirir relevancia en el acontecer humano. Pero el cariz que esta historia toma no es científica ni crítica, sino que legendaria y mítica. Es forzada a explicar lo que termina por ser la imposición de la institucionalidad impuesta por una minoría poderosa. Sin embargo, no es la teología la llamada a demostrar una historia de la salvación, sino que ésta podría ser encontrada posiblemente en la historia natural y humana si se encontrara algún tipo de vínculo que enlace lo humano con lo divino. Así, san Pablo brindó al mítico Cristo, el ungido por Dios, y lo encajó a la persona de Jesús, a quien hizo resucitar después de interpretar su muerte como sacrificio propicio al cargar con el pecado original para redimir al mundo.

La pos­tulación de una fuerza ortogenética, estructuradora, teleológica, que canalice las historia natural y humana hacia una dirección salvadora para los seres humanos surge de considerar que el universo ha ido evolucionando desde la aparición de las partícu­las fundamentales hasta la generación de la inteligencia racional y abstracta de los seres humanos. Sin embargo, esta fuerza no puede explicar por sí misma la necesidad de una salvación. La explicación de la salvación estaría más bien en el mensaje de Jesús y sería una iniciativa absolutamente divina y ajena al devenir del universo. Los seres humanos pueden algún día desaparecer de la faz de la Tierra y el universo seguir su natural curso evolutivo. El universo no necesita estar en la conciencia intelectual de ninguna persona para existir.

¿Qué tipo de existencia tendría la salvación?

La invitación evangélica al reino de Dios abriría para cada persona la posibilidad de una existencia eterna, que es justamente lo que su conciencia de sí persigue en su lucha por su supervivencia. Pero lo que caracteriza a este esquema es que se constituye en un camino no natural del existir, pues la subsis­tencia de una estructura, en este caso la conciencia profunda, no estaría sostenida por sus subestructuras, que fueron analizadas en el capítulo anterior, las cuales desaparece­rían con la muerte.

Tampoco una persona podría interactuar en nuestro universo espacio-temporal si careciera de la “materiali­dad” o “corporeidad” que le confieren sus subestructuras. Y si no fuera capaz de actuar, el tiempo no tendría significación, pues toda acción se efectúa en un presente, teniendo como finalidad un futuro. Por ello, no es posible comprender esta posibilidad de una existencia “gloriosa” desde una perspectiva de nuestro cono­cimiento natural. Así visto, aceptar que la voluntad de Dios y el orden divino no son para nada tan claros y evidentes es bastante desolador y requiere un renovado esfuerzo de fe para aceptar lo transcendente.

¿Cómo sería una existencia gloriosa?

Es probable que aquello que habría impresionado a los discípulos de Jesús no fuera que se dijera que hubiera resucitado, pues, en las culturas del Medio Oriente y el Mediterráneo, resucitar era una idea plenamente aceptada en ciertos cultos (Osiris, Adonis, Dionisio, Mitra, etc). Aquello que los impresionó fue que percibieron que Jesús había adquirido una existencia “gloriosa”, “celestial”. De hecho, si los discípulos no lo hubieran visto y sentido no sólo vivo, sino que de alguna manera glorioso tras su muerte en la cruz, Jesús habría pasado a la historia como un líder religioso o político más, es decir, un líder que en su momento fue una esperanza de redención, pero cuya vida acabó en una muerte ignominiosa, sin dejar ningún rastro especial, como tantos otros contemporáneos de él.

Su ser “glorioso” significaba para sus discípulos que Jesús estaba en el seno de Dios. Así, pues, es muy probable que este imposible acontecimiento de pasar a una existencia gloriosa le ocurriera efectivamente al mismo Jesús Nazareno, carpintero y maestro. Y la posibilidad de esta exis­tencia habría significado para sus discípulos la prueba cierta de una existencia plena en el reino de Dios, no tanto para quien seguía el ejemplo del maestro, sino para quien aceptaba su invi­tación de participar en el Reino según Jesús lo había estado predicando. Décadas después, en la necesidad de un Mesías victo­rioso y en el marco de la filosofía neoplatónica que imperaba en la época, esta existencia etérea habría sido identificada como una resurrección del cuerpo por sus seguidores.

¿Cómo sería la existencia en el reino de Dios?

A diferencia de las tradicionales creencias en la otra vida, lo que es realmente novedoso en la noción de la existencia en el reino de Dios es que no significa seguir viviendo más de lo mismo que se vivió, sino que sería para participar y gozar de la gloria de Dios. Algo que en la historia teológica del cristianismo se ha desvirtuado en la idea predicada por Jesús es el comprenderla mediante el dualismo griego, el cual tempranamente se incorporó en el pensamiento cristiano. Esta doctrina, como un modo natural, descompone al ser humano en alma o espíritu, y cuerpo o materia. Para esta dualidad, la muerte sería una separación temporal, mientras se está muerto, de ambos elementos. Para el relato evangélico, en cambio, el cuerpo es solamente “el resto” de una persona, y sería un absurdo devol­ver la vida a un cadáver que no tiene otro destino que volver a convertirse en polvo, según las leyes de la termodinámica.


Lo religioso y la religión


La búsqueda irrestricta e ilimitada de Dios que muchas personas intentan efectuar requiere una mente muy abierta y una actitud muy humilde. Dios se encuentra más allá de nuestra experiencia cotidiana. Nos encontramos sin referencias para comprenderlo. Aunque es a través de la experiencia cotidiana de las cosas que es posible hallarlo, pues las cosas son su propia creación. A través de la historia, algunas mentes más imaginativas han elaborado simbólicas metáforas. Algunos estudiosos en comparar religiones pueden incluso definir algunos símbolos sacros que se repiten en todas las culturas, como el árbol, el fuego, el agua, la montaña, etc. Sin embargo, el fenómeno que es posible observar es la tendencia colectiva de elevar estas imágenes libres y llenas de significado misterioso al rango concreto del dogma, del rito y de la norma, limitando así toda posibilidad de una búsqueda más libre y cayendo por otra parte en la apatía o el temor.

Yendo al significado

A menudo, la religión se confunde con lo religioso, pero veremos que son términos muy distintos. Fundamentalmente, la religión pertenece al ámbito de la conciencia de sí; lo religioso pertenece al ámbito de la conciencia profunda.

Podemos defi­nir la religión como la socialización de la experiencia religiosa personal en base principalmente de mitologías y explicaciones míticas de lo misterioso y desconocido, y comprende estructuras muy de nuestro universo que se construyen sobre el substrato de lo religioso. Además, no siempre lo religioso se encuentra como fundamento de la religión. Una religión puede llegar a subsistir y prosperar conservando únicamente los elementos más formales, como lo mitológico, nuestro natural temor a lo desconocido, los poderes naturales y la muerte, las estructuras autorita­rias, dogmáticas y litúrgicas, y todo ello sin necesariamente algún elemento religioso personal de piedad, caridad y misticismo.

Existen religiones que se erigen casi exclusivamente sobre leyes y normas, como el Islam, y toda religión contiene un siste­ma normativo, como las Tablas de la Ley del Antiguo Testamento. Se supone que este sistema expresa la voluntad de Dios o es la expresión de una sabiduría divina preexistente, y que, cumpliendo con sus normas, un fiel sigue el camino correcto de la salvación o del bien vivir. La norma ética y legal se torna en norma moral. La moral, que por esencia es subjetiva, se vuelve objetiva. La transgresión de la norma es el pecado, el que requiere ser expiado antes de ser perdonado. El pecado es social cuando la salvación le compete a la colectividad, como en el caso de los israelitas, y es personal cuando se cree que quien se salva es el individuo, como es corrientemente el caso del catolicismo.

Una de las principales funciones de toda religión es esta­blecer los códigos morales para encauzar la acción de los fieles. Es frecuente que una jerarquía eclesiástica, o ciertos líderes religiosos, legisle con el propósito de dominar a los fieles y mantenerlos sujetos, mientras en ocasiones se benefician del prestigio y la recaudación impuesta. La norma tiende a ritualizarse, pues se hace más fácil cumplirla. La obediencia ciega es muchas veces santificada, mientras la libertad personal es aplastada.

La religión tiende a abarcar la totalidad de la existencia de un ser humano, en ocasiones hasta el límite de asfixiar su libertad, como ha sido posible observar en la práctica de algunas sectas. En cambio, en lo religioso una persona subordina libremente su anhelo instintivo legítimo de supervivencia y reproducción a sus propios conceptos morales, los que emanan de su idea de Dios, los seres humanos y el universo, y del modo más libre ella actúa según su propia conciencia (su conciencia profunda, desde luego).

La religión le da forma (ritos) y contenido (mitos) a lo religioso, aunque éste no depende evidentemente de aquélla para subsistir, sino de la posibilidad de la comunicación entre Dios y la persona humana. Los ritos y los mitos tienen por función original la comunicación social de experiencias místicas y existencias piadosas individuales. Esto es, la religión depende de lo reli­gioso.

La religión controla los espacios de los significados espe­cificados en las categorías de lo sagrado. Pero si se separara el universo de su creador, se le negara a aquél cualquier contenido gnóstico y maniqueo y se aceptara la causalidad puramente natural del universo, entonces todo o nada en aquél llegaría a ser sagra­do, con lo que el aspecto sacro de la religión dejaría consecuentemente de ser rele­vante. Este paso, que elimina toda posibilidad de panteísmo, es necesario para que emerja plenamente lo religioso.

Mientras lo religioso es algo simple, personal, interno y silencioso, la religión es algo aparatoso, social, externo y bullicioso. Mientras lo religioso se nutre de lo misterioso en una actitud de piedad, la religión construye mitos en una actitud militante. La religión surge en forma natural cuando se comparte lo religioso. Al estructurarse de modo social, aquella adquiere las funciones propias de tal estructura y corre las vicisitudes de toda estructura social. Así, aparecen los problemas típicos de identidad, lealtad, inclusión-exclusión, pudiendo ésta ser instrumentalizada por los fieles para liberarse de sus enemigos, reputados de infieles y heréticos, e incluso oprimirlos y esclavizarlos.

Existe una diferencia entre una religión de carácter universal y una secta. Mientras la primera admite una diversidad de expresiones religiosas en los distintos ámbitos de la creencia, la liturgia y las normas, una secta es monolítica, uniforme e intolerante respecto a los mitos, los ritos y las normas que no sean los propios.

Fe y creencia

Del mismo modo como lo religioso se distingue de la reli­gión, la fe se diferencia de la creencia. Por fe podremos entender la libre y comprometida aceptación de Dios salvador. Por esta razonada y sentida decisión de la voluntad personal, Dios pasa a reemplazar al yo y a constituirse en el centro de la cosmovisión personal. La acción intencional de la persona pasa a fundamentarse en esta fe, la que confiere un radicalmente nuevo sentido a la vida. La deliberación racional en la intimidad del pensamiento adquiere un nuevo y substancial parámetro de decisión previo a la ejecución de la acción. La intención es evaluada por una nueva y tajante moral, la que necesariamente se mantiene en el plano más subjetivo de la persona y muy lejana a cualquier normativa que pueda establecer institución cualquiera, por más que reivindique toda autoridad sobre doctrina y moral. La libertad personal es la condición primera de cualquier comunión con lo divino.

Por creencia podremos entender la adhesión a ideas. Jesús mismo tenía creencias que nos parecen ahora absurdas, tal como la existencia de demonios en los enfermos, pero que formaban parte de las ideas ligadas a su medio cultural. Pero Jesús tenía inmensa fe en Dios, a quien se refería como su padre.

Tener fe en Jesús como el ungido enviado de Dios es muy distinto a la adhesión al dogma que ha ido elaborando sus seguidores a través del tiempo. No sólo ambas actitudes personales frecuentemente se contradicen, sino que también el respeto al intrincado legalismo de la religión, en la suposición de que sea el camino de la salvación, es muchas veces contrario al evangelio proclamado por Jesucristo. Esta contradicción proviene de la ambigüedad propia de los Evangelios, escritos que contienen los hechos y los dichos propios de Jesús, mezclados con hechos y dichos atribuidos a él, pero que, utilizándolos y derivando interpretaciones, muchos poseen la clara intención de producir una estructura político-religiosa de poder. Así, pues, de entre una maraña de ideología religiosa, que impresiona a quienes buscan la seguridad, a quien busca empero a Dios, le es aún posible descubrir en su lectura el mensaje de Jesús.

El Evangelio y el cristianismo.

El Evangelio, que apela a lo religioso, en su esencia abroga la norma, pues enseña que la salvación es materia de la fe y la caridad. La moral evangélica no se refiere al cumplimiento de algún sistema normativo, sino que a la acción libre que es conse­cuente con el profundo amor a Dios y que es una respuesta no condicionada, sino que enteramente libre, a la invitación divina de participar en su Reino. La vida religiosa no es entonces el cumplir rigurosamente con una cantidad de mandamientos y normas, sino que es el actuar libre­mente y con consecuencia a su fe. En lo religioso no existe el pecado, sino que la inconsecuencia y la irresponsabilidad, pues no se produce trasgresión de normas.

Sin embargo, el cristianismo, cuyo fundamento son los evangelios que reivindican la libertad personal, contiene una gruesa vena dogmática y moral que proviene de san Pablo. Existe en él una corriente que, desconfiando en el valor de la fe personal, busca afanosamente en los dogmas y normas el sustento de la religión. Adicionalmente, el cristianismo ha asumido en sus creencias la totalidad de las Sagradas Escrituras –Antiguo y Nuevo Testamentos–, consagrándolas como auténtica palabra de Dios.

Con la escolástica, en la Alta Edad Media, se pretendió dar un sólido fundamento a la religión mediante una teología que se supuso podía llegar a verdades con valor absoluto. Mediante el silogismo se intentó obtener conclusiones teológicas cuando se combina una de las premisas, la que proviene normalmente de algún postulado de la filosofía aristoté­lica, con otra premisa que se obtiene indistintamente, frecuentemente sin importar el contexto, de algún versículo de las Sagradas Escrituras. Se creía que combinando lógicamente una verdad natural con otra supuestamente revelada se llegaba a un conocimiento cierto de Dios y su voluntad.

Por una parte, la certeza de la filosofía platónica-aristotélica depende de principios rebatibles, como la dualidad espíritu materia, la oposición entre una realidad caótica y una idea preexistente, la causa final como el origen de las otras causas. Por la otra, tanto la teología escolástica como las ramas cris­tianas más fundamentalistas se figuraban que las Sagradas Escri­turas tenían una condición de inerrancia que permite emplear sus versículos como si fueran proposiciones verdaderas dictadas por Dios y, por lo tanto, más ciertas que un axioma. En nuestra época científica, la filosofía platónica-aristotélica ha perdido relevancia y las Sagradas Escrituras perdieron asimismo su valor como fuente de la verdad, no sólo revelada, como para el caso de la teología escolástica, sino que como fuente última, como para el caso del fundamentalismo, cuan­do se destacó su incapacidad para resistir a las conclusiones de la crítica bíblica, la que al menos ha puesto en entredicho la calidad de inerrancia de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, al hacer suya las enseñanzas de Jesús fundadas en el amor al prójimo, la Iglesia cristiana se ha erigido en valioso manantial moral que ha transformado positivamente y hecho más humana las culturas y su gente donde ha podido prosperar.

La Biblia

La polaridad religioso-religión es posible distinguirla en la Biblia. Se puede observar que en todos los libros que la componen es posible encontrar una línea profética y otra normati­va. La religión, autora de la segunda, se vale de la primera para su subsistencia. Paralelamente, difusa entre la profusión de manda­mientos y leyendas, de ritos y mitos, es posible entre leer la palabra profética que es expresada por algún ser humano profundamente religioso que busca la fidelidad a Dios. En la tradición de los profetas del Antiguo Testa­mento la idea sobre la fidelidad de Jesús y su evangelio que cala en el corazón de los humildes y que habla sobre un modo divino de vida fue comprendida por los discípulos.

No obstante existe una profunda diferencia entre los profetas veterotestamentarios y Jesús. Primero es necesario destacar aquí que no existe continuidad alguna entre el Antiguo Testamento y el evangelio de Jesús. Jesús rompió con la tradición judaica, considerando que su buena nueva fue algo radicalmente inédito. Segundo, los Evangelios reconocen justamente que Jesús, el maestro, fue en realidad el verbo divino del evangelio de san Juan. Ellos describen el bautismo de Juan Bautista cuando Jesús, al ser ungido por agua, recibió el espíritu de Dios y se constituyó en palabra de Dios. Se puede discutir si este evento fue real o no. Lo que importa es que Dios, al glorificar a Jesús, ratificó y garantizó sus dichos y hechos, constituyendo su resurrección el punto de quiebre que transformó a temerosos discípulos en decididos apóstoles. Y fueron estos seguidores de Jesús quienes, a la luz de esta llamada resurrección, de la cual fueron testigos, interpretaron sus dichos y hechos y concluyeron que lo que Jesús dijo fue la verdadera palabra de Dios.

Jesús no fue un profeta más. Un profeta del Antiguo Testamento se diferencia de Jesús en al menos dos aspectos. En primer lugar, aquél es un personaje que anunciaba la ira de Yahvé a causa del pecado del pueblo. El Jesús de la fe es la palabra de un Dios misericordioso que invita a participar en su Reino. En segundo lugar, el profeta se dirigía al pueblo israelita contemporáneo, en tanto que Jesús apeló a cada persona individual de todos los tiempos y lugares. La palabra de Jesús que está proclamada a las multitudes, no está dirigida a grupos sociales, sino a lo profundo de la conciencia de cada persona, sin distinción de raza, clase o cultura. No constituye una religión para un pueblo particular del espacio y el tiempo, sino que es universal, para cada persona y para todos los tiempos de la historia humana.

Religión y cultura

La religión, que se fundamenta o no en lo religioso, es corrientemente una de las unidades discretas de la cultura, aquella que procura explicar la transcendencia de nuestra existen­cia y el sentido de la vida en sociedad. Desde tal perspectiva ella formula normas éticas. Como toda realidad cultural, ella adquiere formas particulares según la localidad, y sufre trans­formaciones según los cambios culturales que se van operando en el curso del tiempo. También como toda unidad de la estructura cultural, ella es un mecanismo social cuya función es procurar la subsistencia del grupo social.

Usualmente, los objetivos que la religión persigue son la cohesión social, la armonía colectiva, la paz intrasocial (aunque no necesariamente extrasocial). No obstante, debemos tener presente que dichos objetivos, comunes a todas las religiones, que son por lo demás tan antropológicamente pragmáticos, no son necesariamente aquéllos que Jesús vino a enseñar. El amor y la justicia producen frecuentemente conflicto con el estímulo bioló­gico que nos impulsa a sobrevivir y a reproducirnos. El testimonio de la fe religiosa a menudo colisiona con la ética aceptada. Cuando lo religioso es compartido, en tanto es compartido se estructura como religión, y por ello se hace forzosamente social y, por tanto, materia de nuestro conocimiento objetivo en ese respecto. Pero mientras lo religioso busca la salvación personal, la religión persigue la salvación social. Ambas tendencias en­tran en contradicción cuando comienza a dominar el dogmatismo.

Religión y Estado

En tanto institución social, la religión es una unidad de la estructura social, con funciones sociales y políticas que, como el Estado, busca su propia subsistencia. Cuando conforma una subestructura u organización de la estructura social, ella se identifica con la Iglesia. Por su parte, la Iglesia, dentro de la organización cívica, se estructura, celosa de sus orígenes y funciones, como un polo que procura comandar la sociedad civil, e incluso llega hasta competir con el Estado y a apro­piarse de éste, como en el caso de una teocracia. En consideración a que su sentido trascendente de origen es visto por sí misma como un bien superior, ella intenta subordinar la finalidad propia del Estado a la de sí misma. La razón para ello es que el Estado es una institución política que está exclusivamente en función de la subsistencia de una sociedad civil, y su constitución está eminentemente dirigida a dicha función. En cambio, la Iglesia comprende toda la doctrina que explica el sentir religioso de una comunidad, incluyendo la salvación eterna de los ciudadanos.

En consecuencia, es fácil explicarse por qué, tradicionalmente, la Iglesia tienda a elevarse por sobre el Estado. De este modo, en la perspectiva de la función específica del Estado, la Iglesia, que invoca tener origen divino, cae en la tentación de adquirir mayor poder y dominio secular; y lo efectúa valiéndose del ancestral temor del indivi­duo a la muerte, a lo desconocido, al “más allá” y, sobre todo, a la condenación eterna. En otras épocas, fue suficiente la excomunión para someter tanto a los príncipes como a sus súbditos. Pero el poder secular que llega a establecer es incompatible con el de un Estado republicano y pluralista.

Las religiones

Usualmente, la estructura de la religión está comprendida por una variedad de elementos, entre los cuales mencionaré los siguientes: lo sacro, que es asignar valor sobrenatural a deter­minadas cosas naturales; lo litúrgico, que trata de ritos y acciones externas de culto divino; lo eclesiástico, que se refie­re a asambleas de fieles, es decir, a grupos de personas que profesan las mismas creencias y que se rigen como cualquier otro grupo social humano: es incluyente y excluyente; lo sacerdotal, que ejerce la autoridad y dirección en lo ritual, doctrinal, ético y administrativo de lo eclesiástico; lo milagroso, que es la esperanza puesta en lo divino para que intervenga en la causa­lidad natural y solucione problemas propios de supervivencia y reproducción; lo dogmático, que reúne el cuerpo doctrinal que el fiel debe aceptar para ser incluido en la asamblea; las creen­cias, que es el cuerpo de mitos que el creyente del grupo reli­gioso (iglesia o secta) adhiere; lo sacramental, que constituye el conjunto de signos rituales teóricamente mediadores de la acción salvadora divina; lo ético, que trata de las normas que deben regir la conducta externa de los fieles.

La especificidad del conjunto accesorio de subestructuras distingue la forma externa entre una religión y otra. El funda­mento primordial de todas estas distintas formas es, como ya señalamos, lo religioso, elemento que da origen a la estructura­ción accesoria, que es la religión, pero que muy bien puede desaparecer posteriormente, quedando lo accesorio estructurado sin su base legítima de sustentación.

Internamente como estructura social, la secta o la iglesia, al irse estableciendo, va adquiriendo poder, prestigio y riqueza, que son también signos de su vigencia y su significación en el medio social y político. Para preservar y superar lo institucionalizado su dirigencia se torna intransigente e intolerante a reformas y nuevas ideas, haciéndose dogmática y legalista.

No obstante, se debe reconocer que, aunque lo religioso confiere sustentación a la religión, ésta es frecuentemente funcional para dar nacimiento a lo religioso en el individuo, principalmente en el sentido de la transmisión de doctrinas y valores religiosos, y en el establecimiento de un ambiente reli­gioso, siempre que su excesivo ritualismo, dogmatismo y moralismo no termine por ocultar lo fundamental, como es frecuente que ocurra.

Una distinción relacionada con lo religioso y la religión es la que se puede hacer entre “Iglesia”, con “i” mayúscula e “iglesia” simplemente. La Iglesia es el cuerpo de creyentes en un Dios creador y salvador, y que desde nuestro universo puramente inmanente admite la realidad de una transcendencia. Ella establece dos tipos de realidades: la sobrenatural y la natural, siendo la realidad sobrenatural algo misterioso porque los seres humanos no poseemos las facultades cognoscitivas para conocerla. La relación entre estas dos realidades se mantiene abierta a toda inspiración e intuición y la Iglesia acoge a todo creyente que con humildad acepte este misterio.

Ahora bien, con una autoridad que atribuye a Dios la iglesia con minúscula establece las normas, los ritos y los mitos de alguna forma concreta de entender la mencionada relación y no deja posibilidad para creer en otra cosa, so pena de ser anatematizado por hereje. Éste tipo de iglesia es lo que se llama propiamente secta.

Recapitulando, la religión es la expresión colectiva de lo religioso. En una primera etapa se estructura como secta, donde los mitos, ritos, normas y dogmas adquieren un sentido restringi­do. Se constituye en religión establecida en una etapa más evolu­cionada, cuando incluye una pluralidad de culturas distintas. Sólo cuando lo religioso proviene del mensaje evangélico, se puede hablar de Iglesia. Pero para que la Iglesia no regresione a ser una simple religión establecida, con sus ritos, mitos, normas y dogmas firmemente establecidos, lo que supone intolerancia y represión, debe ser fiel al evangelio y a la plena liber­tad de las personas para pensar y decidir por sí mismas y expre­sar su fe.


La voluntad de Dios



En el Padrenuestro se pide “hágase tu voluntad…” y muchos concluyen que alguien conoce cuál es la voluntad de Dios. El hecho es que es imposible saber cuál es ésta, pues Dios es silencioso.  Sólo un loco o un mentiroso pueden erigirse en su portavoz para indicarnos cuál es la voluntad de Dios. Entonces, ¿cuál es el sentido de pedir para que se haga la voluntad de Dios? Nos parece más bien que se trata de una oración que solicita entereza para estar dispuesto a aceptar cualquier vicisitud sin que por ello su fe flaquee y también, al hacerlo, reconocerse como una criatura que Dios no abandona.

En este sentido vivimos en un mundo que Dios creó y que está regido por sus leyes que los científicos ateos se pavonean y se premian cuando descubren alguna de éstas. Este mundo es violento: el león se come al cordero. También es contradictorio: nacemos para luego morir, tenemos alegrías, dolores, felicidades y sufrimientos, nos cobija y nos pone en peligro, nos alimenta y debemos obtener sus riquezas con duro trabajo. En nuestra existencia particular cada uno vive según sus propias facultades y capacidades materiales y oportunidades, desde el refinado cortesano de algún reino hasta el interno de Auschwitz, flagelado y condenado al exterminio. Nuestra acción intencional, no es instintiva, sino que, gobernada por nuestra razón, es responsable y, por tanto, es moral. En este ámbito de la plena libertad una persona se encuentra con Dios y su voluntad.

El catecismo cristiano ha enseñado desde la antigüedad que para seguir la voluntad de Dios se debe ser virtuoso y practicar las virtudes cardinales, que son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Pues bien,  las tres últimas virtudes constituían el areté o excelencia del antiguo pueblo griego, tan guerrero como comerciante. Posteriormente, Platón, en su República, añadió la prudencia. Consecuentemente, el catecismo ha estado curiosamente enseñando a sus creyentes virtudes que son más pertinentes para un triunfante guerrero que velaba sus armas en el altar antes de ser armado caballero o para un exitoso graduado de ingeniería comercial. Habría que preguntarse cuánto de la doctrina cristiana tiene su origen en Platón y los antiguos griegos.

En cambio las virtudes evangélicas son muy distintas. No tratan de cómo alguien puede desenvolverse mejor en este mundo, sino en cómo éste puede responder a la voluntad de Dios. No tratan tampoco de cómo alguien puede afirmarse a sí mismo, sino en cómo éste puede negarse a sí mismo hasta que Dios pase a ser el foco que atrae su conciencia. La realización no está en este mundo. Los evangelios, escritos que están bastante lejanos de las encíclicas paulinas, tratan de los dichos y hechos de Jesús. Jesús enseñó con su ejemplo y habló de Dios como padre amoroso, su Reino y sobre cómo un seguidor puede acceder a este reino. Esa enseñanza es eminentemente moral y consiste en seguir el ejemplo de Jesús y sus virtudes.  Algunas de ellas son la gratitud a Dios, la bondad y la rectitud hacia los demás, la humildad, la sencillez y la modestia, el sacrificio y la caridad, la veracidad y la alegría, y, la más difícil de todas, el amor al prójimo.

La pregunta que viene es ¿cómo podemos estar seguros que actuar según estas virtudes responden a la voluntad de Dios? Evidentemente, los cristianos no deben tener ningún problema, ya que según su fe, Jesús es la segunda persona de la divina Trinidad y es, por tanto, Dios, tremenda idea que arrancó con san Pablo, quien no era precisamente evangelista y tenía una teología bastante particular sobre que el pecado del mundo requería ser redimido por un “ungido”. Sin embargo, para los no creyentes en la divinidad de Jesús esta respuesta no es creíble, pues ahora se sabe que Dios no es antropométrico, sino que es tan misterioso y poderoso como, por ejemplo, ser el creador de un universo que contiene miles de millones de galaxias, conocimiento que los obispos del concilio de Nicea (325), que vivían en la era del hierro, no sospechaban. Algunos de nuestros contemporáneos suponen ahora que la naturaleza de Jesús es sólo humana. No obstante quisieran saber cómo Jesús pudo hablarnos con tanta seguridad de Dios y su Reino y decirnos con verdad cuál es su voluntad.

Aunque parezca sorprendente, la respuesta habría que buscarla, no en la teología, la filosofía ni en la ciencia, sino que en la parapsicología. Ello se puede comprender cuando colocamos la energía antes que la materia, que es condensación de energía, y cuando identificamos espíritu, realidad inalcanzable para el método científico que se remite sólo a la causalidad material, con energía estructurada por la conciencia. Existen actualmente innumerables testimonios en Internet de experiencias fuera del cuerpo (EFC) y de experiencias cercanas a la muerte (ECM). Jesús pudo haber tenido una combinación de EFC y ECM, llegando a conocer una realidad transcendente, distinta a nuestra realidad material de espacio-tiempo, y haber tenido tanto una intensa experiencia mística como un real conocimiento del reino de Dios y su voluntad.

El sentido de la vida que una persona tiene depende de su actitud frente a Dios. Ésta puede caracterizarse desde  constituir el motivo mismo de sus actos en la conciencia de la dependencia divina de aquello que se valora, hasta la total omisión de se existencia y quehacer. El ateísmo y el agnosticismo contemporáneo se debe a una falsa creencia que todo nuestro ser depende del particular interés que tengamos en una realización personal, ya que suponen que todo lo que puede satisfacer las propias necesidades de vida se pueden adquirir con el propio esfuerzo.



CAPÍTULO 5 - LA HISTORIA DE LO TRANSCENDENTE EN LA TRADICION JUDEOCRISTIANA



Tanto la idea como la realidad de lo transcendente tienen un lugar en la historia humana. La idea de lo transcendente es algo que surge y ha nacido naturalmente en el pensamiento humano. Pero la realidad de lo transcendente surgió en un momento dado de la historia humana, y lo hizo con Jesús. Él fue el hito más importante de la historia de la humani­dad, pues proclamó la llegada del Reino de Dios e invitó a todas las personas a participar de éste. También fue clave para la cultura occidental, pues de él se originó el cristianismo, la Iglesia y, durante la Edad Media, la Cristiandad.


Lo transcendente y el Antiguo Testamento


El hilo conductor del Antiguo Testamento, como una colección de diversos textos y de distintas tradiciones escrita por israelitas y posteriormente judíos a lo largo de los siglos anteriores a la vida de Jesús, es doble. En primer lugar está el hecho originario de la alianza hecha por Yahvé a Abraham respecto a elegir a parte de su descendencia de sangre –el Pueblo de Israel– como su pueblo y darle la Tierra Prometida –Canaán– a cambio de ser adorado como el único Dios. En segundo término, a través de la narración de los distintos eventos, se explica la contraposición entre el poder de Yahvé y el deseo humano de autonomía, y la ayuda divina para ocupar la Tierra Prometida y los supuestos castigos que el pueblo recibe ante cualquier violación del pacto.

Esta teología afirma que el poder de Yahvé es tan grande que para definir las cosas no necesita del poder humano. Una de las tradiciones, la teología yahvista, proclama que los proyectos del ser humano son perversos desde su juventud (Gn 8,21), al tiempo de exagerar la limitación del ser humano para destacar que es Yahvé quien otorga la victoria. Otra tradición, la teología del Deuteronomio, opone la gratuidad de Yahvé con la autonomía del ser humano, afirmando que el premio depende únicamente de Yahvé y no de las pretensiones de la eficiencia humana. La teología rabínica, en contraposición con la tradición más fuerte, enseñaba que para ser próspero, se debe obedecer a Yahvé, ya que si al justo le va bien, es porque es bendecido por Yahvé. Y se obedece a Yahvé cuando se cumple la ley. Sin embargo, el libro de Job rompe con bastante ironía este esquema, pues, siendo un fiel observante de la ley, no le va precisamente bien.

Queda allí en discusión la causa específica del origen del triunfo, si divina, humana o natural propia del azar. Respecto a la primera parte del mencionado hilo conductor, esta teología es criticable por una tradición más liberal por ser muy rígida respecto a las promesas de Yahvé: la tierra de Canaán; la descendencia biológica de Abraham (y el descendiente mesiánico de la casa de David); el templo de Jerusalén como el auténtico lugar de la alianza.

Quien acepta la inerrancia del Antiguo Testamento y en que lo que se relata allí es verdaderamente palabra de Dios supone que la verdad allí trasciende la historia tanto de quienes escribieron sus distintos libros, con sus distintas intenciones y motivaciones, como de la realidad que se ha ido develando mediante la arqueología. Sin embargo, la verdad es que el Antiguo Testamento no es un conjunto de escritos históricos, y sus autores se valieron de hechos, imaginados o no, para reafirmar la alianza del poderoso Yahvé con el pueblo elegido, explicando que las causas de los numerosos fracasos sufridos por los israelitas fueron fruto de los pecados del pueblo. Estos escritos muestran más bien la demanda por un ser poderoso para que sostuviera un pueblo débil con enormes pretensiones frente a poderosos vecinos, lo que exige mucha interpretación e imaginación antes que fidelidad en narrar hechos históricos.

Los hebreos, antepasados del pueblo de Israel, habían sido constituidos por las distintas tribus de pastores nómades, trashumantes y marginales que habitaban el territorio ubicado justamente entre los dos centros de intensa economía agrícola de la antigüedad del Medio Oriente, Egipto (regado por el río Nilo) y Mesopota­mia (regada por los ríos Tigris y Éufrates), y esta economía hacía muy poderosos y ricos a ambos centros hegemónicos. Desde la época del hebreo Jacob (o Israel) su descendencia había codiciado el modelo de desarrollo económico, ambicionando transformarse en pueblo agricultor. Los israelitas –los descendientes de Jacob– querían imitar a sus poderosos y ricos veci­nos, pues, observándolos, constataban que la base del poder político y económico era precisamente la agricultura. Ésta gene­raba un superávit de alimentos que aseguraba la supervivencia y posibilitaba que una parte de la población pudiera dedicarse a variadas labores productivas y al mantenimiento de un fuerte poder militar para asegurar el predominio. Empujados por el hambre de sus estériles tierras y ambicionando mejores oportunidades, los israelitas habían emigrado primero para establecerse en las riberas del Nilo. Pero apenas llegados, habían sido reducidos a continuación a la servidumbre. Liderados por Moisés, posi­blemente un miembro disidente de la dinastía egipcia reinante, decidieron sacudirse el yugo y se fugaron de Egipto. Tras un largo peregrinar, llegaron al valle regado por el río Jordán, ya ocupado por los cananeos, un pueblo agricul­tor de segundo orden, a quienes combatieron sangrienta y arteramente para echarlos y apoderarse de sus tierras, y con quienes finalmente se mezclaron.

En Egipto y Mesopotamia se habían desarrollado sendas es­tructuras políticas, las que estaban fuertemente centralizadas en torno a reyes-dioses, instalados en la cúspide de un poder abso­luto y autocrático. Este poder emanaba naturalmente del modo de producción agrícola, el cual era, por una parte, demasiado domi­nable y controlable a causa de la vulnerabilidad de los cultivos, y requería, por la otra, un fuerte poder central protector. En cambio, los israelitas, con una fuerte tradición pastoril, encontraron, por oposición, su identidad y unidad política, no en una autoridad deificada, sino en la con­cepción de Yahvé.

Aquella idea, que comenzó con la noción de un dios tribal más, fue deviniendo, probablemente con la intención de superar las divinidades locales y vecinas en competencia, en la noción de un Dios no sólo extramundano, sino creador del universo y, por lo tanto, omnipotente y transcendente. Y este Dios, que llamaron Yahvé, había llegado a establecer una mítica alianza con Abraham mediante la cual aquél había llegado a elegir a la descendencia de éste como su propio pueblo por sobre las otras naciones. Este convenio fue formalizado en la ley mosaica a través del trance colectivo por adquirir la identidad nacional como el pueblo de Israel, y los constituía en el pueblo elegido por Yahvé, prohibiendo naturalmente la idolatría tanto de otros dioses tribales como de aquéllos de los vecinos centros de poder, al tiempo que les daba una fuerza colectiva extraordinaria frente a otros pueblos.

Desde esta perspectiva histórica el valor del Antiguo Testamento es para nosotros puramente antropológico y sirve por una parte para saber qué en particular pensaba un pueblo de la edad del bronce, y por la otra para comprender su relevante trascendencia en los milenios que han seguido hasta la actualidad. No deja de llamar la atención que si los israelitas no hubieran conocido la escritura, no tendríamos, por ejemplo, las religiones del libro como las conocemos.

Cabe destacar que repugnan a una sensibilidad más humanista e individualista, como la que impera en la actualidad, dos ideas fundamentales del Antiguo Testamento: el escaso valor de la persona individual frente al valor del pueblo, y la inclemencia que este pueblo ejerce frente a los no israelitas. Es una lástima que la tradición cristiana nunca se haya logrado independizar del Antiguo Testamento ni haya denunciado con fuerza el pensamiento veterotestamentario por inhumano y legalista, sobre todo cuando Jesús recalcó tanto en su prédica el amor al prójimo, la libertad personal y la universalidad de su mensaje. Por otra parte, entre los numerosos aportes del Antiguo Testamento a una cultura religiosa, de los que la humanidad debiera ser felizmente deudora, se pueden destacar dos: el monoteísmo radical y el atribuir a Dios la creación del universo entero.


Lo transcendente y el Nuevo Testamento


En un comienzo, después de la crucifixión, la resurrección y la ascensión de Jesús, entre sus discípulos hubo necesidad de compartir las experiencias religiosas que habían tenido con su maestro y de propagar sus enseñanzas. La experiencia de estar con Jesús resucitado los había transformado radicalmente. Al cabo de un tiempo, algunas de las enseñanzas, testimonios y relatos, que se transmitían en forma oral, se fueron poniendo por escrito, sirviendo de base para la redacción de un número de textos llamados evangelios, palabra griega que significa buena nueva. Si a Jesús no se le hubiera visto resucitado o al menos aparecido, sus discípulos se hubieran simplemente dispersado y retornado a sus usuales actividades cotidianas.

Una comunidad religiosa surge naturalmente, y no por inspiración divina, a partir de creencias y experiencias religiosas compartidas, es decir, es la socialización de lo religioso. Un conjunto de comunidades reli­giosas puede llegar a estructurar una religión, que es la es­tructura de las creencias y de los valores éticos y de los mitos y ritos mantenidos en común. Ocurre frecuentemente que una reli­gión se estructura en iglesia cuando se toma conciencia del poder social y político adquirido. La Iglesia nació a partir de la asociación de las numerosas comunidades cristianas, o iglesias, que los apóstoles, en especial san Pablo, habían comenzado a organizar tanto entre los habitantes de Judea y los judíos en la gentilidad que se reunían en las sinagogas dispersas por el mundo romano, como entre principalmente los mismos gentiles. Muy pronto, esta nueva agrupación comenzó a adquirir conciencia de su propia identidad, distinta del judaísmo.

El estilo del Nuevo Testamento y en especial de los evangelios se caracteriza porque intenta transmitir el misterio más profundo posible de comunicar a las personas. La palabra tanto oral como escrita simplemente se queda pequeña para describir lo divino y la salvación transcendente de las personas, pues supera toda sabiduría, conocimiento y experiencia humana anterior. Quienes primeramente explicaban oralmente las enseñanzas de Jesús, muchas de las cuales eran sus propias parábolas, y luego quienes redactaron estas tradiciones de los primeros seguidores, debieron recurrir a símbolos y analogías, a la astrología y la mitología del entorno cultural de la época, y a los mismos textos vetero-testamentarios. Nuestra actual cultura, basada en la escritura y en el conocimiento objetivo propio de la filosofía y la ciencia, posee un lenguaje directo y lógico, por lo que nos resulta muy difícil entender estos escritos tan primitivos del primer siglo de la era cristiana sin la ayuda del análisis exegético. Los predicadores eclesiásticos contemporáneos deben hacer serios esfuerzos para transmitir con propiedad el mensaje del evangelio. Aparentemente les resulta más fácil apelar a devociones piadosas propias de la antropología religiosa y que conmueven a muchedumbres, pero que distan de las enseñanzas de Jesús.

Probablemente, Jesús es el personaje más incomprendido, tergiversado y mitificado de la historia. Entre la humilde vida de Jesús en Galilea y la magnificencia y poder de la Iglesia cristiana existió un proceso que duró unos trescientos años. Este se caracterizó por la mitificación de Jesús entre sus seguidores según las creencias y los intereses mantenidos por distintos grupos de poder. Quienes adquirieron poder en esta estructuración determinaron su sentido y definieron los significados. En los primeros cien años de este proceso debe distinguirse entre la persona de Jesús, en tanto ser histórico, y el personaje que sus dirigentes, probablemente con la mejor intención del mundo, fueron creando en el curso del tiempo acerca de lo que él fue. En dicho lapso de tiempo los escritos que terminaron por integrar el canon del Nuevo Testamento fueron tomando forma y fueron seleccionados principalmente con el criterio de que hubiesen sido obra, supuesta o no, de los apóstoles o de sus discípulos inmediatos en consideración a haber sido testigos directos de los hechos relatados.

Existe una diferencia entre persona y personaje. Una persona puede definirse como un ser histórico que tiene o tuvo una existencia real y concreta, en tanto que un personaje es una representación imaginaria e idealizada de una persona que un grupo llega a construir. La muy humana persona de Jesús dio paso al fantástico personaje que fue siendo sucesivamente exalta­do por sus seguidores: desde el maestro, pasando por el Mesías, hasta llegar a ser identi­ficado con el mismo Dios. El proceso que había comenzado en la Judea tuvo dos condicionantes particulares: primero, la incorporación de gentiles al movimiento y el término de la hegemonía judía en la naciente Iglesia, y segundo, la guerra romano-judía que culminó con la destrucción de Jerusalén en el año 70 d. C.

De Maestro de sabiduría a Mesías

La exégesis moderna, al analizar los textos bíblicos y los evangelios apócrifos, que son los únicos testimonios disponibles acerca de Jesús, los rollos del mar Muerto, que testimonian la época en aquellos lugares, juntamen­te con la bibliografía de la época y los comentarios de los Padres de la Iglesia, ha ido poco a poco desenmarañando la madeja. Los métodos exegéticos están demostrando que estos textos están lejos de relatar los acontecimientos a que se refieren tal como sucedieron, sino que tienden a reflejar tanto el pensamiento como las intenciones de sus autores. De este modo, los evangelios no pueden ser considerados como biogra­fías de Jesús, sino que son más bien obras teológicas que dan explicaciones sobre su misión. No obstante, los evangelios son la única fuente literaria primaria que disponemos de la vida de Jesús.

En las últimas treinta décadas, algunos historiadores bíblicos han ido desentrañando con mucha perspicacia y conocimientos el con­texto histórico y cultural del Nuevo Testamento y han estudiado las motivaciones de los distintos autores de este conjunto de escritos. Ahora es posible establecer que entre veinte y cuarenta años después de la muerte de Jesús, el grupo de sus seguidores específicamente de Galilea, probablemente con fuertes influencias del pensamiento griego, se refirieron acerca de él como un maes­tro de sabiduría. Se supone que dicha construcción del personaje de Jesús fue escrita en torno a sus dichos y sus hechos, y, habiendo sido testigos de su resurrección, los primeros redactores concluyeron que sus dichos provenían de Dios. Esta colección de dichos y hechos, que algunos exégetas designan como el texto “Q”, por quelle (“fuente” en alemán), aunque no tenga existencia en la actualidad, habiéndose supuestamente perdido estos manuscritos, probablemente para siempre, sería una importante fuente común de los Evangelios sinópticos.

El cristianismo puede definirse como la religión que san Pablo originó en el Imperio romano. Él se transformó en auto-designado apóstol de Jesús tras un extraordinario evento personal de conversión mística, asegurando que había tenido una revelación divina. Pero san Pablo no conoció personalmente a Jesús ni se interesó mayormente por su vida, y lo que supo de él fue de parte de algunos de sus discípulos. Además, en su tiempo los Evangelios aún no habían sido escritos. De la tradición hebrea Pablo heredó una visión antropológica fuertemente inspirada en el mito del pecado original, del Génesis, y de la importancia de la Ley mosaica. Pero su cosmovisión estaba más impregnada por la cultura de su entorno helénico, de fuerte raigambre dualista propia de la filosofía de Platón, la ética estoica y los cultos mistéricos. Aquello que más le impresionó de Jesús no fueron ni su vida ni sus enseñanzas, sino que él hubiera “resucitado” después de muerto en la cruz. (Ver en el siguiente capítulo la teología de san Pablo)

Por su parte, el grupo de seguidores en Jerusalén de Jesús, llamado nazareno, que a la muerte del maestro había sido dirigido por Santiago el Menor, su hermano, imbuido de la tradición épica y profética de Israel, poseía un fuerte sentimiento patriótico y mesiánico, propio de aquella época, cuando existía la idea de combatir contra el poder hegemónico de Roma y reivindicar el destino del pueblo judío señalado por Yahvé. Los judíos de ese tiempo, incluidos los nazarenos, suponían ser, desde los míticos tiempos de Abraham, Isaac y Jacob, el pueblo elegido de Yahvé, el dios de los israelitas. Éste había establecido una legendaria alianza con Israel, materializada posteriormente a través de la Ley de Moisés, y despreciaban en consecuencia a Roma y su dominación. Tanto para nazarenos como para esenios, zelotes y sicarios Yahvé debía propiciar la exaltación de Israel y el sometimiento de las demás naciones a su pueblo. El anunciado Mesías, el enviado de Yahvé para someter las naciones y establecer su reino bajo el liderazgo de Israel, los nazarenos lo habían identificado con Jesús.

En efecto, un tema oscuro en la doctrina de Jesús, tal como ha sido escrita en los textos del Antiguo Testamento, es su mesianismo. Se ha supuesto que la concreción de las promesas de Yahvé se verifica plenamente en Jesús. El punto que se debe destacar en la actual perspectiva es que el supuesto mesianismo de Jesús no se refiere en realidad a nada terreno, sino a algo absolutamente transcendente al mundo, como es el reino de Dios. Si Jesús fue ungido por Dios como Mesías, como es la creencia cristiana, en realidad no fue para conducir ejércitos judíos para aplastar a sus enemigos romanos y erigir al pueblo israelita para someter y dominar sobre todas las naciones, como fue la intención de nazarenos, zelotes, esenios y sicarios, sino que para anunciar la llegada del reino de Dios a toda la humanidad, el cual no es de este mundo, como se afirma en el Evangelio de Juan.

Probablemente, lo peor que pudo ocurrir con los evangelios sinópticos en particular fue que se deslizó, quedando firmemente asentada en ellos, la idea del mesianismo. Esta idea había sido atesorada por los judíos desde al menos la época de los Macabeos, y había sido acrecentada a partir de los escritos que narraban sus hazañas por los grupos radicales contemporáneos. Esta idea, que estaba en pleno vigor por la época de Jesús, fue mezclada en forma natural con su mensaje específico que se centraba en la idea de reino de Dios, y lo opacó para la posteridad. El concepto de reino de Dios fue identificado con la Tierra Prometida de leche y miel del Éxodo. Lo más grave es que frecuentemente se confundió la idea de un Reino transcendente con un futuro reinado de Dios aquí en la Tierra, en una suerte de integrismo teocrático judaico. Merece señalarse que las ideas de Mesías y Tierra Prometida son anhelos perfectamente humanos y cualquier pueblo en la larga historia de la humanidad las pudo haber tenido.

La confrontación romano-judía, que desembocó en la guerra de 66-73 d. C., la total derrota judía y la destrucción de Jerusalén y su templo, impulsó un intenso pensamiento apocalíptico. Para los creyentes de origen judío Jesús el Mesías se hizo más necesario que antes. Tenía que acabar la obra que había dejado inconclusa tras su muerte en la cruz. De otro modo, habría sido el fracaso más estruendoso que pudo haber en relación con las expectativas. No sólo no había llegado la paz al mundo, sino que los paganos romanos habían impuesto su propia paz. El personaje de Jesús, en tanto Cristo resucitado, se constituía en un Mesías invencible. De ahí que el tema de la resurrección del cuerpo, idea corrientemente aceptada en el medio (v.g. Egipto), adquiriera gran importancia. Sólo que ahora había que esperar la inminente “Segunda Venida” de Jesús, tras la cual éste reina­ría sobre los hombres por mil años y establecería el Reino de Dios precisamente en la Tierra. El mito del milenarismo, o quiliasmo, había nacido. Muchos han mezclado esta Segunda Venida de los textos apocalípticos con el maniqueísmo, como lo hacen en la actualidad los adventistas y los testigos de Jehová. Suponen que el milenio se iniciaría con la Segunda Venida que estaría acompañada por la derrota total del Mal, personificado en Lucifer, en la trascenden­tal batalla de Armagedón. Los seguidores de estas sectas pasan su tiempo observando ilusoriamente en el acontecer cotidiano los signos que anuncian el fin de los tiempos presentes y el advenimiento del milenio.

Los autores del Nuevo Testamento pertenecían profundamente a la cultura judía, y unos más que otros trataron de interpretar los hechos provocados por Jesús a la luz de la reverenciada tradición judaica. Los evangelistas y los autores de las epístolas pertenecieron a esta cultura que poseía una poderosa tradición religioso-histórica que hacía de referente a toda su forma de pensar. Esta perspectiva les opacó la visión y no pudieron apreciar por entero qué era lo que Jesús realmente hacía y decía. Toda la cuidadosa argumentación para asegurar que Jesús era el cumplimiento de las Sagradas Escrituras que anunciaban la venida del Mesías se derrumba cuando se llega a afirmar que estas reverenciadas escrituras no son otra cosa que mitos, si acaso piadosos, que no han tenido inspiración divina especial. Y se puede afirmar lo anterior en razón de que nada existe, que no sea la pura piedad, fuera de las escrituras mismas que nos obligue a concluir lo contrario.

Tan grave como el mencionado error de los sinópticos fue también el error de suponer que el Dios de Jesús es el mismo que el Yahvé de los judíos. Estos autores, en especial san Pablo y san Mateo, estaban tan ligados a la tradición judaica que no fueron capaces de romper con ella, a pesar de lo absolutamente revolucionario que fue el mensaje de Jesús.

Sin duda, el pensamiento sufre cambios a través del tiempo. Siguiendo al autor de los Hechos de los Apóstoles, Pedro y los otros discípulos circuncisos, pero jamás Santiago (el Menor) y los nazarenos, fueron paulatinamente aceptando el que el mensaje de Jesús es universal y también se dirige a los gentiles. Del mismo modo, siguiendo a los evangelistas, a los apóstoles les costó mucho llegar a comprender el rechazo de Jesús al mesianismo teocrático judío. Lo que ocurre es que es completamente natural que por una parte un pensamiento esté muy ligado a la tradición, y que, por la otra, vaya evolucionando a medida que va tomando conciencia de otros aspectos de la realidad. No es extraño, entonces, que la conciencia colectiva acerca de Dios evolucione con el tiempo. Se puede suponer que el dios del universo israelita se circunscribía a un entorno bastante antropométrico y local que abarcaba hasta el horizonte que se podía observar de montañas y mares. El universo de Copérnico fue considerablemente más grande, y el gran Galileo fue condenado a prisión por el Vaticano por estar de acuerdo con este revolucionario astrónomo. El universo que la ciencia moderna va descubriendo con los potentes telescopios disponibles apunta a un Dios creador tan omnipotente que el dios de Israel se asemeja más bien a un pobre provinciano de una lejana y pequeña provincia. Y sin embargo, este creador, ahora casi incomprensible para la limitada capacidad de la mente humana, es el mismo Dios Padre que Jesús nos enseñó y con quien podemos relacionarnos filial e íntimamente.

Igualmente se debe distinguir entre Adonai, el dios judío, y el Dios que predicó Jesús, y señalar que mientras el primero reina justiciera e implacablemente desde las lejanas e inaccesibles alturas de los cielos, el Dios de Jesús es próximo y acogedor. En realidad, Adonai no es muy distinto de Yahvé, sólo que más refinado y abstracto. Pero entre Yahvé (o Adonai) y el Dios de Jesús la diferencia es infinita. Yahvé es sólo un dios local, creación de israelitas y judíos.

De Cristo a Dios

Contemporáneamente a la redacción de los primeros textos que conformaron posteriormente los Evangelios, en el Asia Menor, las epístolas paulinas sirvieron de correa transportadora para traspasar a la iglesia que san Pablo había fundando las filosofías que formaban parte de su propia cultura helénica, recibida de su medio como un judío de la diáspora, como el dualismo platónico, la moral estoica y también el gnosticismo.

San Juan evangelista fue por un camino distinto de san Pablo cuando identificó la persona de Jesús directamente con el verbo de Dios. Para él, un judío monoteísta, Jesús es la encarnación, no precisamente de Dios, sino de la palabra de Dios que se transfor­ma en el vehículo de la manifestación del Logos. Era necesario para él explicar que el evangelio que Jesús enseñaba procedía de Dios, pues, si Jesús predicaba el reino de Dios, esta verdad tenía forzosamente que proceder, no de la experiencia humana, sino de una revelación divina. Y los cristianos cayeron en esta misma suposición, agregando que Jesús ya no es sólo el verbo divino, sino que en cuanto verbo, es también una persona divina.

Tras la completa derrota sufrida por los judíos a manos de los romanos, después de 73 d. C., el centro de gravedad del cristianismo se desplazó de Jerusalén, ahora destruida, a Roma. Este cambio fue acompa­ñado de un cambio doctrinal, pues se hacía necesario repudiar al mesianismo militante para aplacar a las autoridades civiles. Además, el mesianismo había sido una idea comprensi­ble para los judíos, pero era irrelevante para los gentiles. Ellos no se sentían el pueblo superior, elegido por Yahvé, y estaban conformes con el Imperio Romano y el orden y la paz que ofrecía. La idea del Mesías ungido por Dios se hizo comprensible para los gentiles como únicamente el ungido, el Cristo, en su calidad de rey del reino de Dios, y dicho Reino estaba conformado por la asamblea de fieles, o ekklesia.

El vacío ideológico que se creó al desechar el mesianismo fue llenado por la doctrina paulina. Ésta, que en su tiempo no había sido completamente aceptada, en especial en Palestina, ingresó ahora como la doctrina oficial de la emergente Iglesia, ahora en pleno mundo grecolatino. También era necesario legitimar la nueva autoridad para asegurarse la adhesión de las demás iglesias, sobre todo cuando la de Jerusalén, considerada la autoridad legítima, aún subsistía. De este modo se seleccionaron, se modificaron y se editaron documentos doctrinales según los nuevos intereses eclesiásticos. El Nuevo Testamento es en buena medida la presentación y la interpretación del cristianismo grecolatino del mensaje y de los orígenes cristianos. Los libros que terminaron por integrar este canon fueron aquellos que representaron estos intereses.

Las nuevas doctrinas se hicieron fácilmente creíbles. Los fieles de entonces no eran muy letrados. Además, san Pedro tenía mucha fama y concitó gran adhesión. La nueva autoridad estaba vinculada en línea directa con el fundador, dejando en claro su intención de crear una Iglesia. En vista de que era necesario que la voz del fundador siguiera hablando, aunque fuera desde el Cielo, se tomó la idea de san Pablo del Espíritu Santo para que asistiera a la autoridad cristiana. Existía el precedente de este apóstol, quien se había constituido en autori­dad independiente sobre la base de que él la había recibido por inspiración de Cristo en el Cielo por mediación precisamente del Espíritu Santo. Esta doctrina fue el fundamento para que, posteriormente, la autoridad eclesiástica pudiera proclamar como verdad cualquier doctrina por el simple expediente de atribuirla a la inspiración del Espíritu Santo.

De este modo, a partir de su naturaleza propia como maestro de sabiduría y verbo divino, aquel ya remoto e ignoto Jesús fue, en el corto tiempo en que se redactaron los libros canónicos del Nuevo Testamento, ensalzado sucesivamente hasta conferirle atributos y naturalezas propias de lo divino según era lo divino concebido por los seres humanos de aquel entonces. Primeramente, una generación posterior a Jesús lo consideró como el Mesías, salvador del pueblo elegido de Dios y rey de reino de Dios. Pero fue cuando el cristianismo se hizo imperial, con el emperador Constantino, que el personaje de Jesucristo fue divinizado, como era apetecido por aquellos que llegaban a divinizar hasta Octavio César. Así, fue natural transformar al personaje, pasan­do de Jesucristo, Hijo de Dios a Dios, el Hijo.

La nueva representación de la personalidad del fundador del cristianismo ya tenía muy poco en común con el humilde carpintero de Galilea que anunció un mensaje acerca de un reino de Dios que acogería a los humildes de corazón en una nueva, feliz y eterna existencia después de la vida. Ello convenía a la organización de la Iglesia que tendría como fundador al Dios encarnado de quien toda autoridad provendría. Esto significó desde luego un definitivo rompimiento con los judíos, quienes, rigurosamente monoteístas, no podían tolerar la idea de que un hombre fuera divinizado, y menos que Dios fuera divisible por tres.



CAPÍTULO 6. EL ORIGEN DE LA IGLESIA CRISTIANA



Aunque, seguramente, la intención de Jesús no fue instituir directamente una religión, ni menos fundar una Iglesia, ambas fueron estructuradas históricamente a partir de una mezcla generada en parte por su mensaje de amor y salvación y su mandato de transmitirlo, en parte por la necesidad de socializar la experiencia religiosa y en parte por el prurito humano de controlar el comportamiento de los demás. En este último aspecto los seres humanos persiguen posi­ciones de poder social y riqueza, y cuando las obtienen, buscan definir a Dios, el ser humano y la naturaleza en términos de finalidad, preci­samente para poder regular las conductas de los otros y someter­los, todo ello tras una fachada de bondad y buenas intenciones, además de sacralidad. Ciertamente, si aparece la rebeldía, de inmediato se desempolvan cánones, se legislan leyes, se establecen tribunales, se dictan condenas, se redactan excomuniones, se convocan las cruzadas, se encienden hogueras y aparecen los demás elementos de toda estructura represora e intolerante.

El cristianismo se forjó en los primeros cinco siglos de su existencia. La historiografía nos enseña corrientemente que el cristianismo amalgamó la tradición judaica con la tradición helénica. Podemos pensar más bien que el cristianismo reúne en sí al menos tres tradiciones muy distintas: 1) la filosofía platónica referente al dualismo griego y el estoicismo como su expresión ética; 2) el Pentateuco como sustento de un universo distinto de Dios y puesto al servicio del ser humano y un Dios justiciero quien, después de la caída de Adán y Eva, elige un pueblo para reinar sobre los otros pueblos a cambio de su fidelidad, y 3) las enseñanzas de Jesús acerca del reino de un Dios padre y misericordioso, la caridad y la justicia en tanto es una doctrina que no sólo puede sostenerse por sí misma, sino que es además completamente revolucionaria.

En esa época, los Padres de la Iglesia incorporaron doctrinas y creencias no sólo ajenas a la tradición judaica, sino a las enseñanzas de Jesús. El estoicismo que permeaba el mundo grecolatino se encarnó con fuerza en las prácticas diarias del cristiano. El estoicismo traía de la mano la filosofía platónica y su dualismo ético y metafísico. Desde entonces el evangelio se ha entrelazado tan íntimamente con esta filosofía que es difícil separar la enseñanza de Jesús de la de Platón. El pensamiento de Platón, basado en la búsqueda de la perfección, tan opuesto al de Jesús, fundado en la misericordia, ha marcado la cultura occidental. Es posible apreciar una línea continua que comunica a Platón con Hitler y que pasa por san Pablo, san Agustín y Lutero. De la perfección de la Idea y la virtud y la imperfección del pecado, se llegó a la perfección de la raza aria y la imperfección de la raza semita. También la Iglesia cristiana ha estado predicando más las enseñanzas de Platón que las de Jesús, en especial con el fundamento de la frase atribuida a Jesús, “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48), y ha identificado santidad con perfección. Sin embargo, la palabra griega teleioi por “sed perfectos” es una mala traducción de la palabra aramea que significa más bien crecido, maduro, completo. El verdadero dicho de Jesús es más bien el expresado por “sed compasivos, como vuestro Padre celestial es compasivo” (Lc 6,36). En consecuencia, santidad debe ser definida como misericordia y caridad.

El neoplatónico y maniqueo san Agustín de Hipona, tras una mala traducción de un confuso pasaje en la Epístola a los romanos de san Pablo, “por un hombre entró el pecado en el mundo...,” introdujo la idea del Pecado Original y de la caída de la humanidad por la primera pareja mítica de seres humanos, y de la necesidad de la redención de Cristo en la cruz. Una caída original, que abarca al universo, requería una redención universal y absoluta, y nada mejor para ello que el sacrificio del mismo Hijo de Dios en la cruz. La triste, pecaminosa y negativa visión del universo salida de la mente de san Agustín se encarnó profundamente en las enseñanzas de la Iglesia romana. El sacramento del bautismo pasó a ser el sacramento indispensable para limpiar la mancha del Pecado Original. La penitencia se constituyó en el sacramento que borraba los pecados personales. El clero adquirió la potestad divina para impartir estos sacramentos y se constituyó así en un poder político y social que competía con el poder real.

El mismo imperio que el Mesías debía destruir, el cristianis­mo lo transformó en la base del grandioso esquema de la Cristian­dad. Sin duda, la transformación de un cristianismo de mártires –que se hacían crucificar, quemar y comer por leones hambrientos por no renegar de su adhesión a su Dios– en un cristianismo imperial que dictaba la política de todo el mundo conocido debió haber constituido una profunda y trascendental revolución religiosa. El concilio de Nicea, en 325, convocado por el emperador Constantino, proclamó la divinidad de Jesús. En esa época la cena del pan y el vino se transformó en sacrificio divino y aparecieron los sacerdotes que la oficiaban. Surgieron los sacramentos, que eran impartidos por los sacerdotes, como medios necesarios de llevar la gracia divina a los fieles. El papado emergió como la suprema autoridad de la Iglesia y con pretensiones de constituirse en la suprema autoridad de la humanidad. Aparecieron los templos sagrados para que los cristianos glorificaran a la Trinidad, la autoridad eclesiástica enseñara la verdad revelada y todos comulgaran comiendo supuestamente el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo Redentor en las formas transubstancionadas de pan y vino.

Después de Constantino, dentro del ámbito cultural de Occi­dente, el cristianismo fue consolidando, en la tradición del Imperio Romano y bajo la ideología agustina, una ciudad de Dios en lugar de un Reino de Dios. Por entonces, el cristianismo se había transformado en una gran estructura de poder que fue some­tiendo las diversas comunidades y las fue absorbiendo dentro de un imponente sistema de salvación llamado Cristiandad.

Pero el cristianismo no sólo se estructuró a partir del cuerpo doctrinal ya expuesto, también incorporó la religión de los pueblos que se convirtieron, es decir, aquéllos que el Impe­rio Romano incluyó, en gran parte de origen indoeuropeo. De manera natural, muchas de las ancestrales creencias paganas lle­garon a ser incorporadas a la nueva religión. Estaban tan arrai­gadas que formaban parte de la vida cotidiana. También de manera natural, fueron transformadas por el nuevo influjo. De este modo, los panteones de dioses (y sus poderes locales y relativos) de los distintos pueblos indoeuropeos devinieron prontamente en la corte celestial de ángeles, mártires, vírgenes y confesores (y sus intercesiones). La ancestral idea de sacrificio se hizo central, compartiendo el sitial con las ideas evangélicas de gracia y eucaristía, produciendo un juego dialéctico y generando la noción de la economía de la salvación.

Esta heterogénea estructura ideológica y doctrinal recibió numerosos aportes de las culturas comprendidas por el Imperio Romano. Así, la filosofía griega, a través del neoplatonismo, le aportó la idea de la dualidad cuerpo-alma, en la que el cuerpo está sujeto a las pasiones y los vicios que impide que el alma pueda acceder a la luz y las virtudes mientras ésta no someta a aquél. El gnosticismo le infiltró la idea de que lo terrenal y el mundo físico son malos y corruptos. La cosmogonía tradicional del Medio Oriente le introdu­jo la noción de los Cielos y los Infiernos, con lo que ella cobró un renovado vigor. El dualismo maniqueo proporcionó la figura de Lucifer como titular de los demonios de los Infiernos. De este modo, si un ser humano consiste, según la creencia griega, en cuerpo corrompible y alma subsistente, a su muerte su alma tiene que necesariamente dirigirse hacia uno de los dos posibles lugares (Cielo o Infierno) de la cosmogonía del Medio Oriente, tras un juicio divino que determina su grado de pecado según lo gnósticamente terrenal que haya sido su existencia en vida.

En tanto institución única de un Mesías reivindicador y cumpliendo la voluntad de un Dios justiciero, fue natural que la Iglesia anatematizara y condenara con las peores sanciones por herejía y persiguiera hasta la destrucción a arrianos, nestoria­nos, docetistas y gnósticos, en sus primeros siglos de existen­cia, y agregara a su lista un sinnúmero de otras corrientes de pensamiento contrarias a la suya. Según ella, Dios había enviado a su hijo unigénito para redimir a los seres humanos del Pecado Original. La muerte de Cristo, el ungido paulino por Dios, en la cruz fue un sacrificio apropiado para tal propósito. Los efectos del sacrifi­cio eran válidos sólo mediatizados por la Iglesia, dentro de su comunión y bajo su autoridad.

Si tomamos en cuenta que las ideas que imponen los grupos de poder son las que terminan por ser aceptadas, y que las ideas de las minorías son combatidas por heréticas, las religiones oficia­les son aquellas que van conteniendo las ideas de los grupos culturales más poderosos y hegemónicos. Por ejemplo, en los primeros siglos de la era cristiana el cristianismo grecolatino prevaleció sobre el cristianismo sirio-egipcio en sucesivas polémicas respecto a la naturaleza de Cristo. No podía ser de otra manera, ya que el poder político estaba en manos del Imperio, cuyas sedes estaban ubicadas en Roma y Constantinopla. Un grupo abigarrado de doctrinas sobre la naturaleza de Jesús, que surgieron a consecuencia de la principal polémica del momento que fue acerca de la idea de Jesucristo, terminó por ser condenada por el sistema de poder.

El docetismo, que al creer que la carne es pecaminosa, suponía que Cristo parecía ser hombre, pero que en realidad no se había encarnado. El arrianismo sostenía que el Hijo, en tanto Verbo, no puede tener la misma naturaleza del Padre porque había tenido un princi­pio. El monofisismo mantenía que si el Padre y el Hijo tienen una naturaleza únicamente divina, la naturaleza humana de Cristo no es más que apariencia. El nestorianismo sustentaba que Cristo tenía dos naturalezas: una humana, la otra divina, ambas no consustanciales. Sólo el trinitarismo predicado por san Gregorio Nacianceno perduró. Las restantes doctrinas teológicas en competencia fueron atacadas violentamente por la ortodoxia, centrada principal­mente en Grecia, principiando en el Concilio de Nicea , en el año 325, donde se había afirmado que las relaciones entre el Padre y el Hijo son consustanciales (homoöusion), y terminando en el Concilio de Calcedonia, en 451, que definió que Jesucristo es una persona con dos naturalezas, una divina y otra humana, distintas pero consustancialmente unidas, y sin explicar qué se entiende por naturaleza divina ni cómo es posible tal unión. Así las cosas, la polémica sobre la naturaleza de Jesús está teóricamente abierta, a pesar de los intentos de la Iglesia por imponer la tesis del trinitarismo.

Estas aparentemente abstrusas posturas teológicas dividieron la cristiandad, no tanto en torno al significado de ellas, que muy pocos entendían verdaderamente, sino por los intentos hegemónicos de los distintos grupos de poder. Tras el esfuerzo por imponer una idéntica visión de Cristo a todos, se encontraba la hegemonía grecolatina. Sin duda, si el arrianismo o el nestorianismo hubieran prevalecido, lo más signi­ficativo hubiera sido no tanto que la teología habría sido dis­tinta, sino que la cultura grecolatina habría mostrado su inca­pacidad para imponerse frente a sus competidoras.

Esto nos lleva o otra cuestión: el concepto de cristiano que prevaleció es probablemente muy distinto del que hubiera existido de haber vencidos los pueblos identificados con la cultura copta, la pérsica, la mogólica o la germánica. De hecho, la lucha de más de siete siglos que se sostuvo en la península ibérica comenzó entre hispanos trinitarios y visigodos arrianos. Éstos tenían mayor afinidad con el Islam en cuanto al monoteísmo, por lo que la lucha derivó más tarde entre islámicos y católicos. Así, pues, es posible llegar a la conclusión de que la religión es un elemento cultural funcional en cualquier lucha por el estable­cimiento de hegemonías y grupos de poder.

En resumen, el camino histórico que tomó el cristianismo resultó tan impredecible y aleatorio como cualquier otro evento de la historia. Sin embargo, en este caso el curso resultó en una perfecta contradicción. Al transformarse en una importante fuerza sociológica el cristianismo fue requerido por el Imperio como un nuevo aglutinante de su necesidad por dominar hegemónicamente. La natural diversidad de aquél fue unificada por el centralismo imperial. El punto de inflexión fue el Concilio de Nicea, cuando por un polémico y hasta intrascendental asunto acerca de la naturaleza divina de Cristo, el emperador Constantino forzó la decisión en la doctrina del trinitarismo. Con el tiempo la necesidad de preservar la unidad doctrinaria a partir de principios tan discutibles y su forzada aceptación por los fieles generó el poder autoritario del papa y su calidad de infalible. La intolerancia de una iglesia devenida en imperial no sólo ocasionó todo tipo de guerras y conflictos, sino que obscureció lo fundamental del evangelio de Jesús: su llamado al amor fraterno y a la libertad personal.

Existe una diferencia entre persona y personaje. Una persona puede definirse como un ser humano histórico que tiene o tuvo una existencia real y concreta, en tanto que un personaje es una representación imaginaria e idealizada de una persona que un grupo llega a construir. De este modo, la muy humana persona de Jesús dio paso al fantástico personaje que fue siendo sucesivamente exalta­do por sus seguidores: desde el Maestro, pasando por el Mesías, el Ungido (Cristo), el Unigénito, hasta llegar a ser identi­ficado con la Tercera persona de la Trinidad y el mismo Dios. El proceso, que había comenzado en Galilea y Judea, tuvo dos condicionantes particulares: primero, la incorporación de gentiles al movimiento de Jesús y el término de la hegemonía judía en la naciente Iglesia, y segundo, la guerra Romano judía que culminó con la destrucción de Jerusalén, en el año 70.

Se puede decir que Jesús llegó a ser el personaje más incomprendido y tergiversado de la historia. Entre la humilde vida de Jesús en Galilea y la magnificencia y poder de la Iglesia cristiana existió un proceso que duró unos cuatrocientos años. Este se caracterizó por la mitificación de Jesús entre sus seguidores según las creencias y los intereses mantenidos por distintos grupos de poder. Quienes adquirieron supremacía en esta estructuración determinaron su sentido y definieron los significados. En los primeros cuatro siglos de este proceso debe distinguirse entre la persona de Jesús, en tanto ser histórico, y el personaje que sus dirigentes fueron creando acerca de lo que él fue. En dicho lapso de tiempo los escritos que terminaron por integrar el Canon del Nuevo Testamento fueron tomando forma y fueron seleccionados principalmente con el criterio de que hubiesen sido obra, supuesta o no, de los apóstoles o de sus discípulos inmediatos en consideración a haber sido testigos directos de los hechos relatados. El Canon Bíblico llegó a ser instituido por el Concilio de Roma, en el año 382, bajo el pontificado de Dámaso I.

Aunque el evangelio se sostiene por sí mismo, sin necesidad de ser sustentado por alguna religión, forma una parte relativamente importante del cristianismo. Esta religión ligó artificiosamente este mensaje transcendente y misterioso con la filosofía griega, y en particular con la filosofía de Platón (1er personaje analizado). El cristianismo es la religión que se originó del pensamiento teológico de san Pablo (2º personaje analizado) y de su eficaz actividad misionera. Aunque muchos han descubierto el evangelio en la maraña doctrinal y ritual de esta religión y seguido las enseñanzas de Jesús llevando una vida de santidad, el cristianismo ha sido más bien un vehículo tortuoso y enrevesado para la propagación del mensaje del maestro. Así, después de Pablo el cristianismo continuó siendo elaborado por los Padres de la Iglesia principalmente de acuerdo con una línea dualista, ascética y sacramental hasta conformar una unidad de dogma, rito y norma. Lo primero que llama la atención sobre los Padres de la Iglesia es que no fueron judíos, sino que gentiles, todos varones, todos habitantes dentro de los confines del Imperio romano y todos formados en las enseñanzas de la filosofía griega. La raíz cultural hebrea se había perdido por completo, exceptuado una minoría desvinculada e intrascendental que aún vivía en la remota Judea.

El nombre de “cristianos” apareció en Antioquía para designar a los conversos por Bernabé, compañero de Pablo. Entre los cristianos-gentiles de los primeros siglos una estructura de poder eclesiástico o religioso, basado en obispos, se estableció muy pronto tras la labor misionera de Pablo. La política estuvo presente en cuestiones dogmáticas. Se buscaba la unidad doctrinal en una época de definiciones conceptuales que ligaba el ámbito especulativo con el ámbito transcendente alrededor de la persona de Jesús. Los temas que dividieron a los primeros cristianos fueron principalmente dos: la Trinidad y la naturaleza de Jesucristo. El debate en torno a la Trinidad tuvo su inicio con Tertuliano (3er personaje analizado) y se definió en el Concilio de Nicea (325) a instancias del emperador Constantino (4º personaje analizado). No es que estos temas fueran tan relevantes para la salvación personal de los fieles, pues no aportaban nada a las enseñanzas de Jesús. Tampoco las verdades intrínsecas de estos temas fueron tan relevantes, considerando las débiles razones teológicas y filosóficas de las vehementes argumentaciones. Siempre que fueran consideradas ortodoxas en los concilios y sínodos, por medio de distintas posturas teológicas las diversas facciones en pugna buscaban su propia supremacía en el poder eclesiástico. Quienes figuran como Padres de la Iglesia fueron los vencedores. El resto, los herejes, fueron anatematizados, perseguidos, condenados y aniquilados. Desde un punto de vista más benévolo, se trató más bien de digerir el mensaje de Jesús sobre un Dios paternal y una vida eterna en su reino y de amor y paz, y también la cosmovisión de la cultura judaica, tan extraña como religiosa. Estas ideas fueron sometidas al escrutinio racional de letrados según los parámetros de una cultura sofisticada, dualista y metafísica con el objeto de comprender la sobrenatural epifanía de Jesús que Pablo había propagado de acuerdo a su propio entendimiento.

Ya consolidado el cristianismo como la religión oficial del Imperio romano, en el año 390, aún restaba por darle forma y coherencia a la mezcolanza de Sagradas Escrituras, teología paulina y el reciente y excluyente dogma niceno. Esta titánica labor la efectuó san Agustín de Hipona (5º personaje analizado) supeditado a la filosofía de Platón. La síntesis obtenida consolidó un nuevo paradigma, tuvo inmediata aceptación, en especial en la Iglesia latina, y trascendió el tiempo hasta nuestros días, ayudada por ingentes esfuerzos apologéticos. También conformó la nueva era que vino después de la caída del Imperio romano, que fue la Edad media.


Platón


La filosofía griega, en particular el pensamiento de Platón, sirvió de fundamento al medio cultural del mundo helenístico tardío, el del Imperio romano. Este pensamiento forjó el cristianismo en sus primeros siglos de desarrollo, o más bien, el cristianismo creció en toda la extensión y en todos los estratos del Imperio romano gracias a que sus dirigentes habían sido educados en dicho pensamiento.

Vida

Platón (428-347 ó 348 a. de C.) fue un filósofo ateniense y amigo personal de Pericles. Fue discípulo de Crátilo, un seguidor de Heráclito, que se planteaba el problema del cambio y la eternidad. Tuvo influencias pitagóricas que pesarían más tarde en su ética y antropología. Fue amigo y discípulo de Sócrates, de quien tomaría su convencimiento de que la verdad existe y es cognoscible, y que el conocimiento del bien a través de la educación es la clave para lograr una sociedad justa. Tras su formación filosófica, intentó llevar a la práctica su utopía del Filósofo-Rey. Estando convencido de que era imposible ponerla en práctica en Atenas, lo intentó en Siracusa bajo el reinado de Dion el viejo y de su hijo Dion el joven. En uno de estos viajes la enemistad del rey le acarreó ser vendido como esclavo, pero uno de sus amigos le reconoció y pagó su rescate. Más tarde, con este dinero, del que su amigo no aceptó la devolución, Platón costeó los gastos de la fundación de la Academia, cerca de 388 a. de C., la que sería la primera institución educativa de la civilización occidental. Su filosofía fue ampliamente difundida en el mundo helenístico y después en el Imperio romano. La mayoría de los Padres de la Iglesia habían sido instruidos en la filosofía de Platón. La cultura helénica misma (y a través de ésta, también la cultura occidental) estaba permeada por el idealismo epistemológico y el dualismo espíritu-materia de esta filosofía.

Filosofía

Fueron múltiples los temas filosóficos que ocuparon a Platón. Dos de éstos fueron decisivos en la formación del pensamiento cristiano: su epistemología (qué conocemos) idealista y su teoría del conocimiento (cómo conocemos) dualista.

1. La epistemología de Platón.

El punto de partida que llevó a Platón a formular su teoría de las Ideas fueron los Pensadores jonios que desde la observación de la naturaleza intentaban alcanzar un conocimiento racional de la realidad, y también la antinomia que resultó de las ideas de Heráclito de Éfeso (c. 535 a. C. – 484 a. C.) y Parménides de Elea (Entre 530 y 515 a. C. – después de 445 a. C.). El primero veía en la realidad que todo es devenir y cambio, en cambio el segundo veía que todo es uno eterno e inmutable. Además, Platón constataba que en el mundo sensible no se encuentra lo perfecto que veía en la ética y las matemáticas, como la justicia perfecta, la virtud perfecta, el triángulo perfecto. Supuso que estas cualidades perfectas tenían que existir en algún lugar.

La solución de Platón fue conciliar el pensamiento contrapuesto de Heráclito y Parménides y rechazar todo conocimiento adquirido por los sentidos mediante la separación del mundo en dos realidades separadas. Una de ellas es el mundo sensible o visible que tiene los caracteres del devenir de Heráclito. Por tanto es múltiple y mutable. Pero supuso que el tipo de conocimiento que nos aporta es meramente de opinión, pues el conocimiento de lo que cambia no es episteme o ciencia, sino que es sólo apariencia (doxa). En su diálogo Teetetos muestra que el conocimiento no puede provenir de los sentidos ni de las cosas sensibles, pues dichas cosas conducirían al relativismo y del relativismo al absurdo. El otro mundo es el de de las Ideas y tiene las características del ser de Parménides, siendo uno y eterno (inmóvil), y el conocimiento que nos aporta es auténtica ciencia (episteme).

Platón introdujo la radical dualidad entre el mundo de las Ideas y el mundo de las sensaciones. Existe para él el mundo de los universales o las Ideas, donde se encuentra el caballo perfecto, el círculo perfecto, la bondad perfecta, y el mundo de las entidades imperfectas, que es el que experimentamos. Platón estaba introduciendo por primera vez en la filosofía el problema de los universales cuando supuso que el concepto de algo es un universal. El mundo consistiría en universales e individuos. Éstos ejemplifican a aquéllos. Existen sillas, gatos, azules individuales, y también, universales ser silla, ser gato, ser azulado. La relación entre universales e individuos es como un original y una copia o imitación. Esta relación no debe ser confundida con la relación de género a especie, que es una relación de un universal a otro de menor jerarquía. Mientras el concepto está en la mente, el universal existe en el mundo de las Ideas donde tiene sustento propio, autónomo e ideal. También los individuos que ejemplifican a los universales existen, pero en el mundo sensible.

El meollo de la filosofía de Platón es el de las Ideas (logos) y su realidad, y el objetivo de su teoría de las Ideas es demostrar que la verdad existe, y que tiene contenido objetivo y existencia real. Platón piensa que las Ideas son esencias trascendentes e inmutables. Las Ideas adquieren carácter ontológico. Ellas son reales y son la verdadera realidad. Las Ideas son el ser y son subsistentes, existen por sí mismas, no sólo en la mente humana. Que las Ideas sean trascendentes quiere decir que son realidades separadas; que las Ideas sean inmutables quiere decir que son realidades eternas, perfectas e imperecederas. Platón había encontrado que las Ideas inmutables, subsistentes y reales, purgadas de inconsistencia e incertidumbre, no son entes de la razón humana, sino que son la verdadera realidad. Había relegando a la mera apariencia el mundo sensible de lo mutable y lo múltiple, el que captamos por los sentidos y no por la razón. Mientras que el mundo sensible es sólo apariencia, su nivel de realidad es inferior al del mundo de las Ideas.

Las Ideas se conocen mediante la parte más excelente del alma, que es la racional, para lo cual tenemos que recurrir al método dialéctico y a la anamnesis o reminiscencia. No adquirimos las Ideas por la razón, ni son el resultado de pensamientos o reflexiones. Platón dice que el alma ya tenía esos conocimientos desde siempre, por haberlas contemplado en períodos anteriores a nuestra existencia, puesto que el alma preexistió, junto a los dioses, en el Olimpo. Como el alma está encerrada en un cuerpo material y en contacto con realidades materiales espaciotemporales, sólo puede tener recuerdos de las Ideas que en su momento contempló directamente. A estos recuerdos le llama Platón “anamnesis”. Son, por tanto, conocimientos a priori, anteriores a cualquier tipo de experiencia o impresión sensible. Cuando vemos objetos concretos (árboles, casas, libros...) esos objetos nos evocan la idea correspondiente que conocimos en la eternidad. Ni siquiera estas Ideas se adquieren por el estudio o la reflexión.

Podrá discutirse la afirmación que ninguna cosa resulta ser tan perfecta como la idea de la misma. Sin embargo, lo impropio fue que Platón diera el siguiente paso, el que fue ilógico e irreal. Platón escinde la realidad para poder explicarla: el mundo sensible o visible y el mundo de las Ideas. Esta división conlleva el menosprecio del mundo sensible y del conocimiento de los sentidos, ya que para él ninguna cosa de la realidad resulta ser tan real como la idea de la cosa; la idea existe más allá de la razón y la cosa fue disminuida a ser una mera apariencia de la idea. Platón estaba terriblemente equivocado en desconfiar de la experiencia sensible como única manera que tenemos para conocer la realidad y poner su mirada en las Ideas perfectas. Simplemente no poseemos ideas innatas (para una epistemología realista, ver mi Libro V – El pensamiento humano. http://unihum5.blogspot.com). No debe sorprendernos, por tanto, que los teólogos de los primeros siglos del cristianismo, que eran seguidores de Platón, pudieran tan confiadamente hacer tantas afirmaciones sobre el mismo misterio que es Dios, que pudieran tener argumentos para rebatir a sus adversarios que hacían lo mismo y que, peor aún, pudieran anatematizarlos, perseguirlos, castigarlos y hasta matarlos con la intolerancia más sublime.

2. La teoría del conocimiento de Platón.

La superioridad del mundo de las ideas sobre el de las cosas se traduce en el contexto antropológico en una prioridad absoluta del alma sobre el cuerpo. Alma y cuerpo forman una unidad accidental, precaria, en un sentido parecido a como afirmamos que un jinete está unido a su caballo. El cuerpo es la cárcel del alma, algo así como el caparazón que lleva dentro a la ostra. Supone un lastre negativo para el alma, pues le crea necesidades, enfermedades, deseos, temores, pasiones y sensaciones que le obstaculizan la búsqueda de la verdad. Es un estorbo del que el alma tiene que liberarse poco a poco, del que tiene que purificarse para poder ascender a la contemplación de las Ideas. El cuerpo inclina al alma a poseer cada vez más, a ser ambiciosa, al comportamiento violento y a la guerra, a los placeres sensibles.

El alma en cambio es muy superior al cuerpo. Es la que constituye nuestro yo. Representa lo más auténtico del ser humano, y al lado de ella el cuerpo es sólo una sombra, una apariencia. El alma racional es una creación directa del Demiurgo, tomando como modelo las Ideas eternas. El alma obtuvo sus conocimientos mientras estuvo en contacto con las Ideas, en su primera existencia. Preexiste en el mundo de las Ideas, y su objetivo en esta vida es purificarse, separándose lo más posible del cuerpo. Platón propone los siguientes caminos de purificación: 1º. La ascesis o represión de las pasiones. Platón tiene una concepción negativa del placer y de la corporalidad, despreciando el cuerpo y la vida y proponiendo el ascetismo como ideal ético. 2º. El ejercicio de las virtudes. Platón va a diferenciar las siguientes virtudes: la Sabiduría, que es la virtud propia del alma racional; la Fortaleza, que es la virtud propia del alma irascible; la Templanza, que es la virtud propia del alma concupiscible; la Justicia, que es la virtud que armoniza las tres almas. 3º. El tercer camino es el amor, pero sobre todo el amor a las Ideas, no el amor carnal.

Platón propone que el destino del alma es el regreso al Mundo de las Ideas, y sobre esto nos habla en varios diálogos: el “Fedro”, “Gorgias”, “Fedón”. Nos cuenta que en primer lugar el alma será juzgada, recibiendo una sentencia conforme al nivel de purificación que haya logrado. Después, aquellos que hayan logrado una purificación total regresarán al Mundo de las Ideas, pero caben otras dos posibilidades: Los iniciados en el camino de purificación irán a los “Campos Elíseos”, un lugar paradisíaco según Platón, pero no absolutamente feliz. Para aquellas almas que no hayan logrado purificación alguna, propone el castigo del infierno con atroz sufrimiento. A diferencia del cristianismo, Platón propone que los dos últimos destinos no son definitivos, las almas se reencarnarían y le serían asignados nuevos destinos, atendiendo al mayor o menor nivel de responsabilidad moral que hubieran alcanzado en la vida anterior.

La ética de Platón, que tuvo enorme importancia en la ascesis y las virtudes cristianas, es consecuencia del origen del alma, lo que cuenta Platón en el mito del “Caballo alado” o “Mito del auriga”. Las almas cuando habitan en el mundo de las Ideas marchan en procesión sobre un carro, conducido por una Auriga, tirado por dos caballos, uno negro y otro blanco. El caballo negro se desboca y pese a los esfuerzos del Auriga se sale del camino, viéndose arrojado a este mundo. El mito nos habla sobre la estructura del alma, que según Platón está compuesta por tres aspectos: 1º. El auriga representa el aspecto racional del alma. 2º. El caballo blanco representa el alma irascible, que es la que controla las pasiones nobles, es decir, la voluntad. 3º. El caballo negro simboliza el alma concupiscible de la que provienen las pasiones innobles. Las almas vienen destinadas a este mundo por una falta del alma concupiscible que no puede ser controlada por la razón, el Auriga. Según este mito la relación alma-cuerpo consistiría en que el alma racional, la parte noble y eterna del hombre, sea capaz de controlar las pasiones del cuerpo, el alma concupiscible. El cuerpo que es sólo una cárcel para el alma, es un obstáculo para el alma racional. El objeto de la unión entre ambos es la expiación de una culpa por la que nos debemos purificar en esta vida.

Con esta concepción, Platón deja abierto un profundo abismo entre el mundo material de lo sensible y de lo físico y el mundo de lo espiritual, de las ideas y de lo mental. Esta tajante oposición entre materialismo y espiritualismo hará del hombre un ser escindido, imperfecto, incapaz de conseguir unidad y auténtica armonía. La tarea de la filosofía consiste en ascender desde el mundo sensible al mundo de las ideas y en éste contemplar la idea de Bien. Por eso Platón define la filosofía como “una ascensión al ser”. La ascética como ética y el monasticismo cristianos fueron formas de vida religiosa que derivaron sin duda alguna del filósofo de las Ideas.

Influencia

En siglos posteriores la filosofía de Platón fue revitalizada como neoplatonismo.
En la Alejandría del siglo III, en el contexto intelectual del helenismo tardío de la época romana, se definió un sistema filosófico que fue enseñado en diferentes escuelas hasta el siglo VI. Es la última manifestación en la Antigüedad del platonismo, y constituye una síntesis de elementos muy distintos además de los platónicos, con aportes de las doctrinas filosóficas de Pitágoras, Aristóteles y Zenón, unidas a las aspiraciones místicas de origen hinduista o judío. El fundador de la doctrina parece haber sido Amonio Saccas (Alejandría, c. 175 – Alejandría, 242), siendo Plotino (Alejandría, 205 – Roma, 270) su discípulo más importante. Según los neoplatónicos, el principio de todo lo existente es la unidad absoluta, lo Uno, llamada realidad suprema o gran vacuidad, de la que surgen todas las demás realidades por emanación. El primer ser emanado del Uno es el Logos, llamado también Verbo, o Inteligencia, que contiene las ideas de las cosas posibles. Después, la Inteligencia engendra el Alma como idea, principio del movimiento y de la materia. El Uno, la Inteligencia y el Alma son las tres hipóstasis de la Trinidad neoplatónica. En forma similar, la doctrina central de Plotino es su teoría de la existencia de tres hipóstasis o realidades primordiales: el Uno, el nous y el alma.

La filosofía de Platón pasó a formar parte de la cosmovisión del mundo en torno al Mediterráneo, y algunos Padres de la Iglesia que hicieron explícitamente suya la filosofía de Platón son los siguientes:

Agustín de Hipona, san, (Tagaste, Argelia, 354 – Hippo Regius, 430) (ver más adelante) leyó a los platónicos con ojos cristianos y a los cristianos con ojos platónicos; a todos los asimiló e interpretó a su propio modo. Aceptó absolutamente la filosofía griega y confió en ella. Se presentaba a sí mismo como un Platón cristiano. Puede decirse que después de Agustín la Iglesia católica propagó más la filosofía de Platón que el mensaje de Jesús. De Platón obtuvo los conceptos de luz inteligible, trascendencia, ser eterno y dualismo; también obtuvo el método mayéutico. Discrepó de los platónicos en algunos puntos: hay un camino universal de salvación y no sólo una vía aristocrática; la fe es un absoluto, mientras que la filosofía es siempre un relativo; no hay preexistencia de las almas en el sentido filosófico; el pecado original no es filosófico, sino histórico; la mística racionalista de Dios es pura ilusión y la unión con Dios exige “mediaciones”;  lo sobrenatural coincide con la gracia de la Redención. La filosofía se constituyó en base esencial de toda especulación teológica. Tal como Platón, Agustín fue dualista: el hombre es un compuesto de alma y cuerpo. Posee dos principios o elementos, uno material y otro inmaterial, que constituyen el ser del hombre.

Atenágoras de Atenas (s. II) fue filósofo cristiano de Atenas y uno de los primeros apologetas cristianos. Su teología y las relaciones entre el cristianismo y la filosofía resultan más claras y más lógicas que la de otros apologistas de su época. Platónico de mentalidad, hace resaltar las concordancias que existen entre razón y fe. En sus discursos toma de la filosofía su método y sus formas, pero como filósofo cristiano procura mantener un equilibrio entre razón y fe.

Clemente de Alejandría, san, (Atenas, c. 150 – Palestina c. 215) tuvo una amplia cultura pagana, la que no fue borrada por su encuentro con el cristianismo. Según él, los filósofos gentiles, Platón en especial, se hallaban en el camino recto para encontrar a Dios; aunque la plenitud del conocimiento y por tanto de la salvación la ha traído el Logos, Jesucristo, que llama a todos para que le sigan.

Caius Marius Victorinus, conocido también Victorino el Africano (Cartago, c. 300 – Roma, c. 382) fue un filósofo neoplatónico, retórico y polemista cristiano. Fue un estudioso de la lengua latina y, antes de su conversión al cristianismo, alcanzó fama en todo el Imperio romano como maestro de retórica, por lo que le fue erigida una estatua en el Foro de Trajano en tiempos del emperador Constancio Cloro. Su pensamiento filosófico, está muy mediatizado por sus estudios de gramática y retórica. Adscribió por una parte a la lógica aristotélica y, por otra, al pensamiento neoplatónico (realizó diversas traducciones al latín de obras de Platón, Plotino y Porfirio).

Tertuliano (Cartago, c. 160 – Cartago, c. 220) fue un Padre de la Iglesia, uno de los mayores teólogos de la cristiandad del siglo III y un prolífico escritor. De su vida muy poco se sabe, ya que está basada en referencias de sus escritos, en Eusebio de Cesarea y en san Jerónimo. Fue un académico que recibió una excelente educación.


Pablo


El cristianismo puede definirse como la religión que san Pablo originó en el Imperio romano a partir de la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Él se transformó en auto-designado apóstol de Jesús tras un extraordinario evento personal de conversión mística, asegurando que había tenido una revelación divina. Pero Pablo no conoció personalmente a Jesús ni se interesó por su enseñanza, y lo escasamente que supo de él fue tangencialmente de parte de algunos de sus discípulos. Por el contrario, tuvo serias disputas con algunos apóstoles. Además, en su tiempo los Evangelios aún no habían sido escritos.

Pablo era un judío de la diáspora que había nacido y vivido en Tarso, Siria. Antes de ejercer su nueva misión, había sido un fariseo estudioso del judaísmo y ferviente perseguidor de los seguidores de Jesús. Incluso habría participado en el asesinato de Esteban. De la tradición hebrea Pablo heredó una visión antropológica fuertemente inspirada en el mito del pecado original, del Génesis, y de la importancia de la Ley mosaica. Pero su cosmovisión estaba más impregnada por la cultura y mitos de su entorno helénico, de fuerte raigambre dualista propia de la filosofía de Platón y la ética estoica. Aquello que más le impresionó de Jesús no fueron ni su vida ni sus enseñanzas, sino que él hubiera resucitado después de muerto en la cruz.

Juntando el relato del Génesis con el dualismo platónico, el estoicismo y la muerte y resurrección de Jesús, Pablo elaboró una teología que ciertamente no gustó a los rígidos monoteístas judíos, pero maravilló a los gentiles. El punto de partida de su teología (Rom. 5-8) fue el mito judaico del pecado original. Éste fue una desobediencia de Adán, el primer hombre y padre de la humanidad, que transgredió un mandato expreso de Dios y que mereció como castigo la condena de la muerte para él y toda su descendencia. Pablo prosigue con la idea de que Dios, en su infinita bondad, enviara a su Hijo, Jesucristo, el nuevo Adán, se hiciera hombre de carne y hueso y cargara con el pecado de toda la humanidad para redimirla a través de su pasión y muerte en la cruz y conseguir la reconciliación con Dios, la justificación de la humanidad, la gracia divina, la justicia, la salvación y la vida eterna. La resurrección de Jesús en la gloria de Dios es, para Pablo, la destrucción del pecado y la muerte. 

Para Pablo la salvación en una nueva vida requiere el bautismo en Cristo, que consigue sepultar el pecado y participar de la muerte y resurrección gloriosa de Jesús, pues si se muere con Cristo, quedando absuelto del pecado, también se vive con Él para Dios. El pensamiento de Pablo sigue parcialmente la moral estoica. El bautizado no debe acceder a la concupiscencia de su cuerpo mortal para que no domine el pecado, sino que debe reinar la gracia. Solo liberado del pecado se tiene la santificación y la vida eterna. Pablo supone que el pecado está natural y necesariamente en uno, ser de cuerpo mortal. El pecado se lo reconoce por la ley, la que define el pecado. Liberado de la ley, uno se libra del pecado y la muerte. Quien puede liberarlo de la ley es Jesucristo, y quien es de Él se libera de la condenación, el pecado, la muerte y la ley. Quien es de Cristo no vive según la carne, que es muerte, sino según el espíritu, que es vida, y el Espíritu de quien resucitó a Jesús llegara a habitar en uno, también le dará vida a su cuerpo mortal al testimoniarle que es también hijo de Dios y coheredero de Cristo para padecer con Él y ser con Él glorificado.

Pablo concibió al personaje de Jesús como el solo intermediario sacerdotal entre Dios y los seres humanos, quien, a través del sacrificio expiatorio de su muerte en la cruz y haciendo de sumo sacerdote, redimió del pecado y la muerte a los seres humanos, y por su resurrección se le manifestó el Cristo –el ungido–, cual Mesías de carácter celestial y arquetípico, imagen de Dios y su primera creación. De este modo transformó al Mesías tradicional de mundano a celestial y de protector de Israel a salvador de todos los pueblos. Nunca llegó a deificar al Cristo, como convenía al pensamiento eminentemente monoteísta de todo judío, pero sí cris­tificó a Jesús, constituyéndolo en el centro de la creación para que así Dios pudiera al fin reinar sobre toda ella. Sin embargo, al exaltar al Cristo no hacía otra cosa que relegar la persona histórica de Jesús al olvido. Y al centrar la doctrina en esta entidad etérea, desvinculada de las enseñanzas de Jesús, lo obligó a inventar un Espíritu para guiar la acción de la comunidad cristiana, la emergente Iglesia. Así expresado, Pablo fue en efecto un hereje para los seguidores de Jesús. Hans Küng escribió: “Como judío piadoso, Jesús predicó un monoteísmo estricto. Jamás se autodenominó Dios, por el contrario: ‘Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios’ (Marcos 10:18). Además, en las enseñanzas de Jesús está significativamente ausente la asociación de sí mismo con Dios.

Tan importante como su pensamiento teológico en la construcción del cristianismo fue la acción apostólica que Pablo desarrolló. Vio ante sí, como campo de misión, el Imperio romano, con su población unificada por una misma cultura y una misma lengua. Comprendió que su acción debía dirigirse a los gentiles. La doctrina de Pablo estaba formulada a la medida de las necesidades de ellos. Los gentiles no necesitaban un Mesías que permitiera a los descendientes de Jacob reinar sobre el resto de las naciones, sino un Cristo que fuera la víctima sacrificial que pusiera fin a las injusticias, penurias, angustias, pesares, infelicidades y necesidades propias de la vida terrenal, mientras aseguraba la vida eterna y plena para los conversos.

El método misionero de Pablo partía de las sinagogas de la ciudad que se tratase, donde se encontraban los judíos de la diáspora, los prosélitos y los temerosos de Dios. Pablo suscitaba la discusión, encontrando acogida o rechazo. La mayoría de los judíos rechazó su prédica, mientras que la mayoría de las conversiones venía de parte de los prosélitos y los temerosos de Dios. Los judíos no solo sospecharon de la idea de un Cristo, sino que también, en la espera de un Mesías inmanente y solo para los judíos, rechazaron la idea de una salvación trascendente y universal. En la mayoría de las ciudades donde misionó, surgieron comunidades cristianas, para las que se nombraron jefes. Una vez fundadas comunidades en ciudades de cierta importancia, ellas deberían ser las que continuaran en el lugar la tarea misionera. Pablo no imponía a los gentiles la circuncisión ni la observancia de otras prescripciones rituales judías, lo que trajo el rechazo de una corriente judeocristiana. Pronto las comunidades cristianas se separaron de las sinagogas para reunirse en sus propios hogares.

Pablo organizó sus comunidades creando el orden de la vida comunitaria, y nombró a algunos de sus miembros de la comunidad para asumir deberes especiales que sirven a este orden y organización. En este orden jerárquico aparecen hombres dedicados a la asistencia de los pobres o a dirigir el culto. Los que tienen estos cargos son llamados ancianos, diáconos y presbíteros, dirigidos por un episcopoi, e.d., que debe regir la Iglesia como pastor con su rebaño. En este orden, su fundador, Pablo, ocupa un puesto único, que tiene su última motivación en su inmediata llamada a ser apóstol de las Gentes. El es consciente de tener autoridad y plenos poderes para ello, tomando decisiones que vinculan a su comunidad. Pablo es para sus comunidades la máxima autoridad como maestro, juez y legislador; él es el vértice de un orden jerárquico. Las comunidades paulinas no se consideran independientes las unas de las otras. Un cierto nexo se había construido ya con la persona de su fundador. También les había inculcado el ligamento que les unía con la comunidad de Jerusalén. Pablo era consciente de que todos los bautizados de todas las iglesias constituyen el “único Israel de Dios” (Gal. 6, 16), que son miembros de un único cuerpo (1Cor. 12,27), la iglesia formada por judíos y gentiles (Ef. 2, 13.17).

La vida religiosa en las comunidades paulinas tuvo su centro en la fe en Cristo glorificado, que confiere tanto a su culto como a su vida religiosa cotidiana la huella decisiva. Esta fe en el Kyrios, incluyó el convencimiento de que en él habita corporalmente la plenitud de la divinidad. A la comunión de los creyentes en el Señor se es acogido mediante el bautismo, que hace eficaz la muerte expiatoria que Jesús tomó sobre sí por nuestros pecados (1Cor. 15,3). Con el bautismo se renace a una nueva vida. Esta convicción hizo que el bautismo tuviera un puesto esencial en el culto del cristianismo paulino. Los fieles se reunían en el primer día de la semana (Hch. 20,7), abandonando el sábado judío. Se cantaban himnos de alabanza y salmos, con los que se expresaban la alabanza al Padre en el nombre del Señor Jesucristo (Ef. 5, 18). El núcleo central del culto fue la celebración eucarística para reforzar la íntima cohesión de los fieles. La fracción del pan se presentaba como la real participación del cuerpo y la sangre del Señor. El contacto con el mundo pagano exigía que las nacientes comunidades ejercitaran una ascesis y autodisciplina mayores aún que las del judaísmo de la diáspora. A la muerte de Pablo, en el mundo helenístico había una red de células cristianas cuya vitalidad aseguró la ulterior propagación de la nueva fe.

Puede discutirse cuan buen vehículo ha sido el cristianismo para enseñar el evangelio de Jesús. Sin duda, muchos santos de altar y muchos creyentes en Jesús que no están en los altares solo pudieron conocer y practicar el evangelio a través del cristianismo. Así, sin el cristianismo no hubiera sido posible para la humanidad haber conocido el evangelio.

Tan completa fue la impronta de Pablo que de los 74 Padres de la Iglesia registrados, solo uno, Epifanio de Salamis (Judea, c. 310 –Chipre, 403), era judío de origen. Los restantes fueron todos gentiles, varones y habitantes del Imperio romano. Nada se supo de los seguidores de Jesús de Galilea y Judea, relatados en los Hechos de los Apóstoles, después de la destrucción de Jerusalén.


Tertuliano


Tertuliano (Cartago, c. 160 – Cartago, c. 220) fue un Padre de la Iglesia, uno de los mayores teólogos de la cristiandad del siglo III y un prolífico escritor. Fue un académico que recibió una excelente educación. Escribió por lo menos tres libros, pero ninguno se ha conservado. Su especialidad fueron las leyes y fue un destacado abogado en Roma. Su conversión al cristianismo aconteció alrededor del 197-198. Fue ordenado presbítero en la Iglesia de Cartago. Hacia el año 207, se separa de la Iglesia católica, siendo llevado al grupo religioso de Montano (Montano era de Frigia y se convirtió al cristianismo hacia 156. Asistido por dos profetisas llamadas Maximila y Priscila, comenzó a anunciar el comienzo de una nueva era en la Iglesia a la que llamó “Era del Espíritu” y el fin de la historia al considerarse directamente enviado por el Espíritu Santo y que se caracterizaba por una vida moral más rigurosa.). Pero los montanistas no fueron lo suficientemente rigurosos para Tertuliano, quién rompió con ellos para fundar su propio movimiento religioso. Tertuliano continuó su lucha contra la herejía, especialmente con el gnosticismo.

Hacia la Trinidad

Existen triadas de dioses desde la antigüedad histórica, tal vez por el carácter místico que algunas culturas tienen del número tres. En casi todas las tradiciones religiosas y sistemas filosóficos hay conjuntos ternarios, tríadas que corresponden a fuerzas primordiales hipostasiadas o a aspectos del Dios supremo. En la India existe un concepto parecido, la Trimurti, que es un término sánscrito que hace referencia a los tres dioses principales de la compleja mitología hindú: Brahma, Visnú y Shivá. En la religión de Egipto faraónico existió el grupo trinitario de Osiris, Isis y Horus. Por su parte, el filósofo griego Platón concibió una cosmología en la que se distinguen dos planos fundamentales, el ideal y el sensible; para la plasmación del mundo sensible, Dios (el Demiurgo) trabaja sobre una base caótica o espacio (chóra), a través de los modelos inteligibles, según se expone en el Timeo. En desarrollos ulteriores dentro de algunas corrientes platónicas, se distinguen varios niveles de realidad, entre las que encontramos tres de gran importancia: Dios, ser absoluto y causa primera; Logos, o razón universal, y Anima Mundi, alma universal emanada de Dios que anima y gobierna el mundo visible. Según los neoplatónicos, el principio de todo lo existente es la unidad absoluta, lo Uno, llamada realidad suprema o gran vacuidad, de la que surgen todas las demás realidades por emanación. El primer ser emanado del Uno es el Logos, llamado también Verbo, o Inteligencia, que contiene las ideas de las cosas posibles. Después, la Inteligencia engendra el Alma como idea, principio del movimiento y de la materia. El Uno, la Inteligencia y el Alma son las tres hipóstasis de la Trinidad neoplatónica.
En otras ocasiones, la trinidad platónica es descrita como las ideas de Bien, el resto de ideas inteligibles que proceden del Bien, y las ideas materializadas o mundo visible.

Tertuliano consideró al Logos de Dios como Dios en sentido derivado, por ser de la misma substancia de Dios; Dios que viene de Dios como luz que proviene del sol. Logos (Verbum) significa en griego la palabra en cuanto meditada, reflexionada o razonada. En el prólogo del Evangelio de San Juan, se menciona al Logos identificándolo con la persona espiritual de Dios en el principio de la creación. Juan 1:1 dice: “en el principio era el Logos y el Logos era con Dios el Logos era Dios”. El Logos en este versículo se ha prestado a muchas interpretaciones. Algunos lo relacionaron con el Logos de la filosofía griega y la judeohelenística de Filón de Alejandría (Alejandría, 15/10 a. C. – Alejandría, 45/50), renombrado filósofo del judaísmo helénico, quien utiliza esta palabra para significar la sabiduría y, especialmente, la razón inherente a Dios. A partir del Evangelio según Juan Logos obtiene una significación cristiana, y los cristianos apologistas del siglo II identificaron Logos con el Hijo de Dios. Sin embargo, Tertuliano diferenció entre el Logos como atributo interno en Dios y el Logos que engendró Dios, que se tornaría en una persona. Además no consideró al Hijo coeterno con el Padre. El Hijo de Dios no siempre existió, sólo a partir de ser engendrado por el Padre.

En el año 215, Tertuliano fue el primero en usar el término Trinidad (trinitas). Anteriormente, Teófilo de Antioquía (†183) ya había usado la palabra griega trias (tríada) en su obra A Autólico (c. 180) para referirse a Dios, su Verbo (Logos) y su Sabiduría (Sophia). Tertuliano diría en Adversus Praxeam II que “los tres son uno, por el hecho de que los tres proceden de uno, por unidad de substancia”. Tertuliano, al igual que Hipólito de Roma (Roma, segunda mitad del siglo II – Roma, 235), escribió contra el Modalismo, doctrina que profesaban Noeto, Práxeas y Sabelio, quienes afirmaban que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran la misma persona. Él es el primero en usar la palabra latina “trinitas”. Con respecto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo nos dice: “La unidad en la trinidad dispone a los tres, dirigiéndose al Padre y al Hijo y al Espíritu, pero los tres no tienen diferencia de estado ni de grado, ni de substancia ni de forma, ni de potestad ni de especie, pues son de una misma sustancia, y de un grado y de una potestad.” (Adversus Praxeam II, 4).

Por la misma época Orígenes (Alejandría, 185 – Tiro, 254), quien junto con san Agustín y santo Tomás es considerado uno de los tres pilares de la teología cristiana, también estuvo preocupado del tema trinitario. En su Comentario sobre el Evangelio de Juan, Orígenes afirma que el Logos (El Verbo de Dios) es theos (dios) sin el artículo definido (“el”), en cambio el Padre es ho theos (el Dios) con artículo. En la teología de Orígenes el Hijo de Dios es subordinado al Padre, tendencia presente en otros Padres del período; esta tendencia subordinacionista puede ser considerada, sin embargo, ortodoxa. “Ya que nosotros que decimos que el mundo visible está bajo el gobierno del que creó todas las cosas, declare así que el Hijo no es más fuerte que el Padre, sino inferior a Él. Y esta creencia que basamos en el refrán de Jesús mismo, “el Padre que me envió es mayor que yo”. Y ninguno de nosotros es tan insano para afirmar que el Hijo del hombre es el Señor sobre Dios.” (Contra Celso libro VIII, 15).

Orígenes afirmó también sobre el Ser de Dios: “Dios ni siquiera participa del ser: porque más bien es participado que participa, siendo participado por los que poseen el Espíritu de Dios.” (Contra Celso libro VI, 64). En esta cita se muestra su visión del Espíritu Santo: “Si es verdad que mediante el Verbo ‘fueron hechas todas las cosas’ (cf. Jn 1, 3), ¿hay que decir que el Espíritu Santo también vino a ser mediante el Verbo? Supongo que si uno se apoya en el texto ‘mediante él fueron hechas todas las cosas’ y afirma que el Espíritu es una realidad derivada, se verá forzado a admitir que el Espíritu Santo vino a ser a través del Verbo, siendo el Verbo anterior al Espíritu. Por el contrario, si uno se niega a admitir que el Espíritu Santo haya venido a ser a través de Cristo, se sigue que habrá de decir que el Espíritu es inengendrado... En cuanto a nosotros, estamos persuadidos de que hay realmente tres personas (hypostaseis), Padre, Hijo y Espíritu Santo; y creemos que sólo el Padre es inengendrado; y proponemos como proposición más verdadera y piadosa que todas las cosas vinieron a existir a través del Verbo, y que de todas ellas el Espíritu Santo es la de dignidad máxima, siendo la primera de todas las cosas que han recibido existencia de Dios a través de Jesucristo. Y tal vez es ésta la razón por la que el Espíritu Santo no recibe la apelación de Hijo de Dios: sólo el Hijo unigénito es hijo por naturaleza y origen, mientras que el Espíritu seguramente depende de él, recibiendo de su persona no sólo el ser sino la sabiduría, la racionalidad, la justicia y todas las otras propiedades que hemos de suponer que posee al participar en las funciones del Hijo [...]” (Comentario en Juan libro II, 10).

La Trinidad como dogma cristiano

La escritura y doctrina cristiana descansa en el monoteísmo (un solo Dios), por lo tanto había que ajustarla a lo que decía la Escritura con respecto al Padre, al Hijo y el Espíritu, sin caer en el politeísmo, ni tampoco modificando la Escritura por conveniencia (Eisegesis). Los teólogos de los primeros siglos del Cristianismo elaboraron explicaciones que generaron varias corrientes de pensamiento y una intensa polémica. Esta polémica se acentuó durante el reinado del emperador Constantino I, cuando los dirigentes de la Iglesia comenzaron a contar con el apoyo imperial y tuvieron que precisar cuál debía ser la doctrina compartida por las diversas comunidades cristianas. En contraposición tanto frente a las posiciones subordicionistas (principalmente los partidarios de Arrio) como a las modalistas, algunos teólogos llegaron a la conclusión de que estas tres personas compartían diferentes cualidades y características divinas exclusivas de Dios (señorío, eternidad, omnisciencia, omnipresencia, santidad, etc.).

La Trinidad llegó a ser el dogma central sobre la naturaleza de Dios de la mayoría de las iglesias cristianas. Esta creencia afirma que Dios es un ser único que existe simultáneamente como tres personas distintas o hipóstasis: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Para la Iglesia católica, la Trinidad es el término con que se designa la doctrina central de la religión cristiana. Así, en las palabras del Símbolo Quicumque: ‘el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, y sin embargo no hay tres Dioses, sino un solo Dios’. En esta Trinidad las Personas son co-eternas y co-iguales: todas, igualmente, son increadas y omnipotentes. Según esta doctrina el Padre es increado e inengendrado; el Hijo no es creado sino engendrado eternamente por el Padre; el Espíritu Santo no es creado, ni engendrado, sino que procede eternamente del Padre y del Hijo (según las iglesias evangélicas y la iglesia católico-romana) o sólo del Padre (según la iglesia católica-ortodoxa).

La fórmula fue adquiriendo forma con el paso de los años y no fue establecida definitivamente hasta el siglo IV. La definición del Concilio de Nicea (325), sostenida desde entonces con mínimos cambios por las principales denominaciones cristianas, fue la de afirmar que el Hijo era consustancial (homousion, literalmente ‘de la misma sustancia que’) el Padre. Esta fórmula fue cuestionada y la Iglesia pasó por una generación de debates y conflictos hasta que la “fe de Nicea” fue reafirmada en el Primer Concilio de Constantinopla (381). En Nicea toda la atención fue concentrada en la relación entre el Padre y el Hijo, inclusive mediante el rechazo de algunas frases típicas arrianas mediante algunos anatemas anexados al credo; y no se hizo ninguna afirmación similar acerca del Espíritu Santo. Pero, en Constantinopla se indicó que éste es adorado y glorificado junto con Padre e Hijo, sugiriendo que era también consustancial a ellos. Esta doctrina fue posteriormente ratificada por el Concilio de Calcedonia (451), sin alterar la substancia de la doctrina aprobada en Nicea. Según el dogma católico definido en el Concilio de Constantinopla, las tres personas de la Trinidad son realmente distintas pero son un solo Dios verdadero. Esto es algo posible de formular pero inaccesible a la razón humana, por lo que se le considera un misterio de fe. Para explicar este misterio, en ocasiones los teólogos cristianos han recurrido a símiles. Así, Agustín de Hipona comparó la Trinidad con la mente, el pensamiento que surge de ella y el amor que las une. Por otro lado, otros teólogos clásicos, como Guillermo de Occam, afirman la imposibilidad de la comprensión intelectual de la naturaleza divina y postulan su simple aceptación a través de la fe.

Pero la controversia no terminó allí. La primera versión de Credo se fijó en el Concilio de Nicea, por lo que es conocido como Credo niceno. En él no se hacía referencia alguna al origen del Espíritu Santo ya que, como se anotó, lo que en ese momento se intentaba era sentar, frente al arrianismo, la doctrina de la Iglesia en lo referente a la figura de Jesucristo, por lo que se incluyeron frases como “engendrado, no creado” y “consubstancial al Padre”. El Credo niceno fue ampliado por el Concilio de Constantinopla, en el que se estableció, siguiendo lo dispuesto en el Evangelio de Juan (15,26b), que el Espíritu Santo “procede del Padre” al decir: “Creo en un solo Dios... y en el Espíritu Santo... que procede del Padre.” Este nuevo texto es conocido como Credo niceno-constantinopolitano que, sin embargo no tuvo carácter normativo hasta el Concilio de Calcedonia. En el año 397, durante el primer Concilio de Toledo, se produjo la añadidura del término Filioque, por lo que el Credo pasaba a declarar que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo” al decir: “Creemos en un solo Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo ... que procede del Padre y del Hijo.” La cláusula Filioque siguió siendo utilizada en el reino franco con el beneplácito implícito de Roma. Esta actitud será una de las causas del cisma fociano, germen del posterior, y hasta hoy definitivo, Cisma de Oriente, en el año 1054.

Además de la polémica sobre la naturaleza de Jesús —si era humana, divina, o ambas a la vez—, de su origen —si eterno o temporal— y de cuestiones similares relativas al Espíritu Santo, el problema central del dogma trinitario es justificar la división entre “sustancia” única y triple “personalidad”. La mayoría de las iglesias protestantes, así como las ortodoxas y la Iglesia Católica, sostienen que se trata de un misterio inaccesible para la inteligencia humana.

La palabra latina “substantia” (del griego ousía) que Tertuliano aplicó a la unidad entre el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo proviene de Platón. Para este filósofo la realidad esta compuesta por dos tipos de sustancias que corresponden a dos mundos distintos. El mundo sensible, que captamos por medio de nuestros sentidos, es de apariencias, los objetos tienen una existencia o sustancia relativa. En cambio, el mundo inteligible, de las Ideas, propio de la razón, está formado por las Ideas. Las Ideas no son representaciones abstractas de nuestra mente, sino entidades que existen separadas de los individuos, del mundo sensible. Para Platón la sustancia propiamente tal es la Idea inmutable, eterna, trascendente.

Otro concepto discutible es “persona”, que es una palabra latina cuyo equivalente griego es prósopon y que significa la “máscara” del actor en el teatro griego clásico. En consecuencia, en esta acepción persona equivaldría a “personaje”. Pero también para persona existe en griego la palabra hipóstasis. Esta palabra se ha aplicado en teología a la Trinidad y sus tres personas, y también a Jesucristo y su unidad hispostática, queriendo significar sustancia individual o singular, como algo distinto de la naturaleza o de la esencia. Tiempo después el filósofo romano Boecio (Roma 480, - Pavía, 524/425) definió formalmente persona como una substancia individual de naturaleza racional, y esta definición fue aceptada oficialmente por la Iglesia. En fin, Hipóstasis fue usado a menudo, aunque imprecisamente, como equivalente de ser o sustancia, pero en tanto que realidad de la ontología. Puede traducirse como ‘ser de un modo verdadero’, ‘ser de un modo real’ o también ‘verdadera realidad’. En teología cristiana se emplea la palabra persona para referirse a la hipóstasis de la Santísima Trinidad. En particular, en el cristianismo ortodoxo, se proclama que la Santísima Trinidad son tres personas distintas e inconfundibles, pero, cada una de ellas, hipóstasis de una misma esencia inmaterial

Padres de la Iglesia del siglo IV que elaboraron el dogma trinitario

Los Padres de la Iglesia fueron extraordinariamente audaces para no solo pensar en Dios sino que polemizar duramente sobre la naturaleza divina en términos de la pura razón y la filosofía griega. En el tercer milenio del cristianismo, tras la explosión del conocimiento producido por el advenimiento de la ciencia moderna, la polémica teológica suscitada en los siglos III, IV y V aparece de la mayor ingenuidad si no fuera porque otros intereses más mundanos estaban en juego. Mencionaremos a continuación algunos de los Padres del siglo IV más importantes.

Ambrosio de Milán, san, (Tréveris, c. 340 – Milán, 397) fue un destacado obispo de Milán, un importante teólogo y orador y un eximio político cristiano que combatió a arrianos e impuso la autoridad de la Iglesia por sobre la del Imperio. Consiguió que se reconociera el poder de la Iglesia por encima de la del Estado y desterró definitivamente en sucesivas confrontaciones a los paganos de la vida política romana.

Atanasio de Alejandría, san, (Alejandría, c. 296 – Alejandría, 373) defendió con pasión y vehemencia la homoousios (igual substancia) del Padre y el Hijo, saltando así de la idea evangélica, “el hijo de Dios”, a la imperial, “Dios el Hijo”, y la existencia de una Trinidad santa y completa: Padre, Hijo y Espíritu Santo; es homogénea, las tres personas tienen el mismo rango. Estas ideas pasaron a ser el fundamento teológico de la Iglesia.

Basilio de Cesarea, san, (Cesareaca, 330 – Cesarea, 379) fue obispo de Cesarea. Mediante la ayuda de Atanasio, intentó superar sus recelos hacia los homoiousianos. Las dificultades habían aumentado al plantear la cuestión de la esencia del Espíritu Santo. A pesar de que Basilio había defendido con objetividad la consustancialidad del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo, se sumaba aquellos que, fieles a la tradición oriental, no admitían el predicado homoousios al tercero; esto se le había reprochado ya en 371 por los zelotes ortodoxos, que había entre los monjes, y Atanasio lo defendió.

Cirilo de Jerusalén, san, (Casarea Marítima, c. 315 – Jerusalén, 386) fue obispo de Jerusalén. En el Primer Concilio de Constantinopla (381), en el que estuvo presente, votó por la aceptación del término homoioussios, al haber quedado finalmente convencido de que no había mejor alternativa. Aunque su teología era indefinida en fraseología, adhería a la ortodoxia nicena y evitaba el debatible término homoioussios.

Dámaso I, san, (Gallaecia o Lusitania (Portugal), 304 – Roma, 384) fue el 37º papa de Roma. Su entrada al trono papal (366) estuvo marcada con la expansión del arrianismo, la expansión y legitimación del cristianismo y la adopción posterior como la religión oficial del Imperio romano. Se mostró intransigente frente a otras doctrinas cristianas, tal y como exigía la Iglesia romana del momento, deseosa de lograr unidad y centralismo. Promulgó (374) el canon de Escritura Sagrada, es decir, una lista de los libros del Viejo y Nuevo Testamentos que debían ser considerados la palabra inspirada de Dios.

Diodoro de Tarso (Antioquía, siglo IV – Antioquía, c. 392) fue obispo y maestro en la escuela exegética de Antioquía. Defendió la profesión de fe nicena, pero sus aseveraciones que enfatizaban la verdadera humanidad de Cristo, en coexistencia de su divinidad que vertió en contra de las herejías apolinaristas, le hicieron parecer, décadas más tarde, como antecesor de las doctrinas del hereje Nestorio, llegándose a decir que afirmaba la existencia de dos Cristos, uno conformado por el hombre y el otro por el logos. Debido a estas condenas no se conservaron la mayor parte de sus obras.

Efrén de Siria, también conocido como Efraín de Nísibe o Nisibi, (Nisibis, Siria, 306 – Edesa, 373) fue un diácono y escritor. Fundó una escuela de teología en Nesaybin. Fue gran defensor de la doctrina cristológica y trinitaria en la Iglesia siria de Antioquía.

Eusebio de Cesarea (c. 275 – Cesarea, 339) fue obispo de Cesarea (313). Durante el Concilio de Nicea (325), tuvo cierto protagonismo. No era un líder nato, ni tampoco un pensador profundo, pero como hombre bastante instruido, cayó en la gracia del emperador, y acabó por sobresalir entre los más de 300 miembros que se reunieron en el Concilio. Tomó una posición moderada en la controversia, y presentó el símbolo (credo) bautismal de Cesarea que acabó por convertirse en la base del Credo de Nicea. Al final del Concilio, Eusebio suscribió sus decretos.

Gregorio de Nisa, san (Cesarea de Capadocia, entre330 y 335 – Nisa, Capadocia, entre  entre 394 y 400) también conocido como Gregorio Niseno, fue obispo de Nisa en Capadocia y teólogo. Considerado entre los cuatro Padres griegos de la Iglesia y uno de los tres Padres Capadocios. Fue hermano menor de san Basilio el Grande y amigo de Gregorio Nacianceno. En el Concilio de Constantinopla (381), usó la filosofía platónica, afirmando la unidad y la Divinidad de las tres personas en una sola idea divina, tres personas distintas en un solo Dios verdadero.

Gregorio Nacianceno, san, (Nacianzo, Capadocia, 329 – Nacianzo, Capadocia, 389) fue arzobispo de Constantinopla. Influyó significativamente en la forma de la teología trinitaria, en los padres tanto griegos como latino, y es recordado como el “teólogo trinitario. Las contribuciones teológicas más significativas de Gregorio surgen de su defensa de la doctrina nicena de la Trinidad. Destaca especialmente por sus contribuciones en el campo de la pneumatología, esto es, la teología referente a la naturaleza del Espíritu Santo. A este respecto, Gregorio es el primero que usó la idea de procesión para describir la relación entre el Espíritu y las demás personas de la Trinidad: “El Espíritu Santo es verdaderamente Espíritu, viniendo en verdad del Padre pero no de la misma manera que el Hijo, pues no es por generación sino por procesión, puesto que debo acuñar una palabra en beneficio de la claridad”. Aunque Gregorio no desarrolla plenamente el concepto, la idea de procesión permanecería en la mayor parte del pensamiento posterior sobre el Espíritu Santo. Enfatizó que Jesús no dejó de ser Dios cuando se hizo hombre, ni perdió ninguno de sus atributos divinos cuando tomó la naturaleza humana. Es más, Gregorio afirmaba que Cristo era perfectamente humano, con un alma perfectamente humana. Igualmente proclamó la eternidad del Espíritu Santo, diciendo que las acciones del Espíritu Santo estaban de alguna forma ocultas en el Antiguo Testamento, pero se hicieron más claras desde la ascensión de Jesús al Cielo y el descenso del Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés. Él y los otros Padres capadocios ayudaron a desarrollar el término hipóstasis, o tres personas unidas en un solo Dios. Conforme las obras de Gregorio circularon por todo el imperio influyeron en el pensamiento teológico. Sus discursos eran citadas como autoridad por el Concilio de Éfeso (431), y era llamado Teólogo por el Concilio de Calcedonia /451).

Hilario de Poitiers, san, (Poitiers, c. 315 – Poitiers, 367) fue obispo de Poitiers. Se crió en el paganismo, pero su curiosidad le llevó a estudiar filosofía, especialmente el neoplatonismo y a la lectura de la Biblia. Descubrió a Orígenes, como también la gran producción teológica de los Padres orientales. Con estas bases escribe un riguroso estudio titulado De Trinitate, el tratado más profundo hasta entonces sobre el dogma trinitario.

Juan Crisóstomo o Juan de Antioquia, san, (Antioquía, 347 – Comana Pontica, c. 407) fue patriarca de Constantinopla. Confrontó a Teófilo, el patriarca de Alejandría, que quería someter a Constantinopla a su poder alegando que Juan seguía las enseñanzas de Orígenes. Fue un cruel y fanático antisemita.

Juan II (356 – 417) fue arzobispo de Jerusalén entre los años 387 y 417. Su autoridad fue severamente cuestionada en dos ocasiones por san Jerónimo, por entonces abad en Belén. Fue acusado primero (390) por enseñar las ideas de Orígenes, y luego (414) por apoyar a Pelagio.

Julio I, papa nº 35 de la Iglesia católica, entre 337 y 352, fecha de su muerte. Persiguió a los arrianos y sufrió también la persecución del emperador arriano Constancio (350). Fue el autor del calendario juliano al fijar la solemnidad de Navidad el 25 de diciembre, en vez del 6 de enero.

Osio de Córdoba, san, (Córdoba, 256 – Sirmio, en Serbia, 357) fue obispo de Córdoba y consejero del emperador Constantino I. Presidió el Concilio en Nicea (325), en el que participaron 318 obispos. Osio mismo redactó el Símbolo de la Fe (el Credo Niceno).

Paciano, san († entre 379 y 393) fue influido especialmente por los modelos exegéticos y teológicos africanos. Estuvo interesado, especialmente, en el tema de la penitencia. Distingue entre distintos tipo de pecados (cotidianos y graves), y anima a los fieles a confesar estos. Conocía ya la teología sobre el pecado original.

Potamio de Lisboa (siglo IV) fue el primer obispo de la ciudad de Olissipo (actual Lisboa). Profesó el niceanismo durante sus inicios obispales, pasándose hacia el 355 al arrianismo. Presionó al papa Liberio para que este rompiese con Atanasio y se adhiriese a la fórmula del sínodo de Sirmio (351). Participó también en la redacción de la segunda fórmula propuesta en un segundo sínodo en Sirmium, con un acento aún más arriano. Hacia 360, regresó a la ortodoxia católica, tras la muerte del emperador arriano Constancio II.

Siricio (Roma, 334 – Roma, 399) fue el 38º papa de la Iglesia católica, oficiando de pontífice desde 384. Fue el primer papa en utilizar su autoridad en sus decretos utilizando palabras como: “Mandamos”, “Decretamos”, “Por nuestra autoridad...” en el estilo retórico típico del emperador. Fue también el primero en usar el título de Papa. Decretó el celibato para los clérigos.


Constantino


Constantino I el Grande (Naissus, Serbia, c. 272 – Nicomedia, Turquía, 337) fue un emperador romano que llegó por amarga experiencia al convencimiento de que el engrandecimiento y la unidad del Imperio pasaba por la lucha por el poder absoluto y por la adopción del cristianismo como la religión principal. La despiadada lucha por el poder comenzó justamente cuando fue proclamado césar por sus tropas en Eboracum, actual York, Britania, en 306, apenas muerto su padre, el augusto césar.
Comenzaba un período de 20 años de cruentas guerras internas que culminarán con su asunción al poder absoluto. Al final del año 307 quedaban 4 augustos: Constantino, Majencio, Maximiano y Galerio y un césar, Maximino Daya. Al final del año 310 la situación era aún más confusa con 7 augustos: Constantino, Majencio, Maximiano, Galerio, Maximino, Domicio Alejandro y Licino. En este convulso entorno comenzaron a desaparecer candidatos: Domicio Alejandro fue asesinado por orden de Majencio; Maximiano se suicidó asediado por Constantino y Galerio falleció por causas naturales. Finalmente, Majencio fue relegado por los tres augustos restantes y finalmente vencido por Constantino en la batalla del Puente Milnio, en las afueras de Roma, el 28 de octubre de 312. Una nueva alianza entre Constantino y Licinio selló el destino de Maximino que se suicidó tras ser vencido por Licinio en 313. Finalmente, tras las victorias sobre Licino en la batalla de Adrianópolis y la batalla naval de Crisópolis (324) Constantino logró ser reconocido como el único emperador romano, en 326, dando nacimiento a la monarquía absoluta, hereditaria y por derecho divino.

Sin ahora rivales Constantino pudo fundar Constantinopla que obedecía a su política imperial de adoptar al cristianismo como religión oficial, recuperar militarmente vastos territorios que estaban en manos de bárbaros, introducir importantes cambios que afectaron a todos los ámbitos de la sociedad del bajo imperio, reformar la corte, las leyes y la estructura del ejército. En 312, antes de ganar la crucial batalla del Puente Milvio, la tradición dice que tuvo la visión de una cruz en el cielo y un sueño que mostraba una cruz con la inscripción, “Con este signo vencerás”, luego de lo cual se convirtió al cristianismo. Lo cierto es que si hubo conversión, ésta fue fríamente calculada en vista a la enorme influencia que el cristianismo estaba teniendo. En 313, y probablemente aconsejado por el obispo Osio de Córdoba, Constantino se reunió con Licinio en Milán, donde promulgaron el Edicto de Milán, declarando que se permitiese a sus súbditos seguir la fe de su elección. Con ello, se retiraron las sanciones por profesar el cristianismo, bajo las cuales muchos habían sido martirizados como consecuencia de las persecuciones a los cristianos, y se devolvieron las propiedades confiscadas a la Iglesia. Una serie de seis edictos más fueron promulgados hasta 323, con lo que se completó una revolución en la base de la sociedad romana. Tras esta nueva legislación, se permitió la construcción de nuevas iglesias y los obispos cristianos, que obtuvieron variados privilegios, adoptaron unas posturas agresivas en temas públicos que nunca antes se habían visto en otras religiones. Constantino calculaba que el imperio sería más seguro si descansaba sobre súbditos cristianos que sobre intrigas palaciegas o un ejército de mercenarios. El nuevo régimen permitió que el cristianismo se extendiera dentro de los confines del imperio y los cristianos llegaran a ser la gran mayoría.

En 325, Constantino convocó el Primer Concilio de Nicea que legitimó al cristianismo, lo cual fue esencial para su expansión. Aunque el cristianismo no se convertiría en religión oficial del Imperio hasta el final de aquel siglo, un paso que daría Teodosio en el 380 con el Edicto de Tesalónica, Constantino dio un gran poder a los cristianos, una buena posición social y económica a su organización, concedió privilegios e hizo importantes donaciones a la Iglesia, apoyando la construcción de templos y dando preferencia a los cristianos como colaboradores personales. Adoptó el cristianismo como sustituto del paganismo oficial romano, llegando a ser el primer emperador cristiano. Su reinado llegó a ser un momento crucial en la historia del cristianismo. Fue cuando emergió la Iglesia con “i” mayúscula: la Iglesia imperial.

La Iglesia

Al elevar a Jesús de Nazaret a la categoría divina la Iglesia naciente se hizo imperial y nuevas formas fueron adoptadas. La cena eucarística paulina se transformó en el sacrificio de la misa, la humilde mesa de comedor que el feligrés ofrecía a su comunidad para la cena eucarística se transformó en un altar sacrificial. Su acogedor hogar devino en magnífico templo de adoración y sacrificio.

Poco después de la batalla del Puente Milvio, Constantino entregó al papa Silvestre I un palacio romano que había pertenecido a Dioclesiano y anteriormente a la familia patricia de los Plaucios Lateranos, con el encargo de construir una basílica de culto cristiano. El nuevo edificio se construyó sobre los cuarteles de la guardia pretoriana de Majencio, convirtiéndose en sede catedralicia. Actualmente se la conoce como Basílica de San Juan de Letrán. En 324 el emperador hizo construir otra basílica en Roma, en la colina del Vaticano, que era el lugar donde según la tradición cristiana martirizaron a san Pedro. En el 326, financió la construcción de la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén. Su programa de construcción de iglesias hizo expandir de forma crucial la fe cristiana y permitió un considerable incremento del poder y la influencia del clero.

Inmediatamente después de su plena legalización, la Iglesia cristiana comenzó a atacar a los paganos. Entre 326 y 330, Constantino también colaboró en esta empresa, ordenando la destrucción de todas las imágenes de los dioses y la confiscación de los bienes de los templos. Entre el siglo IV y el siglo VI muchos templos paganos y las imágenes de sus dioses fueron destruidos por las hordas cristianas, sus sacerdotes y miles de creyentes paganos fueron perseguidos y asesinados.

Por otra parte, demostrando su autonomía como emperador, Constantino retendría el título de pontifex maximus hasta su muerte, un título que los emperadores romanos llevaban como cabezas visibles del sacerdocio pagano. Tampoco patrocinaría únicamente al cristianismo. Después de obtener la victoria en el Puente Milvio, mandó erigir un arco triunfal, el Arco de Constantino, construido en 315 para celebrarlo. El arco no contiene ningún simbolismo cristiano. En 321, Constantino dio instrucciones para que los cristianos y los no cristianos debieran estar unidos en la observación del “venerable día del sol”, que hacía referencia a la esotérica adoración oriental al sol que Aureliano había ayudado a introducir. Las monedas todavía llevarían los símbolos de culto al sol (Sol Invictus) hasta el 324. Incluso después de que los dioses paganos hubiesen desaparecido de las monedas, los símbolos cristianos aparecían sólo como atributos personales de Constantino. Incluso cuando Constantino dedicó la nueva capital de Constantinopla, que se convertiría en la sede de la cristiandad bizantina durante un milenio, lo hizo usando la diadema de rayos de sol de Apolo.

Constantino había constatado que el cristianismo se estaba constituyendo rápidamente en una pujante fuerza social, cultural, intelectual y moral de primera magnitud en el imperio. En 312, para el Edicto de Milán, existían ya entre 1000 y 1500 episcopados repartidos por todo el territorio el Imperio romano. El 15% de sus habitantes profesaban esta fe, atravesando transversalmente todos los estratos de la sociedad; eran disciplinados, sumisos y probos, y entre ellos estaban las personas más ilustradas de su tiempo. Después de luchar encarnizadamente por la unidad del Imperio y el poder absoluto contra sus competidores al trono imperial Constantino vio en esta religión la amalgama para los heterogéneos habitantes del imperio. El cristianismo había sido una religión que guardaba la organización paulina en base de unidades episcopales autónomas. Para constituirse en la Iglesia y transformarse posteriormente en la Cristiandad el cristianismo debió adquirir unidad en doctrina y autoridad religiosa e imperial. Ambas fueron tareas que durarían siglos, pero que los dirigentes episcopales se pusieron con ahínco a trabajar apenas Constantino no sólo terminó con la persecución religiosa, sino que les demandó unidad dogmática en favor de la unidad del Imperio romano. La demanda imperial por la unidad cristiana bien valía la ortodoxia, aunque fuera forzada, y la consecuente persecución de los herejes. Sin embargo, Constantino utilizó la Iglesia en su política imperial, restándole la independencia que anteriormente gozaba.

Los concilios

Constantino descubrió prontamente que los cristianos estaban muy divididos en torno a definir la naturaleza de Cristo. Por ello, convocó al Concilio de Nicea. Fueron los concilios los que sentaron la unidad de doctrina y los metropolitanos los que centraron la autoridad local. Un concilio ecuménico era una asamblea celebrada por la Iglesia con carácter general a la que eran convocados todos los obispos para reconocer la verdad en materia de doctrina o de práctica y proclamarla. Los concilios de los siglos IV y V fueron griegos, fueron convocados por los emperadores y fueron presididos por metropolitanos. En el Concilio de Constantinopla I (381) se enumeran cuatro patriarcados como cúspide de la organización eclesiástica que son el Patriarca de Alejandría, el Patriarca de Antioquía y el Patriarca de Constantinopla y el Patriarca de Occidente, Papa y obispo de Roma. En el concilio de Calcedonia (451) se incluyó el Patriarcado de Jerusalén, por tener una importancia simbólica dentro de la Iglesia.

La cristología fue la preocupación fundamental a partir del Primer Concilio de Nicea (325) hasta el Tercer Concilio de Constantinopla (680). A lo largo de este período, los diferentes puntos de vista cristológicos de los grupos de la comunidad cristiana llevaron a acusaciones de herejía, y, en algunos casos, a la posterior persecución religiosa. En algunos casos, la principal característica distintiva de una secta era su cristología; y, en estos casos, era común que la secta fuera conocida por el nombre dado a su cristología. En el Concilio de Nicea y en el Primer Concilio de Constantinopla (381), se estableció la doctrina oficial de la Iglesia católica, que abarcaba todo el territorio del Imperio romano (desde España hasta Siria). Esta instituyó que Cristo es eterno, una encarnación divina consustancial con Dios Padre, una sola persona pero con dos naturalezas: completamente divina y completamente humana. Hasta el siglo VII sucesivos concilios condenaron doctrinas que diferían de la del Credo niceno en materias cristológicas.

Los concilios griegos fueron los siguientes:
  • Nicea I (325) fue convocado por Constantino I y presidido por el obispo Osio de Córdoba. Formuló el Credo Niceno, definiendo la divinidad del Hijo de Dios.
  • Constantinopla I (381) fue convocado por Teodosio I y presidido sucesivamente cuatro patriarcas. Formuló la segunda parte conocida como Credo Niceno Constantinopolitano, definiendo la divinidad del Espíritu Santo. Se condenó el macedonismo.
  • Efeso (431) fue convocado por Teodosio II y presidido por Cirilo de Alejandría, definiendo que Jesús es una persona y no dos personas distintas. Se condenó el nestorianismo.
  • Calcedonia (451) fue convocado por Marciano y presidido por Anatolio de Constantinopla. Proclamó a Jesucristo como totalmente divino y totalmente humano, dos naturalezas en una persona. 
  • Constantinopla II (680) fue convocado por Justiniano I y presidido por Eutiquio de Constantinopla. Confirmó las doctrinas de la Santa Trinidad y la persona de Jesucristo. Se condenaron los errores de Orígenes, varios escritos de Teodoreto, de obispo Teodoro de Mopsuestia y del obispo Ibas de Edesa.
  • Constantinopla III (680-681) fue convocado por Constantino IV y presidido por él en persona. Definió dos voluntades en Cristo: divina y humana, como dos principios operativos. Se condenó el monotelismo.
  • Nicea II (787) fue convocado por Irene, regente de Constantino VI, y presidido por Tarasio de Constantinopla. Afirmó el uso de íconos como genuina expresión de la fe cristiana, regulándose la veneración de las imágenes sagradas.
  • Constantinopla IV (869 a 870) fue convocado por Basilio I. Fue depuesto Focio y rehabilitado Ignacio. No fue reconocido por la Iglesia ortodoxa en la que Focio era un santo teólogo.

Las controversias de la Iglesia, que habían existido entre los cristianos desde mediados del siglo II, eran ahora aventadas en público, y frecuentemente de forma violenta. Constantino, que nada sabía de teología, consideraba que era su deber como emperador, designado por Dios para ello, calmar los desórdenes religiosos, y por ello convocó el Primer Concilio de Nicea para terminar con algunos de los problemas doctrinales que infestaban la nueva Iglesia. Su principal preocupación era la unidad del Imperio, la cual se podría ver resquebrajada debido a estas divergencias en esta Iglesia que había sido llamada por Constantino para unificar el Imperio.

Constantino inauguró el concilio vestido imponentemente, dio un discurso inicial ataviado con telas y accesorios de oro, para demostrar justamente el poderío del Imperio por un lado, y el apoyo e interés al concilio desde el Estado por el otro, lo que debió haber contrastado con las austeras vestimentas de los prelados. El Estado proveyó de comida y alojamiento, e incluso de transporte, a los clérigos que convergieron a Nicea para el concilio, que fue el primer Concilio Ecuménico (universal), con la participación de 318 obispos (la mayoría de habla griega). La importancia de este concilio residió en la formulación del Credo Niceno, redactado en griego, no en latín, y que esencialmente permanece inalterado en su mensaje 1700 años después, y en establecer la idea de la relación Estado-Iglesia que permitiría la expansión del cristianismo con una vitalidad inédita. Sin embargo, Constantino debió haber quedado muy desilusionado, pues las disputas teológicas no solo no habían terminado, sino que habían cobrado un renovado y vigoroso impulso.

Cristología

Las disputas cristológicas fueron una serie de polémicas sobre la naturaleza de Jesús/Cristo mantenidas en el seno de la Iglesia durante los primeros siglos de su historia. Entre Nicea I y Constantinopla III los diferentes puntos de vista cristológicos de los grupos de la comunidad cristiana llevaron a acusaciones de herejía, y, en algunos casos, a la posterior persecución religiosa. Formalmente, la cristología es la parte de la teología cristiana que dedica su estudio al papel que desempeña Jesús de Nazaret desde los puntos de vista tanto humanos como divinos, bajo el título de Cristo o Mesías. Para esta rama los detalles menores de su vida no fueron relevantes, y sí lo fueron las naturalezas humana y divina de Cristo, la interrelación e interacción entre estas dos naturalezas, la Encarnación, la Redención y los eventos más importantes de su vida: su nacimiento, su muerte y su resurrección. La cristología entonces también abarcó cuestiones concernientes a la naturaleza de Dios como la Trinidad, el Unitarianismo. La creencia fundamental cristiana era (y es) que a través de la muerte y resurrección de Jesús como Hijo de Dios, el pecado original de los seres humanos son perdonados, la humanidad se reconcilia con Dios y con ello se les ofrece la salvación y la promesa de vida eterna.

Las polémicas entre ortodoxos y herejes acerca de la naturaleza de Jesús de Nazaret giraban en torno a conceptos de la filosofía griega, en particular platónica, y también de origen hebraico, como espíritu, materia, alma, cuerpo, divino, humano, bien, mal, encarnación, resurrección, Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, substancia, logos, consubstancialidad, hipóstasis, persona, criatura, creación, preexistencia, eternidad, etc. Existía la pretensión generalizada de poder comprender la misteriosa e inalcanzable realidad con la pura razón, y la excesiva confianza de poder conocer o rememorar el mundo de las Ideas de Platón. Las controversias no estuvieron relacionadas con la defensa de la ortodoxia contra la herejía, sino que estuvo más bien relacionada con la búsqueda de la ortodoxia a través del método de ensayo y error. En estas controversias todos los participantes cambiaron sus posturas en un momento u otro.

Las controversias trataron en el fondo de dar interpretaciones a pasajes de las Sagradas Escrituras hebraicas o judías a través de particulares premisas teológicas o filosóficas griegas. Por ejemplo, en la confrontación teológica entre Arrio y el obispo Alejandro, en 318, el primero adoptó una postura conservadora a tono con sus conocimientos de la escritura. En cambio, el segundo fue mucho más innovador al seguir los postulados de Orígenes basados en la filosofía griega. La controversia se dio como un choque entre las escrituras y la filosofía griega, o más bien, cómo explicar las escrituras de una primitiva y remota cultura de Palestina desde el elaborado y racional punto de vista de la filosofía griega. El arrianismo resultó finalmente derrotado, y como la historia la escriben los vencedores, Arrio quedó estigmatizado como el archi hereje que quiso sentar una nueva teología que la ortodoxia debió destruir.

Estas polémicas no eran banales. Lo que subyacía en algunos era la sincera fidelidad a la verdad de Jesús; otros tenían una mentalidad más abstracta y lógica, y otros estaban ciertamente más preocupados de aprovechar las nuevas oportunidades de poder, privilegio, dominio y engrandecimiento de la Iglesia que Constantino estaba ofreciendo a cambio de trabajar por la unidad del Imperio y su propia autoridad imperial. Para ello, debían conseguir la unidad de doctrina al interior de la Iglesia.

Los Padres de la Iglesia fueron tanto los estrategas como los soldados en las batallas por la uniformidad dogmática. Cuando más arreciaba la lucha, mayor fue la cantidad de Padres que fueron reconocidos. El siglo IV, que fue pródigo en conflictos teológicos, fue cuando existió el mayor número de Padres registrados, concentrado el 48% de los Padres que existieron entre el siglo II y el siglo VIII. En el siglo VIII el dogma ya había sido consolidado.

Las principales corrientes cristianas que intervinieron en las disputas cristológicas se pueden agrupar en tres categorías principales: el trinitarismo, el unitarismo, y la unicidad de Dios. El Trinitarisno es la posición doctrinal de la Iglesia católica. Cree que hay un Dios, que existe como una pluralidad de tres personas divinas y distintas, que comparten los mismos atributos y la misma naturaleza divina. En el trinitarismo, Jesucristo es considerado como la segunda persona de la Santísima Trinidad.

El Unitarismo cree que sólo hay un Dios que es indivisible, y niega la deidad de Jesucristo. En el unitarismo Jesús es considerado como un semidiós, o simplemente como una criatura. Dentro de los principales grupos unitarios encontramos el apolinarismo, arrianismo, marcionismo, monofisismo, monotelismo, nestorianismo, origenismo, priscilianismo y Patripasianismo.
  • El apolinarismo, creado por el teólogo Apolinar de Laodicea (Laodicea, c. 310 - Constantinopla, c. 390), afirmaba que en Cristo el espíritu estaba sustituido por el Logos divino, con lo que implícitamente negaba su naturaleza humana. Fue condenado en el Primer Concilio de Constantinopla, en el año 381.
  • El arrianismo, fundado por el presbítero de Alejandría Arrio (Libia, 256 – Constantinopla, 336), fue diametralmente opuesto al apolinarismo al negar la consustancialidad (homoousia) del Hijo (Cristo) con el Padre (Dios), ya que Cristo es una criatura creada como todas las demás. Esta doctrina fue derrotada en el Concilio de Nicea (325) y Arrio fue relegado a Iliria, de donde fue formalmente llamado a instancias de Constantino que buscaba una reconciliación entre ambas partes. Años después la herejía fue favorecida por el emperador Constancio II (337-361) y también fue adoptada oficialmente por el reino visigodo en España hasta su rechazo por el rey Recaredo, en 589, cuando se convirtió a la fe católica. Esta doctrina fue rechazada finalmente por Teodosio I (379-395).
  • El marcionismo, predicado por Marción de Sínope (Ponto, c. 85 – Roma, c. 160), afirmaba la existencia de dos espíritus supremos, uno bueno y otro malo, y consideraba al Dios del Antiguo Testamento un inferior de éstos, simple modelador de una materia preexistente, y que Jesús no se encarnó jamás, que su cuerpo fue sólo apariencia, por lo que negaba la encarnación del Verbo, así como la resurrección de los muertos, y concluye que ambas religiones son paralelas y que tienen por única conexión a la geografía.
  • El monofisismo, herejía iniciada por el monje griego Eutiques (Constantinopla, 378 – 454), afirmaba que en Cristo existe una sola naturaleza, la divina. Actualmente la Iglesia Copta de Egipto y las Ortodoxas de Siria (jacobitas), Armenia y Eritrea son monofisitas.
  • El monotelismo, herejía predicada por el patriarca Sergio I de Constantinopla (c. 565-638), admitía en Cristo dos naturalezas, la humana y la divina, y una única voluntad (intentado de ser una solución de compromiso entre la ortodoxia cristiana y el monofisismo); para la ortodoxia había dos, de lo contrario Jesús no hubiera sufrido tanto en la cruz como humano. La herejía fue condenada en el Tercer concilio de Constantinopla, entre los años 680 y 681, en el que se estableció la doctrina católica de las dos voluntades.
  • El nestorianismo, herejía propuesta por Nestorio (Siria, c. 386 – Libia, c. 451), monje cristiano sirio y patriarca de Constantinopla,  afirmaba que en el Verbo (Jesucristo, tal como está descrito en el evangelio de Juan 1:1) existían dos personas, la divina (Cristo, hijo de Dios) y la humana (Jesús, hijo de María), sosteniendo que Cristo era un hombre en el que había ido a habitar Dios, por lo que Cristo estaba radicalmente separado en dos naturalezas (difisismo). En la cruz, por lo tanto, sólo había muerto el humano, sin haber sufrido el dios. Fue condenada en el Concilio de Éfeso (431). Actualmente los cristianos asirios, en Irak, mantienen esta creencia.
  • El origenismo, difundido por el monje, escritor y místico del siglo IV Evagrio Póntico, afirmaba la eternidad y pre-existencia de las almas humanas. Una de esas almas habría sido la de Cristo, en quien se encarnó el Verbo de Dios, con el objetivo de conseguir la salvación de los hombres. Fue rechazada en el segundo concilio de Constantinopla (553).
  • El priscilanismo, predicado por el obispo hispano Prisciliano de Ávila (¿Gallaecia?, c. 340 – Treverorum, actual Tréveris, 385) y basado en los ideales de austeridad y pobreza, negaba el dogma de la Trinidad y la encarnación del Verbo, ya que atribuía a Jesús un cuerpo solo aparente. Fue condenado en el concilio de Braga, en el año 563. Prisciliano junto a otros compañeros fueron los primeros sentenciado a muerte acusados de herejía, ejecutados por el gobierno secular, en nombre de la Iglesia Católica.
  • El patripasianismo, también conocida como sebelianismo al ser su principal defensor el obispo Sabelio,.fue una doctrina cristiana moniarquista de los siglos II y III que negaba el dogma de la Trinidad al considerar la misma como tres manifestaciones de un ser divino único, sosteniendo que fue el mismísimo Dios Padre quien había venido a la Tierra y había sufrido en la cruz bajo la apariencia del Hijo. Esta doctrina fue considerada herética tras ser condenada en 261 por el Concilio de Alejandría.

Los antiguos creyentes de la Unicidad de Dios, fueron etiquetados por sus oponentes como modalistas, o sabelianitas.
  • El modalismo, también fue conocido como moniarquisno modalístico, enfatizaba que el Rey del universo es uno solo, y modalismo que Dios se ha manifestado al hombre de diversos modos. El monarquianismo modalístico identificaba a Jesucristo como Dios mismo (el Padre) manifestado en carne. El Modalismo, se oponía férreamente contra el dogma de la Trinidad. De acuerdo con la concepción trinitaria, Padre, Hijo y Espíritu Santo, son cada una de las tres personas de la trinidad. En cambio, los modalistas explicaban que de acuerdo con la Biblia estos términos nunca pretendían hacer distinciones de tres personas eternas dentro de la naturaleza de Dios, sino que simplemente se referían a modos (o manifestaciones) de Dios. En otras palabras, Dios es un ser individual y único, y los diversos términos usados para describirle (tales como Padre, Hijo, y Espíritu Santo) son designaciones aplicadas a las diferentes formas de su accionar o a las diferentes relaciones que El tiene para con el hombre.

Epílogo

Constantino pronto llegó a caer en cuenta que se había metido en un juego peligroso. Por demandar la ayuda de la Iglesia para consolidar el Imperio estaba arriesgando su poder absoluto. Personalmente, él no tenía duda alguna que su autoridad imperial provenía del mismo Dios, pero el juego que estaba haciendo la Iglesia por su parte era identificar a Cristo, su fundador, con Dios mismo, ya que en aquella época si hasta el emperador César Augusto había sido deificado. El título de pontifex maximus le podía ser arrebatado por algún sucesor de san Pedro, la piedra sobre la cual Cristo había edificado su Iglesia. Por ello Constantino prefirió estar de parte de Arrio. Él no fue bautizado hasta cerca de su muerte, en 337, eligiendo para ser bautizado al obispo arriano Eusebio de Nicomedia.


Agustín


Agustín de Hipona, san, (Tagaste, actual Souk-Ahras, Argelia, 354 – Hippo Regius, actual Annaba, Argelia, 430) tuvo una profunda influencia en la historia de la Iglesia latina. Agustín aceptó absolutamente la filosofía griega y confió en ella. Su pensamiento cristiano estaba en línea con la especulación filosófica de su época. Leyó a los platónicos con ojos cristianos y a los cristianos con ojos platónicos; a todos los asimiló e interpretó a su propio modo. Subordinaba la razón y la filosofía a los intereses del cristianismo y a la autoridad de Cristo. Filosofaba continuamente y sobre todo, pero siempre al servicio de la sabiduría cristiana. Afirmaba que la fe necesita la razón para entender lo que creemos. Cuando filosofaba lo hacía inspirado por Platón. Suponía que entre el cristianismo y Platón había una continuidad y un acuerdo fundamental. Se presentaba a sí mismo como un Platón cristiano.

Agustín cursó sus estudios en Tagaste, Madaura y Cartago. En su Confesiones hace una severa crítica de sí cuando estudiante en Cartago. A los 17 años se procuró una concubina, y de ella tuvo el año siguiente un hijo. Su primera lectura de las Escrituras, cuando niño, a instancia de su madre, santa Mónica, le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta y no fundada en la razón. Más tarde, inspirado por el tratado Hortensius de Cicerón, se convirtió en un ardiente buscador de la verdad, que le llevó a pasar de una escuela filosófica a otra. Adicionalmente, estaba obsesionado por el problema del mal, que lo acompañaría toda su vida. Se preguntaba cómo Dios, que era toda bondad, permitía la existencia del mal en el mundo, lo que, a sus 19 años, fue determinante en su adhesión al maniqueísmo, que era una filosofía dualista persa influenciada por el gnosticismo. Esta doctrina afirmaba la existencia de dos principios, el bien y el mal, y ambos eran igualmente eternos y en eterno conflicto entre ellos. El alma es el principio de la luz y el cuerpo es el de la oscuridad. Esta explicación que liberaba su conducta de toda responsabilidad le aligeraba la culpa por su propio comportamiento moral que lo atormentaba. Nueve años más tarde, abandonó el maniqueísmo cuando el obispo maniqueo Fausto no le pudo dar respuestas racionales a sus preguntas, sino palabras poco documentadas más cerca de la magia que de la razón.

Decepcionado con los maniqueos, Agustín fue a Roma (383), abrió una escuela de elocuencia y decidió por el escepticismo. Simultáneamente, tuvo contactos con un círculo de neoplatónicos de la capital, uno de cuyos miembros le dio a leer las obras de Plotino y Porfirio, que determinaron su conversión intelectual. La lectura de los neoplatónicos, probablemente de Plotino, debilitó sus convicciones maniqueístas y modificó su concepción de la esencia divina y de la naturaleza del mal. A partir de la idea de que “Dios es luz, sustancia espiritual de la que todo depende y que no depende de nada”, comprendió que las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios, derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido como pérdida o ausencia de bien, y en ningún caso como sustancia. La unidad de una realidad jerárquica y gradual resolvía la dualidad maniquea y superaba su escepticismo y materialismo, pero no superaba su problema moral.

En 384, Agustín ganó la cátedra de Retórica de Milán y conoció al obispo Ambrosio y su gran elocuencia y calidez. Como catecúmeno del obispo, se convirtió al cristianismo, lo que le hizo cambiar de opinión acerca de la Iglesia, la fe, la exégesis y la imagen de Dios. La conversión religiosa sobrevino poco después (386), de un modo inopinado, haciéndose al mismo tiempo cristiano y monje, influido por un ideal de perfección, y decidió vivir en ascesis. Se consagró al estudio formal y metódico de las ideas del cristianismo. Renunció a su cátedra y se retiró cerca de Milán para dedicarse por completo al estudio y la meditación. Ya bautizado, regresó a África. Se retiró con unos compañeros para hacer vida monacal, y comenzó a planear una reforma de la vida cristiana. En 391, en viaje a Hipona, fue ordenado sacerdote. En 395 fue consagrado obispo.

Agustín combatió la herejía maniquea y participó en dos grandes conflictos religiosos, el uno contra los donatistas, secta que sostenía que eran inválidos los sacramentos administrados por eclesiásticos en pecado. El otro, contra Pelagio, un monje británico de la época que negaba la doctrina del pecado original. Durante este conflicto, que duró mucho tiempo, Agustín desarrolló sus doctrinas sobre el pecado original, la gracia divina, la soberanía divina y la predestinación. Participó en los concilios regionales, en los cuales se sancionó definitivamente el Canon bíblico. Los últimos años de su vida se vieron turbados por la guerra. Los vándalos sitiaron su ciudad y tres meses después (430) murió en pleno uso de facultades y de su actividad literaria.

Razón y fe y el problema del conocimiento

Antes de buscar la verdad que añoraba, Agustín, que había sido escéptico, estaba afligido por encontrar la certeza en el conocimiento. La escuela de los Académicos aseguraba que la certeza es imposible, ya que no se puede confiar en el conocimiento entregado por los sentidos. Ahora como platónico, Agustín pensaba que la certeza puede lograrse solo a través de la mente. Usaba como ejemplo de conocimiento necesario e inteligible, que nos trasciende, el hecho de las verdades matemáticas y éticas, que no provienen de impresiones sensibles contingentes ni tampoco a través de una mente individual. Escribía en Contra Académicos que “yo estoy absolutamente cierto que yo soy, y que yo conozco y amo esto”. Había resuelto el problema de la certeza del conocimiento en el subjetivismo. La verdad no se encuentra en el mundo externo, sino en el interior de uno mismo.

Resuelto para él el problema de la certeza, Agustín recurrió, en su perenne búsqueda de la verdad, a la razón y a la fe: la razón según la filosofía platónica de la iluminación y la fe según las Sagradas Escrituras. Manteniéndose en un plano idealista y lejano de la experiencia sensible, para él razón y fe no son más que medios que se exigen mutuamente para encontrar la verdad, no se excluyen, sino que se complementan. Ni creer es algo irracional, ni el conocimiento racional destruye la fe. Agustín decía, “cree para comprender y comprende para creer”, proponiendo que la fe se sitúe al comienzo y al final de la especulación racional, donde la fe es guía y pauta de la razón; por otro lado la razón dirige al hombre hacia la fe, eliminando las dudas y consolidando el conocimiento racional.

Puesto que Agustín, inspirado siempre en Platón, supone que en el hombre existe una sustancia material y otra espiritual, habría también dos tipos de conocimiento, el sensitivo y el intelectual. El conocimiento sensitivo informa de las cosas sensibles, incluido el propio cuerpo, y es necesario para la vida práctica. Además, este conocimiento del mundo sensible, temporal y cambiante, que sirve para resolver las necesidades prácticas de la vida es también común a los animales. Pero el hombre dispone además de la razón. Con ella puede alcanzar un conocimiento más elevado, que es el conocimiento inteligible, como los objetos matemáticos. También puede conocer las esencias, que es lo inmutable, necesario, universal y eterno, y que pertenecen al mundo inteligible, e incluso puede conocer a Dios.

Dios y el conocimiento

El conocimiento objetivo no depende del mundo sensible ni tampoco de la mente humana, sino que, pensó Agustín, está referido al mundo inteligible. La mente solo tiene que aceptar sus verdades y reconocer que poseen una validez absoluta, independiente del sujeto que las considera. La verdad es una y la misma para todas las personas, es inmutable y eterna; pero dado que nuestra razón es limitada, temporal y finita, es necesario el auxilio de algo que también sea eterno e inmutable, y aquello es Dios. Las ideas ejemplares y las verdades eternas están en Dios.

El punto de partida de Agustín para probar la existencia de Dios no solo las Sagradas Escrituras, sino Platón. El argumento principal parte de las Ideas eternas que se encuentran en el interior del alma de todos los hombres. Las Ideas son universales, inmutables y necesarias, como los primeros principios de la razón a las que nos tenemos que someter. Su fundamento no son las cosas físicas del mundo sensible, pues son realidades contingentes, cambiantes y mortales. Puesto que estas Ideas nos trascienden, debe existir algún ser que posea sus características y sea su fundamento, y este ser es Dios. Probar la existencia de verdades es lo mismo que probar la existencia de Dios, que es la verdad misma. Dado que es tan superior y distinto de las cosas finitas, no podemos conocerlo con total fidelidad, pero sí cabe una cierta comprensión de su ser. Agustín concebía a Dios como eterno, inmutable e idéntico a sí mismo, y por tanto el verdadero ser y opuesto a cualquiera que cambie y mute. Dios es el ser mismo porque no cambia. Además, para él Dios es trino y es el principio y fuente de todos los seres, la realidad plena, inmutable, infinita, única, simple, eterna y perfecta; es el Bien, la Verdad, la Belleza y el Ser.

También probar la existencia de verdades prueba, para Agustín, la existencia de nuestra alma inmaterial, pues si ésta contiene verdad inmortal, también es inmortal. El hombre tiene que conocer solo a Dios y su alma. A partir de ahí él conocerá toda la realidad. Aristóteles había buscado la verdad en el mundo sensible. Agustín la busca en la interioridad. Lo anterior no significa que los seres humanos seamos puramente espirituales. Nuestras almas espirituales están unidas a cuerpos materiales. La relación entre el alma y el cuerpo definen el conocimiento sensible. Cuando el cuerpo es afectado por la acción de otros cuerpos, el alma dirige su atención a dicha perturbación. Agustín definió la sensación como el acto espiritual de poner atención a lo que ocurre en el cuerpo.

Para Agustín la acción iluminadora de Dios para conocer el mundo inteligible no es un auxilio sobrenatural, sino algo estrictamente racional. La luz natural de la razón procede de Dios y permite al alma (intelecto) contemplar las verdades eternas, universales y necesarias. Agustín no aceptaba la doctrina aristotélica de la abstracción. Los neoplatónicos habían dicho que lo Uno irradia luz sobre toda la realidad, lo que resultaba compatible con la concepción evangélica que identifica a Cristo con la luz del mundo. Agustín formuló la teoría de la iluminación: Dios, que es la razón eterna, es la luz espiritual que ilumina la mente humana. Solo la iluminación divina puede explicar que nosotros, seres contingentes y cambiantes, podamos llegar a verdades necesarias y universales. La verdad que el hombre debe buscar en su vida no está en el mundo material, sino en un mundo de Ideas que reside en la mente divina, tesis que representa una cristianización de Platón. No obstante, no podemos alcanzar estas Ideas sin la luz de Dios. La iluminación es un nuevo modo de entender lo que Platón explicaba por medio de la preexistencia de las almas y la doctrina de la reminiscencia. No es necesario que el alma haya contemplado las verdades eternas en una vida anterior, lo que es necesario es que Dios eterno y inmutable abra nuestra mente para acceder a ellas. Y esta iluminación no es una visión o experiencia directa de la divinidad, sino la capacidad natural que Dios nos ha dado.

El problema del hombre

Para Agustín, de todas las sustancias finitas las más perfectas son los ángeles. Después viene el hombre, compuesto de alma y cuerpo. Su concepción del hombre se incluye en la tradición platónica al defender un claro dualismo antropológico: el hombre consta de dos substancias distintas, cada una de ellas completa e independiente, el alma y el cuerpo, siendo la primera superior en dignidad y ser al segundo. El alma es el guardián del cuerpo y cuida de éste. Por su parte, el cuerpo, aunque no malo en sí, pesa fuertemente sobre el alma. Como Plotino pero a diferencia de Platón, Agustín veía al alma prisionera del cuerpo como consecuencia de un castigo. El alma humana, como la de los animales, anima al cuerpo, está unida a él por una inclinación natural y está presente en cada parte del cuerpo. El alma vivifica el cuerpo, y produce la vida vegetativa, la sensitiva y la intelectiva. Sería inadecuado hablar de unión sustancial o de unión accidental al estilo helenístico. Más propio parece hablar de unión personal. A Agustín le parecía más fácil de explicar la unión hipostática que la unión de un cuerpo con un espíritu, siendo ambos elementos tan heterogéneos, disociables y separables.

El alma humana es una substancia espiritual, inmaterial, simple, lo que asegura su inmortalidad, de la que Agustín ofrece varios argumentos. Por su perfección, el destino más propio del alma es Dios. El alma humana no es una parte de Dios, pero sí su imagen, y con sus tres facultades principales, memoria, inteligencia y voluntad, que para S. Agustín se corresponden con la Trinidad de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios se refleja de alguna manera en todos los seres, pero de forma especial su imagen está en nuestra alma, en lo más profundo de nuestro ser, por lo que el hombre puede elevarse al conocimiento y cercanía de Dios descubriendo y contemplando dicha huella divina.

Para Agustín está muy claro que el alma ha sido creada por Dios, pero no el tiempo y modo de dicha creación. Rechaza la tesis platónica de la preexistencia del alma, pero duda entre el traducianismo (transmisión del alma de padres a hijos a partir de Adán, y que mejor explica el dogma del pecado original) y el creacionismo (el alma creada en cada caso desde la nada). Durante toda su vida vaciló sobre las teorías del origen del alma. Al fin estaba dispuesto a aceptar la teoría creacionista, si alguien le resolvía la dificultad de la transmisión del pecado original.

El problema del pecado original y Pelagio

El pensamiento teológico de Agustín parte del reconocimiento que él hace, en 389, del pecado original como hecho histórico radical. Quería superar la paradoja de la relación entre la fe y la razón. Aceptando que la fe es la vía universal de la salvación, suponía que debe ser racional si la credulidad viciosa, producto del pecado, debe ser vencida. La sabiduría de este mundo resulta precaria; en cambio, la fe se constituye en régimen permanente del hombre caído. La fe cristiana ha de ser divina, y para eso tiene que apoyarse en el milagro. Cristo conquistó la “autoridad” divina con sus milagros, ofreciendo a la fe un camino racional. Pero para creer en Cristo su mediación reclama la nueva mediación de la Iglesia en la que apoyarnos. Y la incorporación a la Iglesia va ligada a la recepción del Bautismo.

Agustín tuvo un decidido contrincante: Pelagio (Islas Británicas, 354 – Palestina, 420) fue un ascético monje britano. Sufrió una dura persecución por parte de la Iglesia de Roma tras fundar una nueva corriente del cristianismo, considerada herética, que negaba el dogma del Pecado Original. Antes de esto había gozado de cierta popularidad entre la curia romana y del propio Agustín. Estudió teología y hablaba griego y latín con fluidez, pero a pesar de que sirvió como monje durante años, nunca llegó a ser realmente un clérigo. Comenzó a ser conocido en torno al año 400, cuando viajó a Roma. Sus obras se han perdido, sobreviviendo escasos fragmentos citados precisamente por sus oponentes.

Tal como la imposición de la doctrina de la trinidad y la divinidad de Jesús en el concilio de Nicea, la polémica entre Agustín y Pelagio, en la que se impuso el primero por su ascendiente académico y político, alcanzó una importancia decisiva para la posterior historia de la Iglesia cristiana. Determinantes fueron las posiciones doctrinales de ambos contendientes. Mientras Agustín establecía que por el castigo divino a consecuencias del Pecado Original que incluía la calidad de perversión humana que impedía actos salvíficos que requerían la gracia sacramental, acentuando la doctrina de Pablo, Pelagio fue un creyente de la capacidad humana para ser justo y bondadoso, que era justamente lo que predicaba Jesús para ser acogido en el reino de Dios. Vemos nuevamente en este hecho la enorme distancia que separa a Pablo de Jesús, tensión que se mantiene en la Iglesia entre liturgia y pastoral.

Entre las mayores influencias de Pelagio está la cultura celta que impregnó con fuerza su formación personal. Ésta otorgaba una mayor responsabilidad personal sobre las acciones individuales. Por el contrario, los griegos y los latinos daban gran importancia al castigo de las culpas. Adicionalmente, el paganismo céltico defendía la existencia de una habilidad humana para el triunfo, incluso sobre lo sobrenatural, idea tan opuesta al pesimismo de Agustín referido al ser humano, pero que Pelagio debió haber aplicado a su concepción del pecado.

En Roma, Pelagio observó con preocupación el relajamiento de la moral cristiana en la sociedad, culpando de éste a la teología de la gracia divina que predicaban Agustín y otros monjes. Se dice que en torno al año 405 oyó una cita de las Confesiones de Agustín que decía “Dame lo que tú ordenes y ordena lo que tú hagas”. Pelagio mostró su preocupación ante la idea que esta nota encerraba, ya que la consideraba contraria a los postulados tradicionales del cristianismo sobre la gracia y el libre albedrío y sostenía que reducía al hombre al papel de mero autómata. En 410, Pelagio huyó de Roma asediada por los bárbaros y se instaló en Cartago.

La rápida difusión del pelagianismo en torno a Cartago, zona donde Agustín tenía su principal base, hizo que éste y sus seguidores fueran quienes atacaran de forma más pronta y dura las doctrinas de Pelagio. Entre 412 y 415, Agustín escribió cuatro obras dedicadas únicamente a discutir el Pelagianismo. Debido a la oposición surgida en África, Pelagio abandonó Cartago y se instaló en Palestina, donde también encontró oposición en la figura de san Jerónimo de Estridón y sobre todo en la de Orosio, un discípulo hispanorromano de Agustín. El hecho de que Pelagio no fuera juzgado como hereje después de algunos sínodos acusatorios contra él sorprendió enormemente a Agustín, que convocó un sínodo en Cartago en 418. Allí expuso nueve creencias que eran negadas por Pelagio:
La muerte es producto del pecado, no de la naturaleza humana.
Los niños deben ser bautizados para estar limpios del pecado original.
La “gracia justificante” cubre los pecados ya cometidos y ayuda a prevenir los futuros.
La gracia de Cristo proporciona la fuerza de voluntad para llevar a la práctica los mandamientos divinos.
No existen buenas obras al margen de la Gracia de Dios.
La confesión de los pecados se hace porque son ciertos, no por humildad.
Los santos piden perdón por sus propios pecados.
Los santos también se confiesan pecadores porque realmente lo son.
Los niños que mueren sin recibir el bautismo son excluidos tanto del reino de Dios como de la vida eterna.
En la actualidad, la Iglesia católica sigue defendiendo los ocho primeros puntos, pero rechaza el noveno al considerar que los niños que mueren sin ser bautizados “quedan confiados a la misericordia de Dios”.

Pelagio escribió dos obras, perdidas hace tiempo, en las que volvía a defender su concepción de la naturaleza del pecado y arremetía una vez más contra Agustín, acusándole de estar bajo la influencia del maniqueísmo al elevar el mal al mismo nivel que Dios, y de contaminar la doctrina cristiana con un fatalismo de origen pagano. Pelagio discutió la idea de que los humanos pudiesen ser condenados al infierno por hacer algo que en realidad no podían evitar, el pecado, y la identificó con ideas típicas del maniqueísmo como el fatalismo y la predestinación, totalmente ajenas al concepto de libre albedrío de la humanidad. Defendió que la humanidad es capaz de evitar el pecado, y que la elección de obedecer las órdenes de Dios es responsabilidad de cada persona. Lo que escribió Pelagio en su libro Pro libero arbitrio no nos puede parecer más sensato: “Toda bondad, toda maldad, que nos hacen dignos de alabanza o merecedores de reprobación, son hechos por nosotros, no nacidas con nosotros. No nacemos en todo nuestro desarrollo, sino con la potencia de hacer el bien o el mal; nacemos tan limpios de virtud como de vicio y, antes del ejercicio de nuestro albedrío, no hay nada en el hombre sino lo que Dios ha puesto en él”. Si prescindimos de la leyenda acerca de la caída de la primera pareja de seres humanos y de las consecuencias de este pecado original, es difícil no estar de acuerdo con el denigrado monje que osó decir lo que pensaba en un medio tan intolerante. Pero el poder establecido apoyaba naturalmente al poderoso san Agustín.

La gracia

Agustín creía que una vez cometido el pecado original histórico, la humanidad se había desdoblado en dos posturas muy diferentes: el pecado y la gracia; el infierno y el cielo. El “Paraíso” es el estado ideal del hombre, tal como Dios lo planeó y realizó. Pero ¿cómo se entiende psicológicamente el primer pecado dada esa perfección de los primeros padres? Para explicarlo, recurre a la seducción satánica por la cual el pecado fue total y sin atenuantes, ya que Adán se desprendió de Dios. Y puesto que Adán era el “Patriarca”, quedó roto el pacto original. La situación histórica del hombre, consecutiva al pecado, fue de pérdida de la justicia y la moralidad originales, y aparecieron las debilidades naturales: división, ignorancia, concupiscencia, mortalidad, posibilidad, etc. Perdida la unidad original, se perdió también la visión de Dios y con eso se perdió la libertad del amor, ya que la concupiscencia es una inclinación al mal. No se perdió, en cambio, el libre albedrío, si bien quedó amenazado por la situación. El hombre caído en lo sensible, lo carnal, no puede unirse directamente con Dios.

Agustín supone, como Pablo, varios periodos en la historia de la salvación. El primer periodo es la alianza natural, ya que el hombre, a pesar del pecado conservó las reliquias de la imagen de Dios. El segundo periodo es la Ley. El tercer periodo se inaugura con Cristo redentor. En la controversia pelagiana Agustín desarrolló la teología de la redención, la justificación y la gracia auxiliar, así como la de la muerte, la concupiscencia, el bautismo de los niños, la solidaridad humana (con Adán y con Cristo). Agustín sigue a Pablo afirmando que Cristo se encarnó para redimir a los hombres del pecado. La redención es necesaria pues nadie puede salvarse sin Cristo, pues Él es el único mediador en cuanto redentor. La clave para comprender su doctrina es la Cruz de Cristo, cuyo significado y eficacia defendió con energía. La redención es necesaria, objetiva y universal. La redención es objetiva, porque no consiste sólo en el ejemplo, sino que la reconciliación con Dios; también ella es universal, ya que Cristo murió por todos los hombres. Todos los hombres tienen necesidad de ser justificados en Cristo. La justificación lleva consigo la remisión de los pecados y la renovación interior que comienza aquí en la tierra y llega a su perfección después de la resurrección. Porque Cristo ha reconciliado a todos los hombres con Dios, Él es tanto el sacerdote como el sacrificio.

Para llegar a la justificación y perseverar en ella se necesita la gracia divina que consiste en la inspiración de la caridad, del Espíritu Santo, para que hagamos con amor lo que conocemos que hay que hacer. Agustín defendió la necesidad, la eficacia y la gratuidad de la gracia. Sobre el misterio de la predestinación que sintió muy profundamente, puso de relieve la gratuidad de la salvación. Tanto el comienzo de la fe como la perseverancia final son dones de Dios. Así, el tema esencial es la gracia, que unifica, ilumina, supera la concupiscencia y de este modo reestablece la libertad en el corazón. Así se recupera la “imagen sobrenatural” y por ella se restaura la imagen natural oscurecida y deteriorada. Sin embargo, ya no hay posibilidad de volver al Paraíso. Por eso no se recobran ciertos privilegios, y la vida del cristiano es drama, lucha, libertad generosa, sacrificio humano, gloria del mundo.

Agustín se centra en la relación del alma con Dios. El alma se hallaba perdida por el pecado y era salvada por la gracia divina. En esta relación el mundo exterior no cumple otra función que la de mediador entre ambas partes. Esta relación tiene un carácter esencialmente espiritualista, que contrasta con la tendencia cosmológica de la filosofía griega. Su visión pesimista del hombre contribuyó a reforzar el papel que, a sus ojos, desempeña la gracia divina en la salvación del alma, por encima del que tiene la libertad humana. Si bien el encuentro del alma con Dios se produce en el amor, en la línea del idealismo platónico Dios es concebido como verdad.

El hombre puede ser salvado por las mediaciones. Éste es el concepto de sacramento. Agustín elabora toda la teología de los sacramentos como signos instituidos por Jesucristo para dar la gracia, y defiende su eficacia “ex opere operato”. Influido por el platonismo, todo lo sensible puede convertirse en imagen o símbolo con referencia a una realidad invisible, que en el Nuevo Testamento es siempre la gracia divina. Así tenemos un elemento sensible, un elemento invisible y una relación entre ambos, de modo que el sensible sea fuente o vehículo del invisible. Los sacramentos, como ritos instituidos supuestamente por Cristo, son fuente de la gracia, la que se constituye en un vehículo de la vida sobrenatural. Tales sacramentos se integran en la dialéctica del Cuerpo Místico entre ministro y sujeto. El rito recibe sentido de esta integración. Podemos suponer que la idea de sacramento habría surgido indirectamente de los ritos de pasaje que todos los pueblos han antropológicamente celebrado para integrar al individuo con la tribu en todos los momentos cruciales de su vida.

La Ciudad de Dios, que Agustín escribió entre 410 y 430, no trata de una ciudad puramente secular, sino que es la ciudad planeada por Dios para la salvación de las almas, y se encuentra más allá del mundo corrompible y efímero. Aunque la salvación es individual, se realiza dentro de una religión eclesial, donde el cristiano forma parte del cuerpo místico de Cristo. La Iglesia, que es el lugar de transmisión de la gracia, es la concreción de la ciudad de Dios y el único camino de salvación.

Conclusión

San Agustín de Hipona, tras una mala traducción de un confuso pasaje en la Epístola a los Romanos de Pablo, “por un hombre entró el pecado en el mundo...,” introdujo la idea del Pecado Original y de la caída de la humanidad por la primera pareja mítica de seres humanos, y de la necesidad de la redención de Cristo en la cruz. Una caída original, que abarca el universo, requería una redención universal y absoluta, y nada mejor para ello que el sacrificio del mismo Hijo de Dios en la cruz. La triste, pecaminosa y negativa visión del universo salida de la mente de Agustín se encarnó profundamente en las enseñanzas de la Iglesia romana. El sacramento del bautismo pasó a ser el sacramento indispensable para limpiar la mancha del Pecado Original. La penitencia se constituyó en el sacramento que borraba los pecados personales. El clero adquirió la potestad divina para impartir estos sacramentos y se constituyó así en un poder político y social que competía con el poder del Estado al decidir a quien administrarlos, determinando su futuro transcendente de salvación o condenación.

El mismo imperio que el Mesías debía destruir, el cristianis­mo lo transformó en la base del grandioso esquema de la Cristian­dad. Sin duda, la transformación de un cristianismo de mártires –que se hacían crucificar, quemar y comer por leones hambrientos por no renegar de su adhesión a su Dios– en un cristianismo imperial que dictaba la política de todo el mundo conocido debió haber constituido una profunda y trascendental revolución religiosa. Un siglo antes la cena del pan y el vino se había transformado en sacrificio divino y habían aparecido los sacerdotes que la oficiaban. Con Agustín los sacramentos cobraron fuerza, y fueron administrados por los sacerdotes como medios necesarios de llevar la gracia divina a los fieles. El arma política de la excomunión, castigo eclesiástico que impide la recepción de los sacramentos, permitió a la Iglesia dominar al poder político en la Alta Edad Media. El papado emergió como la suprema autoridad de la Iglesia y con pretensiones de constituirse en la suprema autoridad de la humanidad. Se multiplicaron los templos sagrados para que los cristianos glorificaran a la Trinidad, la autoridad eclesiástica enseñara la verdad revelada y todos comulgaran comiendo efectivamente el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo Redentor en las formas transubstancionadas de pan y vino. Bajo la ideología agustina el cristianismo fue consolidando, en la tradición del Imperio romano, una ciudad de Dios en lugar de un reino de Dios, y se fue transformando en una gran estructura de poder que fue some­tiendo las diversas comunidades y las fue absorbiendo dentro de un imponente sistema de salvación llamado Cristiandad.


La Iglesia cristiana como único camino de salvación


La historia de la Iglesia y los fieles cristianos se ha debatido entre dos polos: adherir al hijo de Dios o adorar a Dios el Hijo; seguir a Jesús el maestro o militar bajo Cristo el Redentor; entregar misericordia y compasión o ejercer imperio y dominio; sacrificarse personalmente al prójimo u oficiar el sacrificio de Dios; amar al prójimo o enjuiciarlo; ejercer la libertad personal o someterse al dictamen eclesiástico; actuar por piedad personal o regirse por liturgia colectiva; aceptar el Sermón de la Montaña o acatar el dogma eclesiástico. Estos polos han sido marcados por las ideas de salvación y pecado; de perdón y juicio; de humildad y potestad. El primer polo corresponde a la enseñanza de Jesús que conocemos a través de los evangelios; el segundo, a la elaboración teológica de esta enseñanza, a partir de Pablo, según parámetros de dominio de cúpulas y antiguas tradiciones míticas difíciles de olvidar.

A pesar de que el mensaje de Jesús estaba dirigido a cada persona en particular y era muy simple, pudiendo llegar hasta la persona más humilde, la Iglesia pronto se apropió de la función exclusiva de proclamarlo, pero sólo como parte de un fantástico conjunto mitológico, normativo y ético. La función apostólica, que consiste en predicar la buena nueva acerca de la invitación a participar del reino de Dios, pudo ser posteriormente desempeñada únicamente por quien era consagrado para ello por la autoridad eclesiástica. Con ello no sólo se aseguró la ortodoxia del mensa­je, sino que se impuso su dogmaticidad y se instituyó la autori­dad para transmitirlo. Con el tiempo, se prohibió hasta la lectura de los evangelios, la única fuente que contiene el mensaje de Jesús.

El Concilio de Cartago, en 408, se desarrolló bajo la poderosa influencia de san Agustín, y se puede decir que inicia la nueva era teológica en la historia del cristianismo que caracterizó a la Edad Media. Esta teología, que incluso es muy fuerte en nuestros días en los sectores conservadores, sintetiza ideas maniqueas, neoplatónicas y veterotestamentarias. El ser humano se salva por su fe en Dios. Pero ésta, no surge por su actividad intelectual, como era enseñado por los gnósticos, sino que es un don divino. Nacido en el pecado de Adán y Eva, el ser humano no tiene potestad salvífica alguna. Depende de la gracia divina.

De esta manera, la Iglesia se constituyó a sí misma en el instrumento necesario de salvación, implementando la vía sacra­mental, cuya institución fue atribuida directamente a Jesús, ahora devenido en Cristo-Dios, en reemplazo de todos los ritos antropológicos de pasaje. Ella requirió de la noción de sacrifi­cio, del personal consagrado para que oficie de intermediador y de la erección de templos de sacrificio en lugar de los iniciales recintos para las asambleas de los fieles. A pesar de que la fe es un don gratuito, la Iglesia se apropió de la función de repartirlo a su discreción mediante los sacramentos. El papa, pontífice máximo y vicario de Cristo en la tierra, adquirió el poder para atar y desatar a voluntad lo que le pareciera. Incluso, en la puerta del reino de Dios en los Cielos se ubicó al apóstol Pedro, el primer pontífice, con la llave para abrirla, en circunstancias que Jesús, no con su muerte en la cruz, sino que con su Evangelio, la había dejado abierta para todos. De este modo, no sólo el alto clero se hizo poderoso, sino que la Iglesia pasó a consti­tuirse en el principal poder social, político, económico y cultural de Occidente. El Greco supo sintetizar este orden en su magistral pintura “La muerte del conde de Orgaz.”

Así, el rito principal de la Iglesia, la Eucaristía, que en su origen fue una comida ritual judía y en torno a la cual se reunían posteriormente los primeros cristianos para conmemorar a Jesús resucitado y su mensaje vivo, se trans­formó, alrededor del siglo IV, en la repetición del sacrificio a Dios del cuerpo de Cristo, ahora como cuerpo místico constituido por los fieles. Esta ancestral expiación de los seres humanos hacia los dioses justicieros, que exigen sacrificios, se consti­tuyó en lo central del rito.

Los sucesores de los apóstoles se transformaron al cabo del tiempo en obispos y sacerdotes, es decir, los predicadores del evangelio se convirtieron en los oficiantes del sacrificio, y la tradición profética de Israel fue sustituida por la filosofía griega. La comunidad de fieles se dividió entre clérigos y laicos; estos últimos fueron degradados a pasivas ovejas, desprovistas de libertad y dependientes de un pastor, o cristianos de segunda catego­ría, y el jefe de la Iglesia, asistido por el Espíritu Santo, se constituyó en el principal supervisor del magisterio y la moral, hasta llegar a concentrar el poder absoluto con relación no sólo a la autoridad suprema que gobierna, legisla y juzga, sino que también con relación al dogma, la moral, la ley y las costumbres.

El impacto cultural del cristianismo y de la Iglesia ha sido decisivo en la historia y ha moldeado la cultura occidental. Por una parte, la Iglesia ha sido un instrumento muy eficiente de la propagación del evangelio y referente de muchos venerables seres humanos que han vivido llenos de santidad, humildad, piedad y amor fraternal. Por la otra, su hipertrofiado cuerpo doctrinal, ritual y ético, muchas veces más que ayudar a los fieles a seguir el camino de amor y fe, lo oculta entre vetustos e intrincados dogmas, ritos y cánones, dando a entender que quien adhiere plenamente a éstos es un fiel cristiano, merecedor de la salvación eterna, lo cual es justamen­te lo contrario de las enseñanzas de Jesús.

Muchas veces, quien busca entender el verdadero mensaje de Jesús debe realizar un gran esfuerzo, filtrándolo, para poder llegar a su esencia, y todo esto mientras se sufre gran temor por estar virtualmente traicionando la autoridad y la tradición. En cambio, en su evangelio Juan hace decir a Jesús que él es el camino, la verdad y la vida, lo cual resume el objetivo de la Iglesia para un fiel que busca seguridad y protección. La Iglesia le dice cómo vivir y le indica cuál es el propósito de la vida, y el fiel se entrega a ella a cambio de su libertad, que, por otra parte, es justamente su facultad que le posibilita la salvación eterna.

La fuerte connotación cultural que rodea a la Iglesia impide que el mensaje evangélico pueda ser predicado a pueblos de otras culturas. Lo que es peor, todo el aparato con el cual el mensa­je ha sido revestido por la tradición ha llegado a ser críptico para la mentalidad científica moderna, la que se destaca por su criticismo, racionalismo y su revaloración del mundo. También, desde el descubrimiento de nuevos continentes habitados por numerosos pueblos paganos, en el siglo XV, y, ahora, con la crecien­te secularización de los tradicionales pueblos cristianos, la teología de la historia aceptada, por la cual la Iglesia se justifica en cuanto el mensaje de Jesús es transmitido a un progresivo número de seres humanos, ya no es sustentable. Los misioneros católicos en el Nuevo Mundo, en vez de proclamar el mensaje de Jesús que imponía la idea de un Dios creador y salva­dor, radicalmente distinto de la naturaleza, se limitaron a trastocar los dioses paganos por los santos cristianos, quienes eran meros sustitutos de los dioses de las mitologías europeas antiguas. Los actuales indígenas siguen sumi­dos en el paganismo, pero rindiendo alabanzas a los distintos santos cristianos.

Una distinción relacionada con lo religioso y la religión es la que se puede hacer entre “Iglesia”, con ‘I’ mayúscula e “iglesia” simplemente. La Iglesia es el cuerpo de creyentes en un Dios creador y salvador, y que desde nuestro universo puramente inmanente admite la realidad de una transcendencia. Ella establece dos tipos de realidades: la sobrenatural y la natural, siendo la realidad sobrenatural algo misterioso porque los seres humanos no poseemos las facultades cognoscitivas para conocerla. La relación entre estas dos realidades se mantiene abierta a toda inspiración e intuición y la Iglesia debiera acoge a todo creyente que con humildad acepte este misterio.

Ahora bien, con una autoridad que atribuye a Dios la iglesia con minúscula establece las normas, los ritos y los mitos de alguna forma concreta de entender la mencionada relación y no deja posibilidad para creer en otra cosa, so pena de ser anatematizado. Éste tipo de iglesia es lo que se llama propiamente secta. Hasta hace algún tiempo atrás, la iglesia católica intentó leal y legítimamente ser Iglesia. Al parecer, con el tiempo no quiso seguir sacrificando su patrimonio y su tradición, que alimentan fuertes grupos de poder clerical, ante el vertiginoso avance del conocimiento que comenzó a develar la ciencia, y se encerró en sí misma como cualquier secta. Probablemente, la poca fe de sus dirigentes cedió al temor de que su doctrina pudiera sucumbir ante la ciencia.

Recapitulando, la religión es la expresión colectiva de lo religioso. En una primera etapa se estructura como secta, donde los mitos, ritos, normas y dogmas adquieren un sentido restringi­do. Se constituye en religión establecida en una etapa más evolu­cionada, cuando incluye una pluralidad de culturas distintas. Sólo cuando lo religioso proviene del mensaje evangélico, se puede hablar de Iglesia. Pero para que la Iglesia no regresione a ser una simple religión establecida, con sus ritos, mitos, normas y dogmas firmemente establecidos, lo que supone intolerancia y represión, como ha sido y es la tendencia de la jerarquía católica en la actualidad, debe ser fiel al Evangelio y a la plena liber­tad de las personas para pensar y decidir por sí mismas y expre­sar su fe. Ahora vivimos en una época en que los laicos son más sabios que los clérigos, mientras éstos se han aferrado además a la forma­ción puramente escolástica, decretada por el Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI, quedando en la actualidad completamente obsoleta.

En el Concilio Vati­cano II, en contra de la intención del papa Juan XIII de poner al día cientí­fico la anquilosada doctrina religiosa, venció la tendencia cle­rical, litúrgica y sacramental de salvación social propiciada por una jerarquía que veía amenazado su poder a causa de la excesiva tendencia “materialista” que había adquirido la cultura occiden­tal. En la actualidad, frente al revolucionario conocimiento del universo de la ciencia y al avance de la cultura científica en vastas poblaciones en todo el mundo, la Iglesia se ha retrotraído en sí misma como un caracol, encerrándose en su vetusto y enrarecido magisterio. Se ha tornado más dogmática, moralista, intolerante y autoritaria, llegando a establecerse como una secta cristiana más. Su pecado es que ha renunciado a proclamar el mensaje de Jesús al universo. El papa Benedicto XVI ha revitalizado lo central del agustinismo del luteranismo alemán: el énfasis de san Agustín en la debilidad de hombre caído, la necesidad de la gracia divina, una distancia de lo mundano y una desconfianza en la razón y la naturaleza humanas. Los seguidores de esta filosofía, que se remonta a Platón y a Mani, han secuestrado a la Iglesia.

La mecánica de la religión, en cuanto subestruc­tura cultural que persigue la subsistencia del grupo social, es contradictoria con el mensaje de Jesús, que ubica la salvación en el reino de los Cielos, por mucho que se sostenga que el reino de Dios ha llegado a encarnarse en nuestro mundo tras la venida de Cristo, como lo expresó san Agustín en la La ciudad de Dios. Los dos milenios de reverenciada tradición impiden renunciar a lo accesorio para liberar lo esencial. La historia del cristianismo ha sido, no obstante, una permanente tensión entre la religión y lo religioso. Ella se puede resumir en que mientras cada creyente procura rescatar el sustento religioso de la religión, cada grupo humano procura estructurar la religión en base de la experiencia religiosa. El hecho del mensaje de Jesús es que es la persona individual, y no la sociedad, quien está llamada a lo transcenden­te.

Jesús no vino a fundar una Iglesia. Su mensaje es universal. Aunque su auditorio fueron galileos del siglo primero, está dirigido a las personas de todos los tiempos y lugares. Una iglesia, en cambio, es una expresión y práctica religiosa particular que posee ritos, mitos y normas muy particulares. Desde el punto de vista de la sociología, convivimos en un mundo de culturas muy diversas, todas éstas surgidas por la necesidad de subsistencia y comunicación de los diversos grupos humanos. De esta manera, todas las distintas culturas merecen nuestro respeto. Mal hace una iglesia sostener que posee la verdad e intentar a continuación imponer su forma de existencia al resto de las gentes bajo el pretexto de una misión evangelizadora divina. El primer requisito de estos evangelizadores es comprender cuál es el mensaje de Jesús. A continuación entenderán que las gentes no necesitan adoptar costumbres que le son foráneas para recibir el evangelio de Jesús.



CAPÍTULO 7 - JESÚS Y LO TRANSCENDENTE



La importancia de Jesús en la historia humana se resume en que, primero, él anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios y, segundo, por su intermedio Dios invitó a todos los seres humanos a pertenecer a este Reino mediando una conversión de sus corazones.

Jesús de Nazaret es el hito más importante de la historia de la humanidad. Su importancia no le viene por el hecho de que el calendario enumera los años a partir de su naci­miento. Tampoco su importancia le viene por la doble atribución que algunos de sus seguidores le dieron de profeta y Mesías. Sin embargo, ambos conceptos, profeta y Mesías, no se le pueden aplicar con total propiedad. Como profeta, él sería el último de una larga lista en la tradición hebraica que comienza con Abraham. Podría ser que profeta sea una persona que de alguna manera en absoluto no clara dice lo que dice por una suerte de inspiración divina, y se dirige, no hacia la conversión personal, como fue la enseñanza de Jesús, sino que hacia una  colectividad para exigirle que pida perdón o para anunciarle el castigo divino. Por su parte, el concepto Mesías, traducido al griego por Cristo, que significa el ungido de Dios, tampoco le es aplicable si suponemos que el ungimiento es para conducir victoriosos ejérci­tos y establecer reinos terrenos. Específicamente, como ha sido ya reiteradamente señalado por innumerables autores, en tanto Mesías, Jesús fue un estruendoso fracaso en la historia judía. Fue crucificado y años después Jerusalén fue completamente devastada por los romanos. Sus seguidores mesiánicos supusieron que Jesús debía volver una segunda vez, ahora en gloria y majestad, para terminar lo que consideraron su inconclusa obra.

La importancia de Jesús en la historia humana se resume en que, primero, él anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios y, segundo, por su medio Dios invitó a todos los seres humanos a pertenecer a dicho reino. En Marcos podemos encontrar el meollo de este mensaje: “El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. Cambien sus corazones y crean en la buena nueva”. En el medio judío de su época el ‘tiempo que se ha cumplido’ es escatológico, y de ningún modo puede ser considerado como apocalíptico.  El Evangelio de Jesús se centra en unos tres temas: 1º Opuesto a la concepción del Yahvé castigador de los israelitas, Jesús afirma que Dios es tan bueno y misericordioso que lo llama Padre. 2º Pide a sus seguidores vincularse en el amor y que incluso amen a sus enemigos. 3º Anuncia que existe un Reino de vida eterna y plena, al que todos están invitados y se accede aceptando la invitación y convirtiendo su corazón.  Jesús había proclamado un revolucionario mensaje de amor y fe, de acción y contemplación, de libertad y alabanza, de sacrificio y esperanza, de afirmación y humildad, de acción y piedad, proclamando la misericordia divina para los humildes de corazón y pregonando el reino del Dios en el “más allá”. El punto que se debe discutir es ¿cómo Jesús conoció este mensaje?

La verdadera comprensión de este mensaje tuvo lugar, no en vida de Jesús, sino que con su muerte y “resurrección”. Más que resurrección de su cuerpo físico, debe pensarse más bien en una aparición espectral o una gloriosa proyección y prolongación de su espíritu después de su muerte biológica. La resurrección de Jesús no fue como la de Lázaro, cuyo cuerpo volvió a la vida, según el relato evangélico. A los ojos de sus discípulos, imbuidos en los mitos del Cercano Oriente de la época, la resurrección del cuerpo formaba parte de aquella mitología. El significado que se le puede dar a la muerte en la cruz de Jesús puede ser el haber puesto a la prueba de sus discípulos su mensaje acerca del reino de Dios. Su resurrección fue la ratificación de la certeza de su enseñanza. Como lo relata el libro Hechos de los Apóstoles, la persona real de Jesús se manifestó en varias ocasiones a sus discípulos, lo que confirmó sus enseñanzas respecto al Dios transcendente y su reino de los Cielos. Si Jesús no hubiera aparecido ante sus discípulos, la verdad sobre Dios y su Reino no habría sido posiblemente aceptada ni tampoco proclamada y transmitida.

Siendo una verdad que no nos viene por la experiencia sensible, sino del testimonio, no requiere de la crítica intelectual, sino que de la fe. A sus discípulos bastó ver a Jesús resucitado para comprender su evangelio. En cambio, sus seguidores de generaciones posteriores necesitaron probablemente elevar a Jesús a la categoría de Dios para que hubiera una autoridad suficientemente grande que respaldara la fe en el reino de Dios. Lo que ocurrió en definitiva es que no sólo el mensaje de Jesús se diluyó, haciéndose confuso, sino que resulta muy difícil para nuestros contemporáneos tener que aceptar la divinidad de Jesús. Lo que es peor, en este mundo que los humanos construyen para independizarse de las adversas fuerzas naturales y vivir en felicidad se ha perdido la fuerza de su mensaje.

La afirmación que exista una verdad revelada por Dios, que se da naturalmente en pueblos arcaicos, no tiene sustento. Si una verdad es una proposición intelectual que tiene correspondencia con alguna cosa o situación de la realidad, entonces no existe ninguna proposición que Dios nos haya enseñado. Dios es silencioso y solo se manifiesta a través de las leyes naturales que Él instituyó. La verdad sobre cualquier materia es un logro humano; las verdades han ido surgiendo penosamente en el curso de la historia desde los albores de la humanidad, y se han ido perpetuando a través de la cultura y sus instrumentos. Solo mentes arcaicas utilizan el concepto de revelación para apoyar sus creencias y sostener el consecuente dominio sobre los demás. Es el recurso que san Pablo utilizó para hacer valer sus propias elucubraciones. El mito, que es un recurso fácil para interpretar las complejidades de la realidad, se encarga de empañar y oscurecer la verdad. La Biblia no es verdad revelada, como tampoco los Evangelios que se remiten a intentar describir la obra y enseñanzas de Jesús durante sus tres años de vida pública según lo que se recordaba y se transmitía de él por sus seguidores, algunas décadas de su muerte en la cruz, cuando fueron escritos. En la actualidad todos sabemos que el modo humano de conocer es exclusivamente por la experiencia, lo cual rechaza cualquier tipo de inspiración y sabiduría infundida o revelada, y la certeza se obtiene empíricamente. Sin embargo, sólo una verdad cae en el ámbito de la revelación divina, si así se puede decir, y es la que Jesús dijo acerca del reino de Dios. Él nos habló con parábolas para referirse a esta verdad, pues relataba una realidad no sólo desconocida, sino que enteramente inasible, sobre la cual no existen experiencias, y el intelecto humano no tiene la capacidad de comprensión.

No existe relato objetivo alguno en favor de la verdad del mensaje de Jesús que no sea una actitud circunstancial de sus discípulos, y que se encuentra en el relato evangélico de la pasión y muerte de Jesús. En efecto, después de la aprehensión de Jesús en el Bosque de los olivos sus discípulos huyeron despavoridos. Ni siquiera asomaron sus narices por los alrededores del Calvario, y Pedro lo negó tres veces. No sólo querían salvar su pellejo de la represión que podía desencadenarse, sino que dieron todo por perdido al concluir ellos que la misión de Jesús había fracasado completamente, imbuidos como estaban en el mesianismo prevaleciente. Pero estos mismos seres tan aterrorizados se tornaron audaces y valientes después de que pudieron ver y hasta tocar a Jesús resucitado, y se volvieron deseosos de propagar el mensaje de Jesús, incluso hasta el total sacrificio personal.

Es probable que no fuera el mero hecho de la resurrección el que provocara tan radical cambio de actitud, pues en ese medio cultural de acontecimientos insólitos e inexplicables, el volver a la vida después de muerto no habría sido considerado como algo tan extraordinario. A diferencia de la resurrección de Lázaro, lo que los alteró tanto en su modo de ver las cosas fue observar que Jesús hubiera resucitado en forma gloriosa, indicando que no se volvía a la vida del mismo modo como se había vivido, sino que se pasaba a un estado de existencia plena y eterna en la gloria de Dios. La significación de este hecho era que ese estado sería el que adquiriría todo aquél que tuviera fe en Dios con la aceptación de su invitación, y creyera y practicara su mensaje. A sus discípulos les fue posible ahora concluir que esta posibilidad de existencia era muy superior a las promesas mesiánicas.

En este punto vale preguntarse primeramente cómo Jesús conocía lo que enseñaba, que no fueran meras farsas como la de tantos embaucadores a través de la historia. Según mi opinión Jesús no necesitó ser Dios ni ser considerado como Dios para hablar del reino de Dios, sino haber combinado dos tipos de experiencias parapsicológicas que en los últimos años han tenido amplia difusión en Internet (ver final del libro). Tanto Nuestra tesis es tan sencilla como acientífica: Jesús pudo haber tenido conocimiento de Dios y su Reino a través tanto de la experiencia fuera del cuerpo (EFC) o “desdoblamiento astral” como de la experiencia cercana a la muerte (ECM), que pudieron ser combinadas por Jesús para conocer en vida el reino de Dios. El único conocimiento más allá de la experiencia sensible es el raro don del conocimiento parapsicológico, que es un fenómeno que no está en la capacidad de la ciencia poder validar. Si supusiéramos que la revelación divina a personajes bíblicos como Abraham, Moisés y profetas israelitas y de otras religiones son tan solo leyendas, ya que si Dios se manifestara más allá de su forma de actuar a través de las leyes naturales, no lo haría de manera tan antropomórfica ni a través de milagros, que serían rupturas arbitrarias del orden divino, y sostuviéramos además que las EFC/ECM son efectivamente fenómenos reales que traspasan nuestro universo material, podríamos avanzar una teoría sobre el origen las enseñanzas de Jesús que están relacionadas con lo divino. Esta teoría de lo paranormal o parapsicológico señalaría que Jesús tuvo EFC/ECM que lo llevaron incluso a través del “viaje por el túnel” hasta experimentar la luz y conocer la bondad y misericordia divina y su reino de amor y plenitud, para luego retornar al mundo. Sería una forma razonable para explicar la verdad de su Evangelio, aunque de ninguna manera sería científica, ya que la ciencia no reconoce lo paranormal como objeto de su estudio por no pertenecer al mundo sensible.


Dios y su Reino


Jesús no predicó ni a Dios ni a sí mismo, sino que predicó el reino de Dios para decir dónde y cómo los seres humanos podemos encontrar a Dios, que es lo mismo que decir dónde y cuándo encontrar el sentido y el destino de la vida. Como vimos, él nos habló en parábolas para referirse a esta verdad, pues relataba una realidad no sólo desconocida, sino que enteramente inasible, sobre la cual no existen experiencias, y el intelecto humano no tiene la capacidad de comprensión. En definitiva la importancia de Jesús se resume en que, primero, él describió a Dios, no como un ser castigador, vengativo, irascible, sino que como un padre bondadoso, misericordioso y amoroso, y segundo, anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios, invitando por su medio a todos los seres humanos a pertenecer a este Reino. Desde el punto de vista de la evolución del universo y de la evolución biológica el destino de los seres humanos era morir después de vivir, tal como ocurre con todos los animales, terminando definitiva, irreversible y radicalmente sus existencias. Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso regalar una existencia plena y eterna a quienes adquirieran la capacidad de reconocerlo, glorificarlo y ser consecuentes con ello.

Según se podría entender este difícil concepto, reino de Dios significaría que existe un “ámbito” para “existir” en la “cercanía” de Dios. Dios invita a toda persona a esta existencia, y una persona entra al Reino si desde su conciencia profunda acepta la invitación y se transforma. La implicancia es que Dios se constituiría en el centro de interés y en la finalidad última de la acción intencional de la persona; el sentido de la vida de una persona se haría pleno aceptando el llamado de Dios para pertenecer a su Reino. Jesús predicó que el Reino es de Dios y que una persona, al aceptar libremente la invitación divina, ingresaría al Reino ya en su vida terrenal. En esta perspectiva, al centrar la existencia personal en Dios, siguiendo el modelo de vida de Jesús, un ser humano establecería una relación de justicia yamor con los seres humanos y de comprensión y respeto con la creación. De Dios Jesús nos dijo sólo que es un padre siempre bondadoso y misericordioso que está siempre preocupado de cada uno de nosotros con un amor sin límites. Definitivamente, la idea de Dios que Jesús nos transmitió no es la del Yahvéh castigador de los judíos.

La noción tradicional acerca del mesianismo hizo confundir la noción de reino de Dios, confiriendo a Jesús una misión ajena a su intención. De ahí que se llegara al absurdo de suponer que la misión de Jesús, investido por s.an Pablo como el Cristo, fuera para establecer el orden divino en el mundo distinto de las leyes naturales, suponiendo que la redención se puede aplicar al orden social para establecer la paz, la justicia y la solidaridad y eso llamarlo ‘reino’ de Dios; y al no producirse dicha redención en la vida de Jesucristo, de esperar también su Segunda Venida en gloria y majestad. También la teología de la liberación es un absurdo, ya que supone que debe existir una base material mínima para la comprensión del evangelio y su conversión.

Por el contrario, el Evangelio no promete paz en la Tierra, tampoco el derrumbamiento y reemplazo de los sistemas de poder por un nuevo orden social de justicia. Tal objetivo lo prometía el mesianismo judío por el cual el pueblo de Israel impondría su justicia sobre las otras naciones. En cambio, el reino de Dios es el lugar de los justos. Pero no lo es de los justos y los pecadores (Mt.19, 27-29). Jesús no murió por la redención de los hombres en cuanto pueblo. Su prédica en torno al amor al prójimo no tuvo por objetivo hacer buenos ciudadanos, sino establecer que mi hermano también ha sido invitado al reino de Dios y mi deber es asistirlo, sea cual sea su situación. No estuvo en la intención de Jesús legislar para hacer una sociedad más justa. Tal cosa debiera ocurrir como consecuencia natural si los ciudadanos son seguidores de las enseñanzas de Jesús, ya que centrar la vida en Dios produce un cambio radical en una persona (que usualmente centra su vida en su propia supervivencia), posibilitando la apertura hacia el bien del prójimo y el respeto hacia la naturaleza. El llamado de Jesús se aplica a la capacidad de estructuración, no de la sociedad ni de algún pueblo determinado, sino de la persona individual, y como consecuencia es posible lograr una sociedad más justa. La conciencia de los derechos humanos y la democracia ha surgido sin duda alguna de las ideas y la práctica del evangelio. Sólo en este sentido el mesianismo de Jesús tiene significación y sólo así puede él ser llamado el Cristo.

Esta estructuración de la persona no la transforma en un ser superior, elegido o señalado por Dios, como supondría un creyente en la predestinación, o incluso un fariseo, sino que constituye simplemente el ropaje moral con el que una persona se debe revestir para ser aceptable por Dios, y este ropaje es de humildad y pureza. Nuestra experiencia y nuestra razón no nos entregan algún antecedente para referirnos a una existencia fuera de nuestro universo. Sin embargo, eso es precisamente lo que se puede derivar de la lectura del Evangelio acerca del reino de Dios.

Es posible pensar que la idea de participar del reino de Dios significa que sería posible que una persona pueda vencer a la muerte para siempre. Considerando que la mismidad no puede sub­sistir por sí misma, adquiriría una existencia dependiente del poder de Dios. La persona entraría en una existencia “gloriosa”, de completa autonomía e independencia respecto a las necesidades físicas y biológicas y de nuestro universo espacio-temporal. Esto es, una persona no continuaría su existencia en un lugar, ni tampoco subsistiría por una eternidad, pues estas son categorías propias de un universo en el cual funcionan los principios de la termodinámica y cuya relación de causa-efecto se manifiesta en el tiempo y el espacio. La vida gloriosa no vendría tras una resurrección de entre los muertos. Tal concepción proviene del pensamiento griego de considerar al ser humano como un compuesto de alma y cuerpo, y donde la muerte es una separación temporal de ambos componentes hasta su lógica y eventual reunificación mediante la resurrección.

Jesús habría sido el hombre señalado por Dios para proclamar un mensaje: todo ser humano, criatura racional, ha sido invitado por Dios para compartir su gloria en una existencia eterna y trascen­dente; además, esta existencia puede comenzar de manera embrionaria aquí y ahora. Su atributo de Mesías no puede ser el concepto fuerte que tenían los judíos de ser un liberador del pueblo de Israel. Sería más bien un Mesías que porta un mensaje de liberación de la muerte al hombre y la mujer de fe, al justo, al humilde, al caritativo, de cualquier época, raza, credo, lugar, para ser acogido en el reino de Dios. En este sentido, las distinciones excluyentes que hacen las grandes religiones (cristianos-paganos; judíos-gentiles; musulmanes-infieles) son contrarias al llamado divino.

Los textos más importantes del Nuevo Testamento son los evangelios sinópticos, y lo central en ellos es la idea de reino de Dios. Jesús explicaba en parábolas y todas ellas, sin excepción se refieren al reino de Dios, aunque no se exprese explícitamente. El reino de Dios tiene que ver con la vida y la libertad de los seres humanos. Precisamente, de esta enseñanza proviene el desarrollo conceptual de los derechos humanos en el ámbito político. Este mensaje está dirigido a los pobres, los indignos, los hambrientos, los enfermos, los desvalidos, los sometidos, los que sufren. La prédica de Jesús dignifica a los seres humanos y les confiere sentido pleno a sus vidas, y responde siempre a los anhelos humanos más profundos. Promete una existencia eterna en plenitud, siendo la muerte y el sufrimiento un paso necesario para ésta. El reino de Dios se hace presente en esta vida, no mejorando las condiciones de vida, sino que asumiendo estas condiciones, aunque sean extremadamente duras y precarias; da sentido y significado al ofrecer la paternidad divina al desvalido y prometer la vida eterna en el Paraíso. El reino de Dios se hace presente en la vida de la persona cuando ésta acepta su propia realidad y su propia herencia de ser una criatura sujeta a la naturaleza del universo. El reino de Dios puede estar en la persona más desvalida, miserable, agobiada, desprotegida, rechazada, fracasada y sufriente. De hecho, es más probable que esta persona tienda su mirada a Dios para su salvación.


El objeto de lo transcendente


El destinatario del mensaje de Jesús es el pequeño, el humilde. Ciertamente, quien llega a salvarse es quien tiene un corazón humilde y puro, se considera a sí mismo pequeño frente a Dios y posee la ingenuidad propia del niño para relacionarse con Dios. Pero, lo que finalmente distingue a Jesús de toda la tradición veterotestamentaria es que su prédica no se dirige a pueblos, como fue el caso de Isaías, Ezequiel, Elías y los demás profetas, sino que directamente a personas individuales. De ahí que invita a todos los seres humanos a participar del reino de Dios, apelando únicamente a la libertad personal de cada cual. El Dios predicado por Jesús no es el objeto de la mortificación, el sacrificio y la humillación, sino que es objeto de alegría para los seres humanos, sintiendo enorme gozo y disfrute. No es un ser justiciero, sino que es un padre amoroso. Jesús niega un Dios amenazador, que rechaza al perdido, que recompensa según los méritos. El Dios de Jesús es misericordioso y bondadoso como el mejor padre posible, siendo todos nosotros hijos de Dios y hermanos de Jesús. El Dios de Jesús y el de los fariseos se excluyen mutuamente. El mensaje es entendido por un ser humano individual cuando se transforma en persona, es decir, ejerce acciones intencionales y concibe lo transcendente. La persona se salva cuando se convierte personalmente al mensaje. De ahí que invita a todos los seres humanos a participar del reino de Dios, apelando únicamente a la libertad personal de cada cual.

Jesús habría sido el hombre señalado por Dios para proclamar un mensaje: todo ser humano, criatura racional, ha sido invitado por Dios para compartir su gloria en una existencia eterna y trascen­dente. La importancia de Jesús en la historia fue el abrir la cerradura, de recurso divino, de la puerta del reino de Dios a todos los seres humanos. La llave para la segunda cerradura la debe fabricar cada cual por sí mismo. Esta llave es el amor: amor al prójimo, amor a quien ofende, amor al enemigo, amor a sí mismo, amor filial, amor paternal, amor conyugal, amor a la creación, amor a la verdad, amor a la bondad. Todas estas acciones intencionales (libres y voluntarias), que se oponen al egoísmo, reflejan el amor a Dios. El ser humano no es un ángel caído, como supuso Pablo, sino que es el fruto sublime de la evolución del universo, y tiene además un destino transcendente porque es capaz e amar.

Jesús confiere un justo valor a la persona humana, valor que tradiciones de la teología eclesiástica, en especial la agustina, no da, seguramente por la fidelidad al Antiguo Testamento. A partir de la necesidad del pueblo de Israel de destacar el poder de su dios, se rebajó recíprocamente el valor del ser humano hasta llegar a suponer que nada bueno puede emanar del este ser tan perverso. Esta misma idea pasó a los Padres de la Iglesia, llegando a un extremo con san Agustín. Este complejo personaje que tanta influencia ha tenido en la historia de la Iglesia, para explicar la acción salvífica gratuita divina, supuso que el ser humano está tan corrompido después del Pecado Original, que nada en él puede ameritar o contribuir a su salvación.

Imbuidos en esta teología que supone que la humanidad es intrínsecamente pecadora y perversa, y ha sido toda ella condenada por el Pecado Original, existe una incomprensión absoluta de Jesús y su mensaje. Esta teología no logra entender que Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso regalar una existencia plena y eterna a quienes decidieran reconocerlo, glorificarlo y ser consecuentes con ello. Estas acciones humanas provienen exclusivamente de su propia libertad y son necesariamente salvíficas, es decir, que sin ellas una persona no se salva. Una acción glorificadora de Dios por parte del ser humano debe necesariamente partir de su libertad personal y no de una supuesta perversidad intrínseca, como supuso el obispo de Hipona. El hecho de tener la capacidad para responder a la invitación divina, gratuita y salvadora para participar del Reino de Dios se traduce en una acción libre y también salvadora por parte del ser humano. Justamente, la negativa por parte de alguna persona a la invitación al banquete que hace Dios es una acción que emana de la libertad de la persona y no a su supuesta perversión. En la salvación participan tanto Dios como la persona. Si la persona no responde o si su respuesta es negativa, no hay salvación posible. La salvación significa resurrección en la gloria de Dios, y este estado o transformación no es automático, pues no está en la naturaleza del ser humano resucitar, siendo tan solo un animal, aunque tenga capacidad para pensar racionalmente.

En consecuencia, el punto clave de las enseñan­zas de Jesús fue hacer accesible una nueva y maravillosa dimen­sión a los seres humanos, que para la estructuración natural del universo es imposible: el acceso a la gloria de Dios y el compartirla. Contraria­mente a lo esperado por los judíos –la salvación inmanente del pueblo elegido–, Jesús predicó la salvación personal y trascen­dente a todos los seres humanos. Por lo tanto, el acento de la misión de Jesús no debe colocarse en su mesianismo ni en su supuesta divinidad, pero sí en la apertura de una transcendencia para las personas. Esta enseñanza es plenamente evidente tras la lectura de los evangelios, los que deben leerse con el mismo espíritu de un san Francisco de Asís, una santa Teresa de Ávila, una Madre Teresa de Calcuta y de tantos otros venerables seres humanos que por su misma humildad no ocupan lugares en los altares.

Es congruente la argumentación acerca de que el ser humano es el vástago de una ascendente evolución biológica que adquirió la capacidad para tener conciencia de sí y la posibilidad para estructurar una conciencia profunda, desde la cual llega a perci­bir una trascendencia a la que puede honrar, glorificar y desear. El sentido de su conocimiento y acción se vería frustrado sin la intervención divina que le tendiera un puente. En efecto, la vida natural de un ser humano transcurre, como la de cualquier otro animal, con una mezcla de gozos y sufrimientos, de buena y mala fortuna, de logros y fracasos, de heroísmo y cobardía, de buenas y malas acciones, pero en la que prima el deseo de vivir. Sin duda, al término de su vida, haciendo un balance entre lo positi­vo y lo negativo, un ser humano podría darse por satisfecho el haber vivido, por muy miserable que haya sido su existencia. No obstante, según entendemos el mensaje de Jesús, Dios quiso darle a cada ser humano, sin excepción, la oportunidad de una existencia gloriosa y eterna, pero bajo dos condiciones indispensables: primero, que lo desee y segundo, que lo amerite, es decir, que convierta su existencia en justicia y bondad. Y el ameritarlo es una consecuencia del desearlo responsablemente.

El ser humano no necesita de un alma, y menos de un alma inmortal, para ser expli­cado biológicamente. En consecuencia, los sistemas de pecado, infierno y dualis­mo de bien y mal no son sostenibles en esta concepción. Por el contrario, las acciones humanas más naturales responden a la satisfacción de sus necesidades de supervivencia y reproducción. Incluso toda la economía, la ética y la política encauza dichas acciones desde la perspectiva social. El mensaje de Jesús es una invitación a una “vida” en una dimensión que transciende los parámetros propios del universo material de espacio-tiempo. Jesús hace un llamado explícito a la persona para que se libere del condicionamiento genético que la impulsa a actuar en procura de su propia supervivencia. Afirmó: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien perdiera su vida por mí (en razón de mi enseñanza), la salvará”, y tal es la clave de su mensaje, que es una invitación a una dimensión transcendente que necesariamente se impone sobre el determinismo biológico que estimula al individuo a actuar en procura únicamente de su super­vivencia y reproducción.

La religión

La religión divide a las personas en dignos e indignos, en respetables y miserables, en santos y pecadores. El dios de la religión condena, amenaza y castiga. La religión genera incesantes enfrentamientos, constituyendo a algunos en triunfadores y a otros en fracasados. Pero el reino de Dios no es para intachables, sino que para los despreciables, pues los intachables son esencialmente hipócritas que usan la religión para encubrir su propio narcisismo. La religión establecida sentencia a Jesús a muerte porque Jesús ataca la Ley que mata y esclaviza. Es el poder establecido que ve peligrar su posición de poder con las enseñanzas disolventes de Jesús. Jesús no muere en la cruz para la remisión de los pecados de los seres humanos, como sacrificio propicio a Dios, sino como consecuencia del contenido de un mensaje que remecía al poder establecido.

El ser humano no necesita de un alma, y menos de un alma inmortal, para ser expli­cado. En consecuencia, los sistemas de pecado, infierno y dualis­mo de bien y mal, espíritu y materia no son sostenibles en esta concepción. Por el contrario, las acciones humanas más naturales responden a la satisfacción de sus necesidades de supervivencia y reproducción. Incluso toda la ética encauza dichas acciones desde la perspectiva social. En cuanto la religión tenga por finalidad la subsistencia del grupo social a través de incentivar el cumplimiento de normas éticas, no responde precisamente a la invitación de Jesús a cada persona. Jesús fue ajeno a tales objetivos, pues no sólo la vida propuesta por él es una renuncia a la vida natural en cuanto se oponga a su invitación, sino que la realización plena de su invitación ocurre después de la muerte biológica de la persona. Jesús sería efectivamente el Cristo, el ungido de Dios, y el Mesías, el salvador, pero no para la solucionar nuestras dificultades de supervivencia y reproducción, ni menos la de la subsisten­cia y el desarrollo de la estructura social, sino que para hacernos accesible una vida que transciende nuestra propia vida natural. Toda persona, incluso la de origen más humilde, la más miserable en fortuna, la más enferma y limitada, es un invitado de honor al banquete de Dios. Según el evangelio los ricos y poderosos son aquellos que más provecho obtienen del mundo, pero que más dificultades tendrían para aceptar tal invitación.

La muerte de Jesús en la cruz no fue para redimirnos a causa de la desobediencia de la primera pareja de seres humanos, según lo ha interpretado tradicionalmente la Iglesia a partir de Pablo. La salvación no es un estado de existencia que se recupera a través del sacrificio del Cristo, el Dios encarnado, en la cruz tras el pecado y posterior castigo de Adán y Eva. El ser humano no fue creado perfecto, a imagen de Dios, ni posteriormente sufrió una caída por la cual mereció la muerte y el sufrimiento para toda la descen­dencia. Es probable que la pasión y la muerte de Cristo en la cruz tenga mucho menos significado que el que se le ha dado desde Pablo: reeditar el antropológico mito estereotípi­co sobre que en el origen del ser humano hubo un estado de armonía y paz, que fue perdido por su propia acción, y que ese mismo estado será recuperado al final.

La concepción a partir de lo que ha descubierto la ciencia es radicalmente distinta, pues destruye el mito del eterno retor­no. Por el contrario, de lo descubierto se puede inferir una dirección a una mayor estructuración a partir de un comienzo primordial simple. Debemos pensar que si hubo un acto de redención en la cruz, se estaría indicando la voluntad divina de hacer participar de su gloria eterna a este ser inteli­gente, con capacidad para estructurar su conciencia y ejercer acciones morales, con posteridad a su muerte biológica y siempre que tal ser sea justificado por dicha voluntad. Jesús fue cruci­ficado por la religión establecida, que procuraba la subsistencia del grupo social y cuyos miembros buscaban la supervivencia y la reproducción, porque él predicaba la renuncia de uno mismo para acceder al reino de Dios: “el que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8,34).

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Es posible que lo analizado más arriba contradiga las creen­cias más determinantes, queridas y respetables de muchos. Es probable que lo expuesto produzca en muchos profundos desazón y recha­zos, siempre que usted haya tenido la paciencia para leer este ensayo, y que para muchos lo dicho sea como un terremoto que amenaza agrietar los cimientos más sólidos. Es de suponer que para éstos los temas religiosos se identifican con lo sagra­do. La causa es que la verdad más pura, en materia religiosa, esté revestida de hondo sentimiento y si acaso no, de gran pasión. Sin embargo, incluso los temas religiosos más sagrados son posibles de ser analizados críticamente, siendo ésta una actitud no sólo sana y constructiva, sino que absolutamente necesaria en nuestra actual época, cuando se han juntado el agnosticismo con la ciencia. Afortunadamente vivimos una era sin la temida Inquisición. Pero también es una era en la que nuestra libertad responsable nos impulsa a no callar para cuestionar hasta lo que se tiene por más sagrado si queremos reencontrar una fe que no contradiga la razón. Pertenece a la dignidad humana ser más fiel a la verdad que el pensamiento va descubriendo que fiel a aquella verdad que la religión establece cuando la libertad de pensamiento llega a ser incompatible con el dogma religioso.


Santiago de Chile